—Por mi hijo —se recordó.
Se movió en cuclillas para no ser visto a través de las ventanas. Al llegar a la esquina, volvió a su posición encorvada anterior y empezó a adentrarse en el pueblo. El miedo le recorría el cuerpo, las piernas le temblaban y el sudor, que le resbalaba por la frente hasta los ojos, le impedía ver con claridad. Suso sabía que en el momento en el que aquel tipo se percatase de que un desconocido entraba en Miadona, saldría con una escopeta, dispararía y luego, si acaso, preguntaría. Moriría como un mierda que había dejado asesinar a su hijo y secuestrar a su mujer.
—No, no te derrumbes ahora… Aguanta…
Suso se animaba a sí mismo. Su única esperanza era todo lo que le había contado Pelayo. Fue curioso. Una sensación de calidez le invadió al pensar en su último amigo. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Estaría Pelayo vigilándole? No. Seguro que no. Pero aquel hombre había confiado en él y no le defraudaría. No podía decepcionar a tantas personas en tan corto espacio de tiempo. Y lo cierto era que, a lo tonto, ya estaba llegando a la siguiente casa sin que le hubiesen detenido. Diez pasos más y se podría ocultar del campo visual del puesto de vigilancia.
—¡Eh, tú! —gritó una voz detrás de Suso—. ¿Dónde coño crees que vas?
—Mierda —dijo Suso en voz baja, pero no lo suficiente.
—¿Qué has dicho, viejo? ¡Ven aquí! ¡Vamos!
Suso no se movió. El hombre le había confundido con Pelayo. Hubiese sonreído si no fuera porque no podía respirar. El calor y la peste era asfixiante, pero debía esperar el momento justo.
—¡Tú! ¿Es que no me has escuchado, jodido viejo? ¡Vuelve aquí!
La voz del hombre sonó más fuerte. Se estaba acercando. De hecho, Suso pudo oír sus pasos sobre el asfalto.
—¿Es que ahora te has quedado sordo? —gritaba— ¡Maldita sea! ¡Sabes que no puedes entrar aquí! —Al no moverse Suso, ni responderle, el guarda se empezó a enfadar—. ¡Maldito hijo de puta! Como te tenga que llevar a rastras te vas a acordar de mí el resto de tu puta vida.
Una mano tocó el hombro de Suso y apretó con fuerza. Lo tenía justo detrás. Ahora o nunca.
—¡Ven aquí, maldito…!
Aquel hombre, sorprendido, no pudo acabar la frase. El viejo al que estaba agarrando se giró con agilidad. Más de la que hubiese esperado en alguien de edad avanzada. Lo último que vio fue la hoja de un cuchillo que se dirigía directa a su cuello.
Suso jamás había matado a nadie. Lo más cerca que había estado de una matanza fue en el pueblo de su padre. La familia se había reunido por Navidad y los habitantes de la abarrotada casa convivían con un pavo que tenía las horas contadas. Ese era el año en el que Suso se debía convertir en el hombre de la casa.
Desconcertante. Suso encontró demasiadas similitudes entre ambas experiencias. El ruido gutural o la manera en la que la sangre salió disparada del profundo corte, salpicándole la cara. Pero las similitudes dieron paso a pequeñas diferencias que le marcarían seguro el resto de su vida.
Cuando su padre le cortó el cuello al pavo, este se limitó a dejar de agitarse nervioso, de pegar picotazos y de sufrir. No le miró a los ojos ni le intentó hablar.
Sin embargo, el hombre no tuvo el mismo comportamiento. Aquel hombre le miró aterrorizado, con unos ojos acusadores por los que la vida se le escapaba. Abría y cerraba la boca queriendo decir algo. Pero no podía hacerlo porque Suso le había cortado las cuerdas vocales. Aquella basta voz que momentos antes no dejaba de soltar improperios fue sustituida por resuellos entrecortados en los que sólo salía expulsada por su boca una mezcla de saliva y sangre que caía sobre las botas de Suso con un ruido sordo.
Tampoco levantó preocupado el pavo sus alas hacia el corte para descubrir el daño que le habían causado. Pero ese tipo sí acercó sus manos al corte, comprobando que, efectivamente, sólo un milagro le salvaría.
Y Suso creía recordar que el pavo murió enseguida. Pero el guarda cayó al suelo y empezó a estremecerse. Se desangraba. Sufría. Era consciente de haber sido asesinado por un desconocido que le miraba desde lo alto como un pasmarote.
Suso empezó a notar como la bilis fluía hacia su boca. Iba a vomitar. A desmayarse. Lo evitó escupiendo al suelo, tragando la nueva saliva y disponiéndose a continuar con el plan y llevar al hombre de vuelta a la casa de vigilancia. Mientras lo hacía, Suso sabía que algo fallaba en su plan. Reflexionando se dio cuenta que en aquel plan nunca había estado llevar arrastrando a un hombre que agonizaba, que le miraba con odio y, a la vez, con clemencia. Pero debía hacerlo y rápido. No podía permitirse estar más tiempo expuesto a las cámaras de seguridad y ser pillado.
Al llegar al porche de la casa, el vigilante murió y su peso aumentó sutilmente. A pesar de que los movimientos espasmódicos, que le habían impedido avanzar con normalidad, habían cesado, el peso muerto del hombre era mayor. Afortunadamente casi había llegado a la puerta. Sólo era un último tirón.
—¡Dios! —Dijo cuando se incorporó notando una punzada en el lumbago—. Venga Suso, no hay tiempo que perder.
Suso colocó el cadáver cerca de la mesa central de la habitación y empezó a desvestirse, quedándose en ropa interior. Lo mismo, con un esfuerzo adicional, hizo con el cadáver. Al terminar tuvo que comprobar que a la ropa del cadáver no se le notase demasiado la sangre, antes de vestirse con ella. La parte más impregnada era la del cuello, pero podía ser disimulada si encontraba alguna chaqueta.
—¿Lucas? —Sonó una voz metálica desde algún lugar de la habitación.
Suso se giró asustado. No había nadie.
—¿Lucas? Soy Mateo, responde. Tenemos un problema.
La voz venía de un transmisor portátil colocado enfrente de los monitores. Mientras se abrochaba los botones de la camisa, Suso cogió el aparato.
—¿Lucas? ¿Algún problema? Responde.
Debía hacer algo. Si no contestaba llamaría la atención. Y si estaban contactando con aquel tipo era señal de que no habían visto nada aún.
—Aquí estoy —imitó la voz lo mejor posible.
Tras un silencio que intranquilizó a Suso, la voz contestó.
—Estate atento. Llevamos buscando al marido de la nueva toda la mañana sin éxito. No ha salido a la carretera general, así que sospechamos que debe estar intentando entrar en el pueblo. ¿Me has oído?
—Ajá.
Un nuevo silencio acompañó su respuesta. Era posible que imitase la voz del tal Lucas, pero quizás no su forma basta de expresarse. Esperaba que la conversación no durase mucho más.
—Avisa si ves a cualquiera sospechoso. Nosotros vamos a acercarnos ahora a casa del viejo de la cabaña. Es posible que le haya ayudado. Corto.
Iban a ir a por Pelayo. Suso sabía que su amigo podría defenderse incluso mejor que él, pero el sentimiento de culpa no tardó en surgir.
Se terminó de vestir sin perder ni un segundo más. Encontró una chaqueta en el interior de un armario y se la puso a pesar del calor. Era preferible que se le notase el sudor a la sangre del cuello.
—Las diez y cuarto —dijo tras mirar el reloj—. Tengo que darme prisa.
Revolvió entre los papeles de la mesa. Quería encontrar un mapa que le permitiera orientarse por el pueblo. Lo único que encontró fue la orden del día anterior que, sin pararse a leerla, la arrojó a un lado. No disponía de más tiempo. Decidió dejar la búsqueda y aventurarse. Al menos cogió el transmisor y se dispuso a salir. Justo al llegar a la puerta, Suso vio colgado de ésta un pequeño plano. La suerte parecía estar hoy de su lado después de los horrores del día anterior. Cruzó los dedos para que siguiera así y salió a la calurosa mañana de Miadona.
***
Mateo aporreó la puerta. Podría haber derrumbado la cabaña entera si se lo hubiese propuesto. Pero las órdenes del jefe eran claras: respetar al anciano en la medida de lo posible.
—¡Abra la puerta!
Tras unos segundos la puerta empezó a abrirse. Pero lo hacía muy despacio. Demasiado, a pesar de que su dueño fuese de avanzada edad. Esa desconfianza le libró de recibir un hachazo en la frente. El viejo quería sorprenderlo, pero los años le pesaban para manejar aquel arma con soltura.
—¿Qué pretendía usted, anciano?
Mateo le quitó el hacha de las manos y la arrojó a un lado.
—¡Vete de mi propiedad! —le gritó—. ¡Vete! ¡Vamos!
Mateo agarró del cuello al viejo y apretó un poco. No le podía matar, pero le podía hacer un poco de daño para asustarlo.
—Está usted más alterado de lo costumbre. ¿Acaso esconde algo?
—¡He dicho que te vayas, gigantón! —decía con voz ahogada.
Le apretó un poco más el cuello para que se callara e intentó entrar en la cabaña. La gran envergadura de Mateo le complicó el acceso. De hecho se llevó por delante parte del marco gastado de la puerta. Dio un vistazo al interior, pero allí dentro no parecía haber nadie.
—¿Ha visto usted a un hombre joven?
El silencio fue la respuesta. Siguió escudriñando por el interior en busca de algún escondite, mientras arrastraba a su dueño por el cuello.
—No se haga el sordo. ¿Ha visto a alguien o no?
Mateo dirigió su mirada al anciano y lo soltó. El cuerpo del viejo cayó al suelo con un golpe seco. Había apretado demasiado. Lástima.
El tanque se vaciaba con lentitud. Raquel veía cómo el cuerpo de Ángel se desplazaba inmóvil a la vez que bajaba el agua. Al terminar de vaciarse, Ángel yacía en el suelo de la celda contigua.
—¡Ángel! —le llamó mientras daba pequeños golpes con el pie hasta donde podía alcanzar—. ¡Ángel! ¡Despierta, por favor!
Raquel no quería mirar hacia el monitor. Tras el brillo de la pantalla, el tanque de Javier aún permanecía lleno. De reojo, mientras las paredes del depósito de Ángel se recogían, pudo ver el cuerpo de Javier flotando. Llegaba a ver incluso el movimiento ondulatorio del pelo al compás del agua. Ella no tenía la culpa de su muerte. Le habían obligado a elegir entre dos desconocidos. Javier había muerto, no por su culpa, sino por la de la mujer de la túnica. Aquella negra enfermiza, con su estúpido atuendo, era la auténtica responsable de su muerte. Ella no quería…
Una tos interrumpió sus pensamientos. A su lado, Ángel intentaba incorporarse del suelo.
—¡Gracias a Dios! ¡Estás vivo!
Ángel tomó aire y miró hacia Raquel. Pero la mirada que pudo verle en la cara la dejó desconcertada. Unos ojos duros y una fina sonrisa cómplice le devolvían la mirada.
—Sí, Raquel, gracias a Dios —dijo incorporándose—, y… gracias a ti.
Sin mediar otra palabra más, se levantó hacia la puerta de su celda, y con un ligero empujón la abrió y salió sin problemas.
—¿Cómo coño…?
La sonrisa de Ángel no se desdibujó de su cara mientras avanzaba hasta la salida de la habitación. Una sonrisa que Raquel era incapaz de comprender.
Federico Figueroa volvía a mirar divertido, desde el monitor del despacho, la cara con la que se había quedado aquella chica. La verdad es que su hermano nunca se equivocaba y siempre conseguía que le salvaran. Desde que él había llegado allí, había visto cómo Ángel se había salvado de tres disparos, una electrocución y dos ahogamientos. Flipante.
Ariadna se levantó del sofá que Federico tenía a sus espaldas y le tocó el hombro. Aquel contacto le produjo un escalofrío placentero que recorrió todo su cuerpo. Ojalá le tocase algo más que el hombro aquella mulata.
—Tienes un hermano muy inteligente y valiente —le dijo con aquella sensual voz.
Ahora la tenía enfrente de él, y sus ojos sólo podían mirar aquellos generosos pechos que sobresalían lo suficiente para su disfrute personal.
—Es una pena que esas cualidades no sean hereditarias —añadió asqueada dándole la espalda.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —le preguntó Federico volviendo a la realidad.
—Nada, mi amor, que te levantes de esa silla. Ya viene tu hermano.
Federico asintió sin saber muy bien por qué tenía que levantarse. Aquel despacho también era suyo. Pero Ariadna conseguía que hiciese cosas en contra de su voluntad. Eran aquello ojos penetrantes, que… ahora que lo pensaba, no recordaba cómo eran exactamente.
Con esfuerzo, levantó su gorda figura de la silla, que crujió aliviada con el movimiento. Sabía que tenía que perder algunos kilos, pero no se sentía con fuerza para empezar ninguna dieta. La culpa la tenía aquella vida llena de desgracias que le había tocado vivir. Su juventud fue de fracaso en fracaso. No servía para estudiar, sus negocios no levantaban cabeza, las pocas mujeres con las que se relacionaba le dejaban cuando le conocían un poco, y la lista podía continuar con detalles que deprimirían al más optimista.
Todo cambió el día que su hermano mayor fue a visitarlo. Llegó sin avisar. La sorpresa dejó paso a la vergüenza. Sintió asco de sí mismo al abrirle la puerta de su ridículo y sucio piso de soltero. Allí plantado, con un traje marrón de corte americano, de los que te hacen a medida y cuestan un pastón, Ángel observaba cada detalle. Llegó a pasar la yema de los dedos a lo largo de una repisa para quitar el polvo acumulado. Federico reprimió sus ganas de llorar. Ambos hermanos bajo un mismo techo, pero dos caras distintas de una misma moneda.
—Siéntate —le ofreció, pero Ángel negó con la cabeza—. Bueno, vaya sorpresa, ¿no? ¿Qué te ha traído hasta aquí?
Su hermano no hablaba. Le hacía sentir un extraño en su propia casa. Aquel silencio estaba siendo insoportable para él.
—¿Te traigo algo para beber? ¿Agua? ¿Un café? —Nada, no contestaba. Sólo le miraba sin mostrar ningún sentimiento en su rostro—. Dime, Ángel, ¿cómo te va? Por lo que veo, no lo estás pasando mal. Si te digo la verdad, a mí no me van las cosas como me esperaba. Pero, ¡no vayas a pensar que te estoy pidiendo nada! Que sólo es que como no nos vemos desde…
—Hermano —le cortó—, vengo a cambiar, con la ayuda de Dios, tu vida llena de ruina y pecados. Sólo te pido que me cedas tus pocas pertenencias y te vengas conmigo. No te arrepentirás jamás de esta decisión. ¿Qué me dices, Federico?
Aceptó, por supuesto. Varios meses después seguía sin arrepentirse. Su hermano le había designado encargado del cumplimiento de las leyes divinas en Miadona. Casi nada. Muchos le envidiaban por su estatus dentro de la congregación. Muchos hablaban por detrás de su claro enchufe. Pero a él le daba igual. Porque todos esos que hablaban, le temían. A más de uno le había cortado la lengua. Literalmente. Salvo su hermano y la putilla negra, nadie estaba por encima de él. Su vida había cambiado.