—¡Oh, Dios! —La mujer acababa de ver el cadáver de su hijo—. Claro, tranquilícese. Yo les llevaré a un hospital. Suban a mi coche.
—¿De dónde es usted? —Le preguntó Suso.
La conductora abrió la puerta de detrás del coche y ayudó a Raquel a sentarse dentro. Tras cerrar la puerta, Suso le volvió a preguntar.
—Perdone —continuó Suso—, no es que desconfíe de usted, pero, ¿podría decirme de dónde es?
—¿Cómo? —Fue la respuesta de la mujer que ya estaba entrando en su asiento—. Soy de aquí cerca. ¡Venga, entre!
Tras el portazo, Suso tomó aire para tranquilizarse y corrió hacia la puerta del copiloto. Si aquella mujer era peligrosa, desde allí podría ocuparse de ella. El motor del coche volvió a arrancar. Suso tiró del abridor de la puerta, pero este no cedió.
—Disculpe —dijo golpeando con los nudillos en la ventana—, no se abre. Quizás esté el cerrojo…
El coche empezó a avanzar lentamente y Suso a ponerse nervioso.
—¡Oiga! —siguió golpeando la ventanilla, ahora con más fuerza, mientras avanzaba con paso ligero al lado del coche—. ¡Oiga! ¡No me haga esto!
El coche empezó a tomar velocidad, y Suso empezó a correr. Intentó abrir la puerta de detrás del copiloto, pero esta tampoco lo hizo. Siguió golpeando el techo del coche, pero todo fue en vano. En unos segundos el coche le había dejado atrás. Solo. Bajo una luna que iluminaba débilmente su cara de desesperación.
Sentado en una piedra de gran tamaño que se levantaba al lado de la calzada, Suso decidía qué hacer en aquel momento. Habían asesinado a su hijo pequeño, le habían robado el todoterreno, habían secuestrado a su mujer y le habían dejado allí, en medio de ningún sitio. Le había entregado el móvil a Raquel, por lo que estaba aún más incomunicado si es que era posible. Las posibilidades que manejaba eran o bien seguir el plan de llegar a la autovía, o bien regresar al pueblo y buscar explicaciones.
Unos pasos cercanos por la gravilla le sacaron de su debate interior.
—¿Quién está ahí? —Preguntó asustado.
—Buenas noches, caballero —saludó la sombra—. Mi nombre es Pelayo Calleja y soy el dueño de aquella cabaña que hay allí detrás, entre los olivos.
Suso se dio la vuelta y observó que se había detenido justo enfrente de aquella casucha que Raquel había visto antes de que la raptaran. Tras unos momentos, pudo vislumbrar un poco al hombre que se había parado delante de él. Era mayor, con un matojo de pelos que le crecía sólo por la parte baja de la cabeza. Parecía vestir con ropajes del siglo pasado.
—¿Qué quiere de mí?
Pelayo se echó a reír.
—¿Yo? ¿Qué voy a querer de un desgraciado como tú? Esa pregunta te la debería hacer yo.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? Perdone, pero…
—Cállate, jovenzuelo, y ven conmigo a la cabaña.
—No pienso ir con usted a ningún lado.
Pelayo se encogió de hombros y se volvió hacia su casa.
—Cuando hayas decidido que necesitas ayuda, llama a mi puerta.
Suso miró cómo se alejaba con su extraño andar. Al pensar que ya no tenía nada que perder, se levantó de la roca y buscó al viejo.
—¿Cómo te llamas? —Le preguntó Pelayo al comprobar que finalmente había decidido seguirle.
—Mi nombre… mi nombre es Álvaro López.
—Encantado, Álvaro López.
Llegaron a la entrada de la cabaña y Pelayo sacó una llave de metal del tamaño de su puño. Tras un crujir que Suso no supo distinguir si fue de la puerta o de la muñeca del viejo, pasaron a su interior. Era el lugar más simple en el que hubiese estado nunca. Unas cuantas velas iluminaban insuficientemente la única estancia que conformaba la cabaña. De hecho, la luz de la luna era más efectiva. Pelayo le acercó la única silla que parecía haber allí.
—Gracias.
—No me las des. Es sólo una silla y no te la vas a llevar.
Pelayo se dirigió hacia una mesilla y soltó la llave, mientras Suso digería la respuesta de aquel hombre. ¿Debía fiarse de él? Por alguna razón pensaba que sí.
—Álvaro López —dijo—, te vi pasar antes con una jovenzuela de su edad. ¿Veníais de donde creo que veníais?
—¿De Miadona?
—¡No digas ese nombre en mi cabaña! —Gritó.
—Lo… lo siento.
Pelayo lo miró durante varios segundos en silencio. En ese tiempo, Suso miró a su alrededor buscando una cama. No la encontró.
—Efectivamente —continuó Suso al ver que el viejo no hacía ni decía nada—, veníamos de… ese pueblo.
—No es un pueblo —cortó tajante—, es una ciudad. Una ciudad piloto.
—¿Una ciudad piloto?
—Sí, eso he dicho. No es un pueblo, porque no viven pueblerinos. No es una ciudad, porque no viven ciudadanos. Es una ciudad piloto.
—Entonces, ¿no vive nadie en la ciudad?
—Sí que viven. Si no viviese nadie, no habrían venido andando de allí. —Hizo una pausa y sonrió—. Si no viviese nadie, no estaría ahora sólo, ¿no cree? En la ciudad piloto vive un grupo de individuos, si se les puede llamar así, con sus propias normas y reglas. Ustedes han invadido su territorio y han pagado por ello.
—Eso no creo que sea posible en pleno siglo XXI. Si esos individuos viven en esta ciudad deben acatar las leyes españolas.
—Díselo a quien le quiera escuchar. Yo te digo que en cuanto te acerques a uno de ellos no dudarán en pegarte un tiro… ¡Oh! Por tu expresión veo que ya lo has comprobado.
Suso le contó lo ocurrido. Desde el disparo a su hijo en la cabeza, hasta lo sucedido con el hombre de la escopeta en el restaurante. Pelayo cogió una de las velas y se la acercó a la cara. Suso pudo ver una cicatriz que iba desde el lado derecho de la frente hasta el mentón.
—¿Ves esto?
—¿Se lo hicieron ellos?
—¡No! A mí esos tipos no son capaces de hacerme nada. Esto me lo hizo mi mujer una noche que discutimos. Pero esos tipos mataron a mi mujer. —El rostro de Pelayo se tornó serio—. Es curioso cómo deciden a quién matan. Por lo que me has contado, Álvaro López, el asesino de tu hijo te pudo matar a ti, pero no lo hizo. ¿No te has preguntado por qué?
Suso tuvo que asentir. Se lo había preguntado cada vez que volvía la imagen a su mente. ¿Por qué mató a su hijo y no a él?
—Y el tabernero -siguió el anciano—, ¿por qué no sacó la escopeta antes? Te podría haber matado si hubiese querido. Pero no lo hizo.
—Tiene usted razón.
—Lo sé. Así que piensa en ello. Esa gente no hace nada por casualidad. Esa gente quiere algo de ustedes.
—Pero, ¿cómo van a querer algo de nosotros? Decidí parar en este pueblo por casualidad.
—Te lo tendré que repetir —dijo cansino Pelayo—: Miadona no es un pueblo, y te aseguro que quieren algo de ustedes. Te lo aseguro.
Los dos se quedaron en silencio. Suso recapacitó en todo lo que le había ocurrido en las últimas horas. Su vida había dado tal giro que se encontraba mareado. Podía llegar a vomitar si tuviese algo en el estómago. Desde el interior de su soledad debía sacar fuerzas para recuperar a Raquel de los habitantes de aquella ciudad piloto, tal como la había llamado Pelayo. Pero no lo podía hacer solo. Sonrió al pensar que la única ayuda con la que estaba contando era con un viejo chiflado que vivía en una cabaña en medio de ningún sitio.
Un grillo empezó su persistente cantinela y le sacó de sus pensamientos.
—Bueno, es hora de dormir, ¿no crees, Álvaro López?
Suso volvió a buscar una cama en la que tumbarse. Estaba realmente cansado, aunque no sabía si podría dormir. Pelayo se dio cuenta de la búsqueda de Suso y empezó a reír.
—Hijo mío, confórmate con lo que tienes.
Y acto seguido salió de la cabaña con su particular manera de moverse. Suso no pudo saber si se refería a la silla en la que se encontraba, o a la pérdida de sus seres queridos que tanto necesitaba a su lado en aquel instante.
***
Federico aplaudía ilusionado. Le acababa de llamar Inés para comunicarle que había conseguido atrapar a la mujer con su hijo, dejando al marido en tierra. El plan iba a las mil maravillas. Lástima no tener cámaras a esa distancia del pueblo para haberlo podido ver en primera persona.
—¿Se puede? —Preguntó una voz desde la puerta.
—Pasa, pasa, Mateo.
El corpulento cuerpo de Mateo pasó por la puerta y se colocó enfrente de Federico a esperas de la siguiente orden. A su lado, Federico apenas le llegaba a mitad del estómago. Sin embargo, Federico sabía que Mateo le temía. Cuando le ordenó asesinar al chiquillo en el hotel vio la duda en su mirada, pero no discutió con él. Mateo sabía que si fallaba en algo se lo diría a su hermano, y la consecuencia sería la muerte.
Y es que la vida en Miadona era sencilla una vez que entrabas en ella. O servías para algo y demostrabas por qué estabas allí, o una capa de tierra te separaría de la luz solar. Federico lo había entendido a la perfección y se servía de ello para obtener resultados. Por supuesto era consciente de que esa misma regla se la aplicaría su hermano a él si fallaba.
Por su parte, Mateo Portillo también sabía por qué le habían dado la oportunidad de unirse a Miadona. Exboxeador retirado, alcohólico y sin un hogar en el que pasar la noche, Mateo aceptó irse a vivir al pueblo. Se lo presentaron con multitud de ventajas: comida, un hogar y ayuda para salir del mundo del alcohol. Todo a cambio de ciertos trabajos especiales que él podría hacer. Medio año después no se arrepentía de su decisión a pesar de que muchas noches le costase conciliar el sueño, ahogado en lágrimas. Su calidad de vida había mejorado y era en eso en lo único que debía pensar.
—¿Qué desea que haga ahora, señor?
—Inés ha capturado a la nueva, pero el marido se ha quedado en medio de la carretera. Búscalo y tráelo.
—De acuerdo, señor —dijo con una pequeña reverencia.
Mateo se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir Federico le dio la última orden.
—Ya sabes lo que tienes que hacer si alcanza la autovía.
Raquel abrió los ojos. Se encontraba sentada en el suelo de una habitación oscura y húmeda. Tenía frío, pero sobre todo tenía miedo. No sabía en qué lugar estaba y, peor aún, no iba a poder salir de allí. A menos de un metro de su posición le rodeaba un muro de barrotes infranqueables que la separaba de la libertad.
—¡Mi hijo! —gritó al darse cuenta de que el cuerpo de Alvarito no estaba junto a ella—. ¿Dónde está mi hijo?
Se levantó de golpe, y ese movimiento le provocó cierto mareo. Entonces se percató de que un hombre la miraba con una sonrisa desde fuera de su celda. Estaba despeinado y vestía unos pantalones grises y una camiseta amarillenta llena de manchas.
—¡Hola! —La saludó.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por qué me tienes encerrada?
El hombre soltó una sonora carcajada.
—Vamos chiquilla, ¿es que no te has fijado dónde estoy yo? ¿No ves que estoy encerrado como tú?
Soltó una nueva carcajada tan fuerte que desconcertó a Raquel sobre la situación real en la que se encontraba. Se fijó algo más en aquel tipo y comprobó que, efectivamente, se hallaba en una celda a la izquierda de la suya. También acertó a ver unas ojeras que resaltaban sobre su blanca piel. Por alguna razón iba descalzo y tenía heridas en los pies.
—Me presentaré —siguió el hombre—. Soy Javier Rico, y aquel mudito de allí dice llamarse Ángel Joaquín Pérez. Pero yo no creo que se llame así —reveló bajando la voz.
—Cállate, y no digas más estupideces, ¿quieres? —dijo una voz detrás de Raquel.
Raquel se giró asustada y pudo ver a otro hombre sentado en la misma posición que ella tenía hacía unos momentos, pero en la celda de la derecha. El otro tipo parecía algo mayor. Tenía barba de varios días y también iba descalzo, aunque sus pies sólo estaban sucios. Vestía vaqueros gastados y bajo una chaqueta de cuero llevaba una camisa rosácea a la que le faltaban la mayoría de los botones.
—¿Por qué coño estamos aquí? —soltó Raquel al primero de ellos—. ¿Por qué mierda nos tienen encerrados?
—Esa boquita, amiga —y arrojó otra de sus carcajadas—. No tengo ni idea, pero sería interesante que te presentaras y dijeras por qué te has puesto como loca a llamar a tu hijo.
Raquel permaneció callada. No se fiaba de aquellos hombres. En su cabeza sólo pasaba una idea: Alvarito.
—¡Déjala, Javier! ¿No ves que está asustada?
—No me digas, mudito —dijo con sarcasmo—. ¿Acaso no lo estás tú? Porque yo estoy cagado.
Ángel no le contestó. El ambiente era demasiado tenso y Raquel odiaba aquella situación tan ridícula y tan horrenda. Así no conseguirían nada.
—No os peleéis —pidió Raquel—. Yo sólo quería saber dónde está el cuerpo de mi hijo.
—¿Cómo? —se interesó Javier—. ¿Han matado a tu hijo? ¡Hijos de puta! Ese dice que mataron a su mujer.
Raquel miró a Ángel, pero no les estaba mirando en esos momentos. Permanecía en la misma posición, con los ojos cerrados, pensativo.
—¿A ti te han hecho algo? —le preguntó Raquel a su elocuente compañero de celda.
—Yo iba sólo en mi moto, pero me detuvieron y me trajeron arrastrando —dijo mirándose los pies. Raquel se llevó las manos a la boca al descubrir la razón de aquellas heridas.— Bueno, ahora que ya nos conoces, ¿nos podrías decir tu nombre? Es por aquello de no llamarte la
nueva
.
Raquel se dirigió a la porción de pared que caía en su celda, se sentó en el suelo y se abrazó a sí misma. Volvía a tener frío. Aquella habitación era muy húmeda, y ella llevaba la misma ropa que la noche anterior. Miró entonces a Javier.
—Me llamo Raquel.
—¡Por fin! ¿Ha sido complicado? ¿Verdad que no?
Carcajada.
Raquel notó movimiento a su derecha y vio que Ángel le pasaba su chaqueta.
—Toma. Tienes la piel de gallina.
—Gracias.
—¡Vaya con el mudito! —vociferó Javier—. No habla nada, ¿sabes? El tío más aburrido que me he encontrado en mi vida. Pero desde que has llegado no para de sorprenderme.
—¿Por qué no estás callado un rato, chaval? —Dijo desafiante Ángel.
Carcajada.
—¿Qué pasa? ¿Qué ya te has olvidado de tu mujer cuando has visto a Raquel, verdad?
Esa pregunta provocó una reacción instantánea en Ángel. Se levantó y trató de llegar, en vano, hasta la celda de Javier.
—¡Tienes suerte de que estés en esa celda, imbécil!
Raquel también se incorporó, y cuando Ángel se calmó, y volvió a su posición natural en aquella sala, se acercó a los barrotes que la separaban de Javier.