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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (63 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Matt apagó la grabadora, satisfecho. La siguiente orden no cogió a Clara por sorpresa —la estaba esperando—, pero su ansiedad aumentó varios grados. De hecho, comprobó que temblaba mientras obedecía con rapidez.

Matt les había pedido que se desnudaran.

Los Ancianos tardaron mucho más que ella en hacerlo. Ni siquiera sabían muy bien cómo quitarse aquellas pesadas ropas pintadas de óleo sin ayuda. A ella le bastó con despojarse del albornoz. Luego lo dobló y lo dejó sobre la silla. Krupka se desnudó antes que Rodino, que no solamente pugnaba con su enorme túnica sino que parecía vacilante, como si no comprendiera muy bien por qué hacían todo eso. A Clara le entraron tentaciones de ayudarlo, pero se contuvo. Eso hubiera sido un error hiperdramático. Los Ancianos eran
detestables.
Ella era la víctima indefensa. Así tendrían que seguir las cosas. De hecho, el solo pensamiento de lo que podía suceder a continuación le producía escalofríos de asco pero, al mismo tiempo, un poderoso sentimiento de plenitud.

—¿Es el Maestro quien ha ordenado esto? —preguntó Rodino.

—La ropa, por favor —dijo Matt con suma tranquilidad.

Rodino obedeció en silencio. Krupka le ayudaba. Clara, que permanecía a cierta distancia de ellos, de pie, completamente desnuda y completamente nerviosa, había decidido no mirarlos. Le resultaba más fácil imaginárselos crueles si no los miraba. Pero las dudas de Rodino eran como agua fría lanzada sobre su rostro. ¿Por qué aquel obeso y torpe lienzo no podía callarse y obedecer, como había hecho Krupka? Éste era mucho más odioso que Rodino, más detestable, y por lo tanto mejor cuadro que él. Concentrando sus pensamientos en Krupka, Clara lograba sentir náuseas de terror. Sospechaba que Krupka no necesitaba fingir para abalanzarse sobre ella y hacerle daño: desde que se habían encontrado por primera vez en Schiphol, Krupka no había hecho otra cosa que mirarla con sus ojos sensuales y brillantes. Desde luego, el húngaro era un buen aliado para lograr el «salto al vacío».

Oyó la densa resonancia de una cortina desprendida. Supuso que significaba que Rodino ya estaba desnudo.

Mantuvo la vista clavada en el suelo, entre sus pies descalzos. Observaba en escorzo el extraño paisaje de sus pechos pintados con los pezones erguidos brillando de rosa y ocre. Pero el silencio era tan grande que tuvo necesidad de alzar la vista.

Matt les daba la espalda buscando algo en el maletín.

—¿Y ahora? —preguntó Krupka.

El joven se volvió hacia ellos. Sostenía algo en la mano. Una pistola.

—Ahora ya está —dijo con sencillez.

21.50 h

Quizá fuera ya demasiado tarde. «Pero no te des por vencido hasta que no quede más remedio, Lothar», le susurraba Hendrickje al oído. Habían atravesado el puente del Amstel a toda velocidad y enfilado hacia Plantage bajo la espesa barrera de la lluvia. Los limpiaparabrisas no daban abasto para despejar el cristal y a Bosch le parecía que circulaban por una ciudad hundida en el océano. De repente, las paredes de los edificios del Viejo Atelier aparecieron ante los faros como altos acantilados. En los muros resplandecía un complejo grafito de aerosol. Estaba firmado por un grupo neonazi.

—Dirígete al aparcamiento subterráneo, Jan —pidió Bosch.

La puerta de entrada estaba cerrada, pero eso no demostraba nada. «Si los ha traído al Atelier, es evidente que dispone de llaves.» Uno de sus hombres se bajó y manipuló la cerradura electrónica que permitía el acceso al interior. La furgoneta descendió por la pendiente al tiempo que las luces del aparcamiento se encendían. Los fluorescentes revelaron, con parpadeos, un lugar vacío y silencioso. Pero Bosch aún no descartaba la posibilidad de que el vehículo se encontrara allí.

La furgoneta aparcada surgió por sorpresa, como acechándolos, junto a un grupo de ascensores. De manera absolutamente imprevista para Bosch, aquel hallazgo, que parecía confirmar su teoría, casi le hizo perder los nervios. Giró en el asiento y golpeó a Wuyters en el brazo.

—¡Aquí! ¡Frena...!

El motor no se había apagado aún cuando Bosch saltó del vehículo. Estaba tan nervioso que había olvidado que aún llevaba encima el auricular de la radio, y el cable del micro se enrolló en el cinturón de seguridad tirando violentamente de él mientras se levantaba del asiento. Se desembarazó del aparato maldiciendo entre dientes. Sus gruesas manos temblaban. Estaba viejo: era un dictamen que en aquel momento no tenía tiempo de meditar. Abandonar la policía le había servido para hacerse rico, engordar y envejecer. Corrió hacia la furgoneta sintiendo que sus hombres lo seguían. Quiso gritarles pero le faltaba aliento. No podía creer que se encontrara en tan baja forma. Pensó que quizá le daría un infarto antes de que tuviera tiempo siquiera de decidir lo que iba a hacer.

La furgoneta parecía vacía, pero era preciso asegurarse. Probó la puerta delantera y la abrió, miró dentro y aspiró un abrasador perfume de óleo. No había nadie.

«Bien, muy bien, Lothar, estúpido, ya has comprobado que
quizás
están aquí. Y ahora, ¿dónde?»El Viejo Atelier tenía más de cinco edificios distintos. Podían encontrarse en cualquiera de ellos. «Pero los habrá llevado al taller —pensó—. Es el lugar más seguro.» Ahora bien, saber eso tampoco le ayudaba demasiado. El taller poseía cinco plantas superiores y cuatro sótanos. ¿Dónde, por el amor de Dios, dónde?

«Piensa, viejo imbécil, piensa. Un lugar espacioso y tranquilo. Necesita hacer grabaciones. Además, se trata de tres figuras...»Sus hombres examinaban la parte trasera de la furgoneta. Estaba vacía, pero era evidente que, poco tiempo antes, había transportado una pintura.

—El montacargas —murmuró Bosch de repente.

Le faltaba el resuello. Aun así, corrió hacia el ascensor.

«Si ha estacionado aquí, debe de haber usado el montacargas, que le queda más cerca. El montacargas sólo llega a los sótanos, de modo que tenemos cuatro posibles plantas que registrar. Puede estar en cualquiera de las cuatro.»Se detuvo y miró a sus hombres. Todos eran jóvenes y todos parecían tan desconcertados como él. El cabello les relucía de lluvia. A él mismo le sorprendió la seguridad con que dio las órdenes y los distribuyó: dos de ellos registrarían las plantas cuarta y tercera; Wuyters y él subirían a la segunda y la primera. El grupo que los encontrara primero se pondría en contacto con el otro por radio. Pero, ante todo, protegerían la obra: si era preciso actuar con urgencia, debían hacerlo.

—No sé qué apariencia tiene, ni si dispone de ayuda —agregó—, pero sé que es un individuo muy peligroso. No le deis ni una sola oportunidad.

El montacargas se abrió y Bosch y sus hombres penetraron en el interior.

Los agentes que lo acompañaban habían sacado sus armas. Wuyters llevaba una pequeña Walther PPK de repuesto y Bosch se la pidió. Al notar el peso familiar de aquella ele mayúscula metálica sobre su mano, Bosch se estremeció. Se preguntó si habría perdido mucha puntería: llevaba demasiados años sin usar armas de fuego. ¿Pediría ayuda? ¿Refuerzos? ¿Llamaría a April? Su mente era un avispero en llamas. Decidió que no podía perder tiempo. Sólo estaban ellos. Ellos tendrían que encontrar a El Artista y detenerlo.

El montacargas se puso en marcha con inmensa lentitud.

21.51 h

El principio y el fin, pensó. El principio y el fin estaban allí, y ella los contemplaba.

Le hubiera gustado contar en aquel momento con la opinión de Oslo, pero comprendió que el pobre Hirum tardaría en hablar, incluso en volver a pensar con coherencia, después de ver aquello. Hirum Oslo apenas podría haber hecho otra cosa frente a aquella obra que permanecer con la boca y los ojos muy abiertos durante mucho más tiempo que ella.

—Está casi terminado —murmuró Stein soltando nubecillas de vapor—. Falta, por supuesto, la destrucción de
Susana.
Cuando Baldi la envíe, el cuadro estará completo.

¿A qué compararlo?, se preguntaba la señorita Wood, parpadeando. ¿Qué hito en la historia del arte podía ser similar a eso?
¿Guernica?
¿La Sixtina? Dio un lento paseo a su alrededor para contemplarlo del todo, ya que el cuadro yacía en el suelo.
¿La Piedad? ¿Las señoritas de Aviñón?
¿Una frontera, un límite, un punto más allá del cual el arte cambiaba de signo? ¿El instante en que el primer hombre hundió sus dedos en pintura y dibujó un animal en el interior de su cueva
-
hogar? ¿El momento en que Tanagorsky subió a un podio y gritó, frente a un público asombrado, «yo soy la pintura»?

Movió la boca, reunió algo de saliva y pudo tragar. Su corazón marcaba un tiempo distinto al lento transcurrir de los segundos en aquella habitación oprimida por el frío, un ritmo enloquecido, desbaratado.

Ni Stein ni ella quisieron desobedecer al silencio durante un instante.

Se encontraban en el interior de una cámara de ocho metros por diez, completamente hermética, insonorizada y termorregulable. La temperatura, controlada mediante dispositivos exteriores, se mantenía varios grados bajo cero, otorgándole al aire la personalidad de un solemne frigorífico de carnicería. Techo, paredes y suelo habían sido forrados con planchas de acero en azul turquesa. La luz era cenital y blanca, aunque escasa, procedente de un riel de focos. Éstos apuntaban hacia el hombre, haciéndolo flotar en un lago de escarcha.

El hombre era Bruno van Tysch. Estaba completamente desnudo y boca arriba en el suelo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza y los tobillos cruzados en una postura que recordaba de inmediato la crucifixión, pintado en ocre y azul de pies a cabeza. Las venas de tobillos y muñecas se encontraban desgarradas, y el profundo corte se hacía evidente con una mirada más detenida. Era fácil percibir que había sucedido hacía poco tiempo. La sangre coagulada bajo cada extremidad formaba un área compacta en color rojo sobre el azul del suelo. De este modo, Van Tysch parecía estar clavado a su propia sangre. Enormes objetos rectangulares y planos como espejos yacían acostados rodeando el cuerpo. Había tres: uno al lado derecho, otro al izquierdo —colocados de tal forma que sus extremos inferiores convergían en una región adyacente a los tobillos del pintor— y un tercero atravesado por encima de la cabeza, rozando las manos. Pero no eran espejos. El que estaba al lado derecho de Van Tysch mostraba el cuerpo de Annek Hollech a tamaño natural, desnuda y etiquetada, colocada casi en la misma postura que el pintor y destrozada diez veces por los diez cortes de sierra. El del lado izquierdo se iluminaba con los hermanos Walden en una postura y apariencia similares. No eran simplemente imágenes de vídeo: la hinchazón floreciente del vientre de los gemelos, por ejemplo, se alzaba en relieve sobre el cuerpo de Van Tysch como una doble montaña de sangre. Wood supuso que habían sido grabadas en RA con un sistema que permitía contemplarlas sin necesidad de visores. El rojo de las heridas de los cuadros y el rojo más brillante, sanguíneo y real de las muñecas y pies de Van Tysch, formaban un todo que contrastaba con la carnación de los cuatro cadáveres. Los fondos (césped en el caso de Annek, la habitación de un hotel en el de los Walden) habían sido hábilmente disimulados en una superficie turquesa uniforme que parecía prolongar el suelo de la cámara acorazada. El conjunto poseía una abrumadora simetría y una misteriosa pero innegable belleza. Un observador sensible pensaría de inmediato en algún tipo de idea totalizadora: el artista y su creación, el artista y su testamento, la inmolación del artista junto a sus cuadros. Había algo casi sagrado en aquella familia desnuda y abierta de brazos y piernas, desgarrada y quieta. Algo eterno. La pantalla horizontal, mucho más grande que las otras y aún oscura, quebraba el conjunto. En ella —pensó Wood— aparecerían las imágenes de la destrucción de
Susana.

—No me pida que se la explique —dijo Stein observando la expresión de Wood—. Es arte, señorita Wood. No creo que usted lo entendiera. Y tampoco es labor del artista interpretarlo...

En ese instante habló otra voz, ajena e inesperada. La señorita Wood casi dio un respingo ante el brote imprevisto de palabras subterráneas amplificadas a un volumen inhumano. Era Annek Hollech. Suaves armonías de Purcell tapizaban su tembloroso discurso.


EL ARTE TAMBIÉN ES DESTRUCCIÓN.

Breve pausa. Solemnes acordes de funeral barroco.


AL PRINCIPIO, FUE SÓLO ESO, EN LAS CUEVAS SÓLO SE PINTABA LO QUE SE QUERÍA SACRIFICAR.

Pausa.

El cabello de Wood estaba erizado. Los escalofríos la devoraban infatigables como una marabunta.

En el espejo, la imagen de Annek había variado. Seguía desnuda y destrozada, pero su rostro parecía moverse. De allí surgía la voz.


EL ARTISTA DICE...

Stein y Wood escucharon en respetuoso silencio el resto de la grabación.

Cuando Annek finalizó, su rostro volvió a convertirse en la máscara socavada de su cadáver. Al mismo tiempo, un coro de ángeles pareció transmutar las facciones de los Walden, llorosas y leves, que se animaron y lanzaron las palabras al aire como una oración o un conjuro sagrado. De nuevo, ni Stein ni Wood quisieron interrumpirlos.

Cuando los gemelos se sumieron por fin en su silencio de sangre, Stein dijo:

—Van Tysch quería que fueran las voces originales de los lienzos, aunque después las hemos mejorado en el estudio. Están programadas para sonar cada cierto tiempo, las veinticuatro horas del día, todos los días.

El arte que sobrevive es el arte que ha muerto, pensaba Wood. Si las figuras mueren, las obras perduran. Ahora lo comprendía. En su cuadro póstumo, Van Tysch había encontrado la forma de convertir un cuerpo en eternidad. Nada ni nadie podría destruir lo que ya estaba destruido. Nada ni nadie podría finalizar lo que ya había finalizado. Las inhóspitas regiones del frío y la electricidad conservarían aquel cuadro para siempre.

Su cuadro. Su último cuadro.

—Van Tysch preparó a Baldi... —murmuró. En aquella habitación, donde todo sonido era un huésped extraño, su voz asemejó un grito.

Stein asintió.

—Paso a paso, desde 2004, en secreto. Cuando lo pintó en 2001 para un cuadro intrascendente,
Figura
XIII,
comprendió en seguida que Baldi sería el material perfecto para llevar a cabo su última obra. Él lo llamaba su «papel». «Sobre Póstumo escribo y dibujo, Jacob —me dijo—, tomo apuntes y elaboro mi plan para la última obra de mi vida.»Stein miró fugazmente a Wood a través de la penumbra azulada de la habitación. El vaho los envolvía a ambos como si sus propios espíritus hubieran decidido abandonar los cuerpos sin alejarse demasiado.

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