—A recoger mis efectos personales —le contestó por encima del hombro.
—¡Dios Santo, tenemos que controlar el incendio! —exclamó Aidan con voz temblorosa y añadió, dirigiéndose a Viola—: Violet, te pido el favor de que cuides a la señorita Hat y a sus padres. No están familiarizados con este tipo de situación y no quiero que se dejen llevar por el pánico. Eso me dificultaría las cosas.
—Aidan, ¿por qué crees que tu vecino está implicado?
—Violet…
—Dímelo.
—Los curazoleños de estas islas hablan holandés. Palmerston es el único plantador de la región que usa sus servicios y que comercia a veces con ellos. Si estos hombres afirman que los que han provocado el fuego hablaban holandés, Palmerston podría haberles pagado.
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Tanto te odia?
—Querida, eso no importa ahora. Debo pedirte que acompañes a los Hat al interior y que los tranquilices. Hazlo por mí, por favor.
Viola miró esos ojos verdosos de expresión suplicante y su corazón siguió latiendo al ritmo normal.
—Me voy al puerto. Matouba y Billy creen que esos hombres se dirigen hacia allí. El balandro que hemos visto anclado en el muelle puede ser suyo. Si la
Tormenta de Abril
puede evitar que escapen y te traigo alguna prueba que demuestre la implicación de tu vecino, me lo agradecerás.
—No, Violet. No es asunto tuyo. Deja que lo hagan esos hombres y quédate aquí, ayudándome. La señorita Hat es una criatura frágil, inocente y muy joven. Necesita tu apoyo.
Viola se zafó de sus manos y se obligó a contener los sollozos que pugnaban por brotar de su garganta.
—Lo siento, Aidan. Tendrán que apañárselas sin mí —se dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.
Al llegar a la veranda, Jin se acercó a ella mientras se aseguraba el cincho donde llevaba la pistola y el machete. La miró de arriba abajo.
—¿No vienes?
El corazón, dolido hasta entonces, se le subió a la garganta.
—Ahora mismo.
—No hay tiempo para que te cambies —pasó a su lado en dirección a la avenida de entrada—. ¿Puedes montar a horcajadas con eso?
Viola inspiró hondo, pese al humo.
—Por supuesto —y corrió tras él.
Quienes habían provocado el incendio no contaban con que los siguieran. Mientras Viola bajaba del caballo que compartía con Billy con el vestido hecho jirones, ya que ella misma se lo había rasgado para poder montar en condiciones, escuchó unas voces procedentes del otro extremo del muelle. Los hombres se reían, relajados y contentos, como si estuvieran satisfechos con un trabajo bien hecho. Y hablaban holandés. Dio un paso hacia ellos.
Jin la aferró por una muñeca, deteniéndola en la sombra del edificio.
—Pero… —protestó ella.
—Billy —susurró Jin al tiempo que la soltaba—, corre a la taberna. Busca a los hombres y llévalos a la
Tormenta de Abril
deprisa, sin armar jaleo.
—Sí, señor —el muchacho salió corriendo.
—Menos mal que no estamos atracados en el muelle —dijo Matouba en voz muy baja y ronca—. Pero no corre ni una gota de aire esta noche.
—Cargaremos los cañones —susurró Viola— y los amenazaremos. Si no se rinden, dispararemos aunque tengamos que hacerlo desde el puerto.
—Y acabaremos encerrados en la cárcel por disparar desde la bahía —señaló Matouba con tristeza.
—No sería la primera vez que os veis en esa, muchachos —Viola se movía gracias a los nervios y a la energía que estos suscitaban. Miró a Jin y sintió un nudo en las entrañas.
Él le respondió con una sonrisa torcida. Su mirada estaba clavada en los marineros de la pequeña embarcación que se disponían a abandonar el puerto en plena noche, cual hatajo de ladrones. O como unos pirómanos a los que no les preocupaba que los descubrieran.
No obstante, los curazoleños realizaron los preparativos para zarpar antes de lo que esperaban. La cubierta del pequeño balandro, iluminada por varios farolillos, era perfectamente visible desde el muelle. Cuando Viola, Matouba y Jin llegaron junto al barco, corriendo entre las sombras y subieron a bordo en silencio, el balandro ya se alejaba.
—No —susurró ella, corriendo hacia la escalera de la cubierta de cañones mientras los jirones del vestido se agitaban en torno a sus piernas—. No escaparán. No lo permitiré.
Becoua corría tras ella.
—Buenas noches, capitana —susurró mientras llegaban más hombres de su tripulación que avanzaban por el muelle y se disponían a cargar los cañones a la luz de la luna.
No obstante, apestaban a ron y avanzaban haciendo eses mientras deslizaban las balas en los cañones y colocaban las mechas. Estaban borrachos. Estaban de permiso, borrachos y, sin embargo, habían acudido a su llamada.
Viola regresó a la cubierta. Bajo ella se escuchó el crujido de una tronera que uno de sus hombres había abierto demasiado rápido. El sonido resonó por todo el puerto.
Los marineros del balandro, situado a unos cincuenta metros, se quedaron paralizados. Al instante, se escuchó una orden en holandés. El movimiento se reanudó, y se escucharon más gritos.
—¿Órdenes, capitana? —le preguntó Jin, que estaba a su lado.
A Viola se le aceleró el pulso. Debía hacerlo. Debía demostrarle a Aidan que era capaz de hacerlo. Tal vez no fuera una dama elegante a la que pudiera besarle la mano, pero tenía sus talentos. No podía fallar.
—¿Hablas holandés?
—Creo que ya es demasiado tarde para eso.
Se escuchó un cañonazo seguido del silbido de una bala y cayó una nube de chispas procedente de una de las vergas del palo mayor.
La
Tormenta de Abril
cobró vida. Jin empezó a dar órdenes a gritos y los hombres corrieron a sus puestos. Los cañonazos llenaron la oscura noche de humo y fuego. Las llamas eran rápidamente sofocadas en ambas embarcaciones. Los marineros maldecían y los cañones de la
Tormenta de Abril
abrían fuego sin parar. Las baterías del balandro respondían una y otra vez.
Sin embargo, al cabo de unos minutos Viola comprendió que era demasiado tarde. El casco del balandro cortaba el agua tan rápido como un delfín y la dejaba atrás como sólo podían hacerlo las embarcaciones pequeñas cuando no había viento. Viola puso rumbo a mar abierto. Un cañonazo acertó a una de las velas de la
Tormenta de Abril
, que comenzó a arder y cayó a la cubierta de los cañones envuelta en una cascada de chispas.
Entre los cañonazos, también se escuchaba el repique de las campanas que alertaban de un problema. Los oficiales del puerto estaban despiertos.
Viola reconoció que no había nada que hacer. El balandro se había alejado demasiado, fuera del alcance de sus cañones, incluso los de más largo alcance, y disparó una última andanada de cañonazos, si bien las balas cayeron al agua, entre ambas embarcaciones.
—Los hombres ya están en los remos —le informó Jin con serenidad—. Somos pocos para manejar los remos y los cañones a la vez. De todas formas, ¿quieres perseguirlos?
Viola se aferró a la barandilla y contempló cómo las luces del balandro se alejaban en la oscuridad.
—Malditos sean.
—¿Eso es un sí o un no?
—¡No! —se volvió hacia él con el corazón acelerado—. Por supuesto que no. Sería imposible alcanzarlos. ¿Me has tomado por una imbécil? —se dio media vuelta para examinar el estropicio de la cubierta principal, agujereada en ciertos lugares por los cañonazos y quemada en otros—. ¡Maldición!
—Los daños no son graves. Los hombres los repararán en un día.
Viola lo sabía. El balandro no había intentado hacerles daño, sólo distraerlos mientras se alejaba. En la bocana del puerto, un destello blanco le indicó que los curazoleños habían izado las velas al encontrar algo de viento. Los culpables de provocar el incendio habían escapado.
Alguien subía por la pasarela. Era un hombre con una capa muy mal puesta, una peluca gris torcida y los zapatos desatados, que llegó a la cubierta acompañado por dos soldados vestidos con uniforme rojo y sendos mosquetes.
—¿Quién es el capitán de esta embarcación? —preguntó el hombre de la peluca con la remilgada oficiosidad de la que sólo era capaz un oficial de puerto inglés en dichas circunstancias.
Viola se adelantó con un nudo en el estómago y contestó con voz tranquila:
—Yo soy la capitana. ¿Qué se le ofrece, señor?
—¿Usted? —el hombre reparó en la falda, hecha jirones, y después clavó la vista tras ella—. ¿Es verdad?
—Está hablando con Violet Daly, señor, capitana de la
Tormenta de Abril
de Boston —respondió Jin, enfatizando su acento inglés.
—¿Y la capitana sabe que acaba de ganarse una multa de ciento cincuenta libras por abrir fuego dentro de los límites del puerto?
—No me sorprendería que lo supiera, señor.
—¡Que me aspen! ¿Acaso cree que puede abrir fuego en plena noche sin que nadie se entere? —hizo un gesto con los brazos, señalando hacia la multitud que se agolpaba en la calle—. ¡Ha despertado a toda la ciudad! A mi mujer le ha dado un susto de muerte.
—La señorita Daly tenía motivos justificados para disparar.
El jefe del puerto la miró por fin.
—Será mejor que dicha razón sea buena, jovencita.
Viola sintió que se le retorcían las tripas. Ningún hombre le hablaba como si fuera una niña, mucho menos después de haber sufrido el segundo revés más importante de su vida. ¡Ningún hombre!
—Un balandro lleno de curazoleños culpables de provocar un incendio acaba de abandonar su puerto —le supuso un gran esfuerzo controlar la voz—. No hace ni dos horas que le prendieron fuego a la plantación de Aidan Castle. Los hemos seguido hasta aquí e intentábamos interceptarlos pese a la falta de viento.
El jefe del puerto puso los ojos como platos.
—¿Dice que han provocado un incendio? ¿Y con todos esos cañonazos no ha sido capaz de capturarlos?
Viola torció el gesto.
—No me cabe la menor duda de que si hubiéramos contado con su ayuda en los cañones los habríamos capturado. Siento muchísimo que llegara usted tan tarde.
El jefe del puerto estaba tan indignado que comenzó a balbucear:
—¡Menuda desfachatez, oiga, jovencita…!
Jin se adelantó para interrumpirlo.
—Señor, supongo que estará usted deseando volver a la cama dada la hora. Si le parece bien, podríamos posponer esta conversación hasta mañana por la mañana. Estoy seguro de que la señorita Daly estará encantada de colaborar.
—Seton, no te entrometas.
—Al menos hay una persona sensata en este barco —replicó el jefe del puerto con sequedad. Acto seguido, señaló a Viola con un dedo—. La espero en mi despacho a las nueve, señorita. Y si descubro que se ha escabullido en plena noche, no dudaré en enviar una embarcación para perseguirla, apresarla y cobrar la multa.
Viola se mordió la lengua a fin de no soltarle la réplica que merecía y asintió con la cabeza. Tras observar su atuendo de nuevo sin disimular su asombro y meneando la cabeza, el jefe del puerto se dio media vuelta y abandonó la cubierta seguido por sus soldados.
Viola se volvió hacia Jin.
—¿Qué crees que haces al hablar por mí?
—Ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
La luz de la luna se reflejó en esos ojos azules.
—Humildemente creo que te equivocas.
—Tú no sabes lo que es la humildad. Eres un arrogante y un…
—Tal vez también deberías posponer esta conversación hasta mañana.
—¡Maldita sea mi estampa, ciento cincuenta libras!
No tenía ni cincuenta libras en el barco, mucho menos el triple de dicha cantidad. Se encaminó hacia la escalera para refugiarse en su camarote, el único lugar que le pertenecía, donde ningún hombre podía insistir en que lo obedeciera.
La vela que se había caído le bloqueaba el camino.
—¡Quitad esto de en medio! —gritó a los marineros que estaban más cerca.
Los hombres se dispusieron a obedecerla, si bien lo hicieron despacio, cansados por la batalla o tal vez por el exceso de ron. Viola miró a su alrededor. Todos sus hombres tenían la mirada vidriosa y los hombros encorvados. En el fondo, sabía que se sentían tan decepcionados con la derrota como ella. Sin embargo, era algo más. Los ojos oscuros de Becoua la miraban con expresión tierna, casi…
No podía ser con lástima. No soportaría que la miraran con lástima.
—No —agitó una mano por delante de los ojos—. No. ¡Fuera de aquí! Fuera del barco hasta que os diga que volváis —le temblaban las manos. Estaba exhausta por la cabalgada, los nervios y las emociones que la habían embargado durante todo el día. Sentía una dolorosa opresión en el pecho y quería estar sola. Debía estar sola—. ¡Todos fuera! —se volvió hacia Seton—. Menos tú.
No podía echarlo del barco. Todavía le quedaba un día. Tal vez pudiera ganar la apuesta después de todo. No sabía cómo, porque ese hombre era imperturbable. No lo había afectado con sus artimañas seductoras ni lo había frustrado con sus rudos modales. Provocarle alguna emoción era imposible.
En ese momento, la contemplaba con esos ojos azules de mirada impenetrable, sin moverse mientras la tripulación abandonaba el barco, acobardada y en silencio.
Pequeño
Billy fue el último en acercarse a la pasarela. Viola lo detuvo.
—Billy, ¿por qué llevaste esos caballos a la plantación del señor Castle? ¿Qué hacíais Matouba y tú allí?
Él se encogió de hombros.
—El capitán nos lo ordenó, señora —tras contestar, bajó la pasarela.
Viola inspiró el aire nocturno intentando respirar. Las sensaciones que la embargaban eran desconocidas, similares al pánico pero mucho más profundas y frías.
Algo andaba mal. Debería sentir ira, debería sentirse traicionada. Debería estar hirviendo de furia. Sin embargo, lo que sentía era peor. Sólo lo había experimentado en una ocasión anterior, meses después de que Fionn la alejara de Inglaterra. El día que por fin descubrió que jamás la llevaría de vuelta a su casa por más que se lo suplicara.
Se encaminó otra vez hacia la escalera. La gavia se había caído y seguía enredada entre las jarcias, porque era demasiado pesada como para que la moviera un sólo hombre. De todas formas, intentó apartarla. Comenzó a tirar de ella, tropezándose con las jarcias quemadas y con el bajo de su destrozado vestido.
—Viola, déjala. O deja que llame a algunos de los hombres para que vuelvan y la aparten antes de que te hagas daño —Seton intentó ganársela con su voz.