—En ese caso, que pases una buena noche.
—Ha reservado habitaciones para todos nosotros en el hotel —señaló las cartas arrugadas—. Para los Hat y para mí. Y para ti. Dice que espera que aceptes su invitación a ocupar un alojamiento cómodo puesto que no puede ofrecerte la hospitalidad de su casa tal y como esperábamos. Como yo esperaba.
Jin ladeó la cabeza.
—¿Debo entender que si me niego y sigo alojándome en el barco lo considerarás motivo de rebelión sobre la apuesta?
Viola no pudo contener una sonrisa.
—Desde luego.
—En ese caso, puedes estar tranquila porque pasaré la noche en el hotel —se volvió para marcharse, pero se detuvo—. Sin embargo, no lo haré en calidad de invitado del señor Castle. Pagaré mi propia habitación.
Viola sintió que se le aceleraba el pulso.
—Además de la arrogancia, sufres de un orgullo desmesurado, ¿no?
Él la miró en silencio.
—El orgullo tiene poco que ver. Buenas noches, Viola.
Siguió durante todo un minuto en el vano de la puerta de su camarote, escuchando los crujidos de su barco y el silencio reinante dada la ausencia de la mayor parte de la tripulación. Después, preparó una pequeña bolsa de viaje. No había planes para cenar con Aidan esa noche. En la nota, se limitaba a suplicarle que aceptara su oferta para descansar cómodamente en el hotel esa noche mientras él intentaba limpiar la casa lo suficiente para su regreso. Sospechaba que los Hat también estarían alojados en el hotel y que posiblemente también cenarían allí. Sin embargo, dudaba de que Aidan los visitara después de las promesas de esa misma tarde. Le había parecido sinceramente arrepentido de su error y dispuesto a comenzar de cero con ella.
Así que se trasladaría al hotel, se daría un baño y se lavaría el pelo con jabón. Después, dormiría entre sábanas limpias en un colchón seco y por la mañana se levantaría descansada. Porque con la mañana llegaría el fin de la apuesta y debía estar preparada para discutir otra vez con Seton cuando le exigiera que regresase a Inglaterra.
En esa ocasión, pensaba ganar.
En la tienda también había comprado una camisola nueva que se ajustaba a la cintura con un cordón y se abrochaba en el pecho mediante unas cintas. Una vez que estuvo en la modesta y limpia habitación del hotel, se bañó y se puso la prenda nueva. A continuación, se peinó, y su pelo insistió en rizarse ya que la humedad de la noche tropical impedía que se secara por completo. Los rizos se le pegaban a la frente y a la nuca.
Se acercó a la ventana y la abrió. La brisa le agitó el pelo y la camisola, que se le pegó al cuerpo. Sintió su roce en los pezones. De repente, recordó las caricias de los labios de Jin y la invadió el deseo, debilitándole las extremidades y provocándole un gran ardor entre los muslos. Aún seguía un poco dolorida, sin bien se sintió palpitar. Un simple recuerdo y su cuerpo estaba ansioso por acogerlo de nuevo.
Era inquietante. Y… maravilloso.
Se aferró al alféizar de la ventana mientras contemplaba las resplandecientes y oscuras aguas de la bahía. Los mástiles de la
Tormenta de Abril
eran los más altos de todos. Ninguna otra embarcación atracada en el puerto le hacía sombra en cuanto al tamaño, aunque algunas eran más nuevas.
Contempló el bergantín de su padre a la luz de la luna y sintió la conocida punzada del dolor por su ausencia que esos momentos era como una sombra en su interior. Debería cambiar de barco, sí, pero carecía de fondos para comprar una nueva embarcación. Sin la
Tormenta de Abril
, se quedaría sin trabajo, a menos que se enrolara en el barco de otro capitán. Una opción que ni siquiera contemplaba, por supuesto. Las mujeres en los barcos sólo podían ocupar una posición: la de putas.
Tendría que conseguir cuatro o cinco presas valiosas para empezar siquiera a plantearse la idea de comprar otro barco del mismo tamaño. Sin embargo, las presas escaseaban, ya que las guerras se libraban demasiado al norte. Si seguía en las islas, tal vez apresara a un par de piratas mexicanos o cubanos. No obstante, frente a ese tipo de enemigo corría el riesgo de acabar muerta, o algo peor, sobre todo en aguas que le resultaban desconocidas.
Necesitaba el barco que descansaba en el muelle de Boston. El barco nuevo de Jin Seton. Necesitaba que perdiera la apuesta.
Esa mañana, se había irritado con ella porque la deseaba. Saltaba a la vista y ella no era tan tonta como para pasarlo por alto. Sin embargo, no quería desearla. ¿Tal vez porque el deseo era demasiado intenso? ¿Más del que le gustaría? ¿Hasta el punto de enamorarse de ella y perder la apuesta?
Parecía un tanto descabellado. Tal vez sólo estuviera irritado por el cansancio, como ella. O tal vez no. Tal vez aún podía proclamarse ganadora. Tal vez si se entregaba de nuevo a él, Jin Seton acabara enamorándose.
Al menos, podía intentarlo.
Siguió aferrada al alféizar, pero le temblaban los dedos. Sacó el viejo reloj de su padre, sin cadena de oro a esas alturas, ya que la tuvo que vender hacía mucho a fin de adquirir alguna cosa necesaria para el barco que ya ni recordaba. Eran las diez. A esa hora él debía de haber llegado al hotel. Aunque no sabía qué habitación ocupaba.
Se le aceleró el pulso. No podía aparecer en su habitación y seducirlo sin más. ¿O sí?
Sí que podía. Si supiera en qué habitación se alojaba. Pero no podía preguntar en recepción.
Se metió en la cama y se acurrucó, con los nervios a flor de piel y el cuerpo tenso. Ya se le ocurriría algo. Cerró los ojos para pensar, pero acabó recordando su boca, sus manos, su mentón y sus ojos. Después, recordó cómo la había mirado y tocado, como si no pudiera saciarse de ella. Y cómo ella había deseado que no la dejara jamás. Cómo había deseado que el momento no acabara. Nunca.
Despertó sobresaltada al escuchar unas voces en el pasillo. La lámpara de su mesita de noche seguía encendida, pero la vela que descansaba en la repisa de la chimenea estaba consumida. Sacudió la cabeza para espabilarse y aguzó el oído.
Sintió que se le derretían las entrañas. Era él. ¿Con el señor Hat?
Salió de la cama sin hacer ruido y pegó una oreja a la puerta. Estuvo a punto de soltar una risilla, pero logró contenerla. ¡Por Dios! La noche anterior se habían abalanzado el uno sobre el otro encima de una vela caída en una escalera. ¿Qué sentido tenía que anduviera de puntillas a esas alturas?
No obstante, esa noche era diferente. Esa noche, si iba a buscarlo y él la aceptaba, ninguno podría achacarlo a un repentino arrebato de pasión.
No escuchó voces femeninas, sólo las de los dos hombres. Pero antes debía asegurarse de quiénes eran los dos caballeros del pasillo, porque parecía que se estaban deseando las buenas noches. Le quitó el pestillo a la puerta y, con dedos temblorosos, giró el pomo para abrir y asomarse al pasillo.
Jin Seton se encontraba a unos tres metros de distancia. Sus ojos se clavaron en ella, tras lo cual volvió a mirar al señor Hat, que en ese momento le decía:
—Buenas noches, Seton. Un placer conocerlo.
—Les deseo un buen viaje a usted y a su familia, señor —se volvió y enfiló el pasillo hasta detenerse en la última puerta. Una vez allí, sacó una llave, abrió y entró.
El señor Hat desapareció escaleras arriba. Viola cerró la puerta, volvió a la cama y se sentó en el borde. Le temblaban las manos. Le temblaba todo el cuerpo.
No era en absoluto como la noche anterior. No podía hacerlo.
Pero si lo hacía, ganaría la apuesta.
Le temblaban incluso los labios y tenía la impresión de que los pulmones no le funcionaban a plena capacidad. Colocó los pies en el suelo, empezando por los dedos y acabando por los talones. Se enderezó y caminó hasta la puerta.
A la tenue luz del pasillo, procedente de un candelabro situado en la escalera inferior, su habitación parecía estar a kilómetros de distancia. Sin embargo, ella era Violet
la Vil
. Ella misma se había puesto ese apodo, por supuesto, pero el nombre se había extendido después de conseguir varias presas importantes al año. Y antes de eso, también había ayudado a su padre a capturar varios barcos enemigos. ¡Había hundido la infame
Cavalier
, por el amor de Dios! No tendría problemas para conquistar a su capitán.
Caminó hasta su puerta. El pomo giró bajo su mano. Entró sin llamar.
Lo vio sentado a una pequeña mesa. Sus penetrantes ojos la miraban fijamente. Tenía un libro en la mano herida y la otra empuñaba un cuchillo escondido en parte en la caña de una de sus botas.
—¡No lo lances! —exclamó—. Aunque supongo que te gustaría hacerlo.
Él acabó de sacar el arma y la dejó sobre la mesa.
—No ahora mismo, aunque sí en otros momentos —soltó el libro y se puso en pie.
Se había quitado la chaqueta y el chaleco. Un par de tirantes colgaban de la pretina de sus pantalones. Ya no llevaba corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa. La luz dorada de la vela resaltaba su poderoso y varonil cuerpo. Viola descubrió que le costaba trabajo respirar.
—¿Por qué no has echado el pestillo?
—No me he dado cuenta de que había uno.
—¿Ah, no?
—Estoy cansado y distraído, reflexionando sobre los acontecimientos de esta noche. De este día.
A Viola le pareció sincero. Como siempre. Salvo esa mañana, cuando actuó de forma extraña como si estuviera asustado, algo inusual en él.
—¿No ha sido porque esperabas que viniera a verte?
Sus ojos la miraron con cierto recelo.
—¿Qué haces despierta? Tienes toda la pinta de haber estado durmiendo.
—¿Ah, sí?
Él la señaló con una mano.
—El pelo.
Viola se llevó una mano a la cabeza. Tenía todo el pelo rizado y alborotado, ya que se le había secado en parte mientras dormía. ¡Por Dios! No sabía cómo seducir a un hombre en esas circunstancias. No había contado con una madre que la instruyera, con una hermana mayor ni con nadie.
Sin embargo, contaba con su instinto y con la experiencia de los años pasados junto a los marineros. De modo que sabía lo que más les gustaba a los hombres de las mujeres. Se llevó la mano al pecho y se desató la cinta de la camisola, tras lo cual la prenda se separó.
—Pues no lo mires —replicó con voz trémula.
Se bajó la camisola por los hombros y dejó que le cayera por los brazos. Estaba semidesnuda ante él, con el corazón desbocado, pero ya no temblaba. Se había decidido.
Él no se movió. Ni siquiera le miró los pechos. Sin embargo, en esos ojos fríos como el hielo e iluminados por la luz de la vela, reconoció el brillo de la pasión.
—Viola —le dijo en voz baja—, no.
Ella tragó saliva.
—¿No?
—Así no lograrás lo que quieres.
De modo que sabía que aún esperaba ganar la apuesta y por eso la rechazaba. No obstante, el deseo siguió iluminando sus ojos, y la tensión que se evidenciaba en su mentón, en los músculos de su cuello y en los de sus brazos sugería que no era inmune a la tentación.
Viola tomó una bocanada de aire para infundirse valor. Y otra. Después, levantó una mano y deslizó un solitario dedo entre sus pechos. Aidan le había pedido en una ocasión que se tocara para él. En aquel entonces, fue incapaz de hacerlo, ya que estaba demasiado avergonzada por la petición y por su incapacidad para complacerlo con su simple desnudez. En ese momento, sin embargo, y bajo la mirada de Jin, le pareció lo más natural del mundo acariciar la curva de un pecho y pasar los dedos sobre la areola. Debía complacerlo. Quería complacerlo. Le parecía sorprendentemente satisfactorio. Se estaba comportando de forma descarada, pero era honesta.
Él se acercó.
Se detuvo frente a ella, le apartó la mano y con voz ronca le dijo:
—Permíteme.
Y, en ese instante, empezó a temblar otra vez, pero con suavidad, debido a la emoción y al deseo más delirante. Sin apenas tocarla, Jin le sacó un brazo de la camisola y después el otro. El calor de su cuerpo le acariciaba la piel, pero tenía los pezones tan duros como si estuviera helada. Jin siguió con el cordón de la cintura. Con mucho cuidado, le desató el lazo y aflojó la prenda. Acto seguido, inclinó la cabeza y pareció tomar una honda bocanada de aire, ya que su torso subió y bajó muy despacio. Viola entornó los párpados. Ansiaba que la acariciara. Sentía un hormigueo en los pechos, cuyos pezones estaban tan cerca de la pechera de su camisa.
A la postre y con gran delicadeza, le bajó la camisola por las caderas y la prenda cayó al suelo. No llevaba más ropa. Al fin y al cabo, se había preparado para acostarse.
Viola extendió los brazos para sacarle la camisa del pantalón y se la pasó por la cabeza. Verlo desnudo le produjo una repentina embriaguez y le aflojó de nuevo las rodillas. La noche anterior no consiguió ver mucho en la oscuridad. En ese momento la luz dorada que bañaba su piel y que hacía brillar sus anchos hombros le provocó un ramalazo de deseo. Alargó la mano para acariciar el bulto de la parte delantera de sus pantalones. Él se lo impidió.
—¿Otra vez no?
—Todavía no —especificó él—. Más despacio.
Sin embargo, Viola quería tocarlo. La necesidad de hacerlo era dolorosa.
—¿Ya no soy yo quien decide cómo y cuándo?
—Eso fue anoche. Esta noche has venido a buscarme. Te has puesto en mis manos de forma voluntaria. Esta noche decido yo —le pasó el dorso de los dedos por una mejilla y después le acarició el lunar del labio inferior—. ¿Sabes lo hermosa que eres? Con la ropa puesta —su voz tenía un deje risueño, pero recobró la seriedad al instante—. No hace falta que te la quites para gustar.
—Los hombres me miran con deseo —y creían estar enamorados, porque no sabían distinguir una cosa de la otra. Precisamente a ese hecho se aferraba en el caso de Jin. Ladeó la cabeza para recibir sus caricias y cerró los ojos—. Pero los hombres son criaturas lujuriosas en general.
—Desde luego que lo somos —esos dedos descendieron por su cuello, provocándole una miríada de escalofríos.
Viola susurró:
—Pero tú me miras de otra forma.
—¿Ah, sí? —le acarició la curva de un pecho con los nudillos.
—Sí —contestó, alargando la palabra con un gemido.
Jin inclinó la cabeza mientras seguía acariciándole el pecho con las yemas de los dedos, rodeándole la areola hasta cubrirla con la palma de la mano. Sin embargo, no llegó a acariciar el endurecido pezón.