Con los muertos no se juega (54 page)

Read Con los muertos no se juega Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
11.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Consiguió acceder al correo electrónico entre Ana y usted —le dije—. Sólo tuvo que averiguar el nombre de su perra para tener la contraseña de Liammail. Pero fue astuto; no permitió que usted supiese que tenía acceso a ese correo, porque usted podía haberlo borrado. Utilizó los datos que encontró allí para conseguir pruebas físicas, como la factura del hotel de Colliure.

—Era retorcido, una rata. Nunca me había caído bien. Nunca había recetado sus productos de mierda. Nunca había aceptado nada de un visitador, ni una invitación a un congreso, ni un bolígrafo, ni una camiseta, nada. Me exigió trescientos mil euros, y yo comprendí que, tanto si se los daba como si no, nunca me lo iba a quitar de encima. Y otra vez pequé de soberbia. Se me ocurrió cómo eliminarlo, la tontería aquella del crimen perfecto.

—i Y manipuló y utilizó al pobre Adrián! —dijo Flor.

—Y tan pobre. Adrián Gornal era un desgraciado. No fue ni capaz de hacer las cosas bien, tan sencillo como era. «Mañana», me decía. «Mañana iré a su casa a dejar el frasco en la mesita de noche.» Siempre era «mañana». Y a la hora de la verdad, cuando al final se decidió, lo hizo a tiros. ¡Pegándole un tiro a Casagrande y organizando una carnicería! —Consideré que no valía la pena aclararle la intervención de Román Romanés en la trama. Ya tendría tiempo para enterarse—. Y, después me vino diciendo que yo tenía mucho más a perder que él, y me exigió dinero para poder huir al extranjero. Seiscientos mil euros, pidió, el gilipollas, el doble de lo que me pedía el otro. No atendió a razones, hizo como Casagrande. Y me tendió una trampa con algún amigo suyo, en una hípica abandonada, y tuve que matarle. Le maté sin querer. Cerré los ojos mientras disparaba —añadió, como si eso fuera un atenuante.

Se hizo un silencio.

—Ya ha llegado al final del camino, doctor.

Yo también había llegado al final del camino, muy cerca del doctor. Alargué el brazo, con la mano abierta.

—Deme este cuchillo.

Me miró. Había desaparecido toda la dignidad de aquel hombre bronceado y canoso, se le habían vencido los hombros y le habían caído diez o quince años encima.

Dirigió hacia mí el cuchillo. Era un cuchillo de filetear, de hoja larga y estrecha. Podía hacer mucho daño. Abrí la mano.

Lo hizo girar entre sus dedos y, muy educado, me lo ofreció por el mango.

Lo agarré y un montón de músculos de mi cuerpo se relajaron.

—Bien —dije.

El doctor miró a su alrededor, desamparado. Localizó su sillón giratorio y se dejó caer en él de golpe, delante del ordenador apagado. Y se quedó encarado a la pantalla, tan oscura y vacía como la expresión de sus ojos.

En aquel momento, el aullido de una sirena de policía llenó la calle. Quietos como estatuas, escuchamos los frenazos de los coches delante de la casa, el murmullo de conversaciones apresuradas, las órdenes gritadas con tono profesional y, por fin, el timbre, sonando con insistencia. El doctor Barrios, sin decir nada, accionó el mando que abría la puerta de abajo.

El inspector Soriano tardó un par de minutos en deducir que, ya que no estábamos en la planta baja ni en el primer piso, debíamos de hallarnos en la buhardilla. Subió las escaleras y se nos acercó esgrimiendo la pistola con las dos manos. Me encañonaba directamente a la cabeza con los brazos bien estirados.

—¡Tira el arma, Esquius! —ordenó, gritando como si estuviéramos a más de un kilómetro de distancia—. ¡No hagas ningún movimiento sospechoso! Tira el arma y levanta las manos. —Yo hacía muecas para transmitirle mi estupefacción. Entonces, me aclaró sus intenciones—: ¡Quedas detenido por los asesinatos de Ramón Casagrande y Adrián Gornal!

—Me parece que te equivocas —pude articular, después de aclararme la garganta.

—¡No me equivoco, no! —continuaba gritando el policía—. ¡Contra la pared! ¡De cara a la pared! ¡Las manos atrás!

Obedecí y en seguida me encontré con las manos esposadas a la espalda. Flor, el doctor Barrios y yo nos mirábamos atónitos. YSoriano hablaba y hablaba, haciendo ostentación de su inteligencia magistral.

—¡En seguida sospeché de ti, Esquius! Desde que la señorita Font-Roent te encargó que siguieras a su novio, empezaste a tramar este plan diabólico. Sólo tú tuviste oportunidad de tenderle a Adrián Gornal la trampa para hacerlo pasar por culpable del asesinato de Ramón Casagrande. Tú, que les vigilabas a los dos, pudiste hacer que estuvieran los dos en el lugar indicado en el momento preciso. Mataste a Ramón Casagrande de un tiro y propiciaste la fuga de Adrián…

—¿Pero, por qué? —gritamos Flor y yo al mismo tiempo, mientras el doctor Barrios nos miraba como viendo visiones.

—¿Por qué? —El inspector Soriano hizo una pausa dramática—. Para quedarte con la rica heredera, casarte con ella y vivir de renta el resto de tu vida. Eso es lo que te pasó por la cabeza en cuanto la viste el primer día. Mataste a Ramón Casagrande y lo montaste todo para que Adrián pasara por asesino, pero tú decías que era inocente, claro, para quedar bien delante de la señorita… Elaboraste una teoría delirante con la cual pretendías aparentar que le defendías pero que sólo servía para que nosotros, la policía y la misma señorita Font-Roent, nos fuéramos convenciendo cada vez más y más de que el asesino era Adrián. ¡Y el siguiente paso fue el montaje de la clínica geriátrica! ¡Ah, qué bien montado! Evidentemente, mantenías el contacto con Adrián Gornal e hiciste que estuviera allí, al lado de aquel pobre viejo. Sólo con una intención: que descubriéramos aquel frasco de cápsulas… ¡que tú mismo dejaste allí, para que lo encontrásemos! De esta manera, Adrián Gornal volvía a ser sospechoso de quién sabe qué conspiraciones y nos confirmaba que era el asesino de Casagrande. Y, por fin, cuando Adrián Gornal ya no te servía para nada, te lo cargaste en la hípica. Buena jugada… Pero demasiado sofisticada para mi gusto. Sólo he tenido que hacer una llamada a la agencia para la cual trabajas y preguntar: «¿Cómo va el idilio entre Esquius y Flor Font-Roent?», y ese compañero tuyo. Octavio, dice: «¡Excelente! Ya hace días que Esquius ha desflorado a Flor! ¡Es del dominio público!»Flor me miraba boquiabierta como si de verdad se creyera la teoría del inspector. Bajé la vista como haría un auténtico culpable.

—¡Sal de aquí, asesino!

Y salí de allí como haría un asesino de verdad.

El inspector Soriano se despidió del doctor Barrios sonriendo heroico, como el caballero que acaba de librar a la doncella del dragón hambriento.

—Tranquilo, doctor. Ya ha pasado todo. Este granuja me ha llamado mientras venía hacia esta casa y ¿sabe qué me ha dicho? Que usted era el asesino. Al oír este disparate, he comprendido sus auténticas intenciones. Matarlo a usted, como si fuera en defensa propia, y abrumarnos con pruebas falsas que nos hicieran creer que usted era el culpable de todo y cerraran la investigación.

—El caso es que… —empezó a decir el doctor Barrios.

—Por suerte —le cortó el inspector—, hemos llegado a tiempo.

Flor también inició un intento de protesta pero se lo impedí con un movimiento negativo de cabeza. Como si allí estuvieran en juego cosas muy importantes de las que ella no había sido informada.

Mientras me alejaba de allí en el coche, vi cómo Flor quedaba atrás, desconcertada, como una Blancanieves perdida en el bosque, buscando la compañía de los policías que la acogían, tratando de alejarse del doctor Barrios tanto como fuera posible. Deseé que alguien la acompañara a casa de sus padres y les transmitiera la estrafalaria teoría del inspector Soriano.

Que es exactamente lo que sucedió.

No sé si fue aquello de «quedarse con la rica heredera, casarse y vivir de renta el resto de su vida» o el comentario de Octavio («¡Esquius ha desflorado a Flor! ¡Es del dominio público!») lo que hizo mella en su ánimo. No lo sé. Sólo sé que al día siguiente me dejó un mensaje en el con testador, enviado desde un avión. Sus padres, al ver el estado en que se encontraba, habían decidido que necesitaba alejarse de aquel entorno y que se la llevaban a una mansión que tenían en Connemara, Irlanda, para que pudiera elaborar el duelo de la muerte de su prometido en un ambiente apropiadamente brumoso y melancólico y así reencontrar el eje de su vida. Prometía llamarme cada día pero después no lo hizo.

Pensé que Irlanda es tierra de poetas. Por fuerza debían de correr por allí descendientes directos de Joyce y de Beckett y de Yeats. Jóvenes enérgicos y bien parecidos, provistos de un arpa y declamando versos bajo su ventana. El caso es que no me hizo falta cambiar de número de teléfono.

Pero eso fue al día siguiente. Aquel día, llegamos a Jefatura y Soriano me empujó hacia las dependencias de los Grupos Especiales de la Policía Judicial. Fuimos directamente al fondo, donde el comisario Palop tenía su despacho, y el inspector abrió la puerta con gesto teatral y, con voz impostada, tonante, exclamó:

—¡Comisario! ¡Aquí le traigo al asesino que buscábamos!

Con Palop, estaba el doctor Miguel Marín y, sobre la mesa, vi la hoja de órdenes del Hospital de Collserola.

El comisario dijo:

—¡No digas tonterías, Soriano, coño! ¡Quítale las esposas a Esquius y ve a buscarnos unos cafés!

A partir de aquel momento, mientras Palop me contaba que habían detenido a Román Romanés, y que le habían encontrado la pistola con que había asesinado a Ramón Casagrande, y que las pruebas practicadas por Monzón identificaban la sangre de la gabardina como sangre de Ramón Casagrande y la gabardina misma como propiedad de Román Romanés, el inspector Soriano se iba convirtiendo en el Increíble Hombre Menguante. Se fue haciendo pequeño, pequeño y tartamudo, tartamudo y el color de su cara fue tomando la tonalidad de la de esos turistas nórdicos que se pasan ocho horas al sol el primer día que llegan a la Costa Brava. En determinado momento, alegó que se encontraba mal y huyó hacia su casa olvidando despedirse y excusarse.

Poco después, se presentó en Jefatura el doctor Eduardo Barrios, golpeando tímidamente la puerta y anunciando con voz aflautada que venía para entregarse y confesar.

Ana Colmenero no estaba en casa cuando fueron a buscarla. No sé si el doctor la había llamado para advertirla de cómo iban las cosas o si sencillamente había salido a pasar fuera el fin de semana.

Escena 4

La Comparsita.

Era Beth.

—¿Esquius? —su voz me ponía la piel de gallina—. Ya lo he resuelto. Bueno, me parece que ya lo he resuelto… ¡Ya lo tengo!

—Pero no es a mí a quien tienes que decírselo. Llama a Biosca y, hazme caso, no le reveles a él tampoco la solución del caso. Tienes que decírselo a las dientas, que serán quienes realmente lo valorarán. Pero tienes que decírselo delante de Biosca y de Octavio, para hacerte valer, ¿comprendes? No basta con hacer bien el trabajo: después, se tiene que vender.

De manera que Beth montó la representación. Llamó a Biosca y se negó a decirle a qué conclusiones había llegado, sólo le pidió un favor. Y Biosca nos convocó a todos al mismo día siguiente, domingo, y nos puso en carretera.

La caravana estaba formada por dos coches. Biosca me había obligado a aceptar el privilegio de acompañarle en su Jaguar XK 108 descapotable. Nos seguía Beth que conducía mi Golf, donde con ella iban metidos Octavio y Tonet. Este último ocupaba, él solo, más del sesenta por ciento del espacio disponible.

—No me canso de felicitarle, Esquius —iba diciendo Biosca, concentrado en la conducción de aquel automóvil de carreras a no más de cien por hora—. Realmente, debo aceptar que es usted un superdotado. Ha sido bastante listo para interpretar acertadamente mi actitud, premeditadamente reservada y distante respecto al caso de Adrián Gornal, como un estímulo y un reto. ¡Claro que podía haberlo solucionado yo! Pero a usted le hacía falta el desafío, sentirse espoleado, aislado y acorralado y enfrentado a todo el mundo para que el caso se convirtiera en una cuestión de honor. Convendrá conmigo que mi estrategia ha sido astuta y ha dado los frutos esperados.

Hacía un día prácticamente veraniego. El aire refrescaba aquello que el sol calentaba. El tacto de los asientos de cuero del coche era agradable y yo casi no escuchaba a mi jefe que continuaba impertérrito su monólogo.

—…Y ahora Beth dice que ha resuelto el caso de Felicia Fochs, pobrecita. Y nos pide que tengamos fe, que vayamos a buscar a la dienta decepcionada porque sólo nos dará la solución del enigma delante de ella. Sé que nos estamos arriesgando demasiado, el prestigio de la agencia es una cosa tan sagrada como la Santísima Trinidad para los curas, pero creo que debemos hacerlo. ¿Usted qué opina, Esquius?

—Tengamos fe —dije.

—Pero Octavio, un agente experimentado, a pesar de tener las mismas pistas que ella, no ha podido resolverlo. Lleva veinticuatro horas pensando con gran intensidad y, según confiesa él mismo, sólo ha conseguido un dolor de cabeza persistente.

—A lo mejor es que en Beth tenemos una joven promesa —dije, distraído.

—Es por esta salida —anunció Biosca al tiempo que ponía el intermitente a la derecha unos quinientos metros antes de llegar a la desviación.

La salida de la autopista nos llevó hasta la urbanización Torres del Cielo, y un corto trayecto por calles anchas, todas ellas en pendiente, de subida o de bajada, bordeadas de chalets con jardín, nos acabó situando exactamente delante de aquel que las hermanas Fochs habían heredado de sus padres.

—Problemas —anunció Biosca con voz de profeta.

Felicia Fochs y su hermana salían en aquel momento de la casa. Los problemas consistían en dos guardas de seguridad uniformados y armados que las acompañaban. Las hermanas Fochs se detuvieron para mirar con curiosidad los coches recién llegados. No sé si admiraban la línea formidable del Jaguar, diseñado a imagen y semejanza de aquel prototipo que hizo furor en las 24 Horas de Le Mans de 1953, o si estaban estupefactas al ver los esfuerzos y resoplidos de Tonet por salir del Golf, parecidos a los de un presidiario escabulléndose por un túnel demasiado estrecho. Pero, cuando vieron que tenían ante sí a la plana mayor de la agencia Biosca, pegaron un brinco y adoptaron actitudes histéricas.

—¡Fuera de aquí! —gritó Emilia Fochs, como si ahuyentara a una jauría tie perros rabiosos—. ¿Cómo se atreven a venir a nuestra casa? ¡A ver si se creen que van a cobrar!

Los dos guardias de seguridad dieron un paso adelante, perfectamente sincronizados.

Tonet también, y todo el mundo quedó petrificado en su sitio.

Other books

Slow Burn by Julie Garwood
What the Dog Ate by Bouchard, Jackie
Hope Rising by Kim Meeder
If Dying Was All by Ron Goulart
WEBCAM by Jack Kilborn
Caramel Kisses by TJ Michaels
Brave Girl Eating by Harriet Brown
Home Is Where the Heart Is by Freda Lightfoot
Dark Ice by Connie Wood