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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (23 page)

BOOK: Cormyr
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—Cabe una tercera posibilidad —dijo Baerauble—. Podrías reconocer la soberanía de lord Iliphar sobre todas las cosas, y permitir el nombramiento de un ministro, cuya misión sería velar por tu comunidad. De ese modo, podríais permanecer en la Tierra del Dragón Púrpura.

Baerauble miró hacia el trono tripartita. La mujer de la izquierda lo obsequió con una sonrisa radiante. Faerlthann se dio cuenta de lo que sucedía. Baerauble sería ese ministro, y gestionaría la población al gusto de los elfos. Ningún habitante de Suzail permitiría nada parecido.

Faerlthann estaba a punto de hablar cuando se produjo un pequeño tumulto a su espalda, fuera del pabellón. El hijo de Ondeth consideró cuánto tiempo necesitaría una banda de hombres para organizarse y cabalgar en pos del pabellón de caza de los elfos. Casi soltó una carcajada. Ni siquiera el más inteligente de los habitantes de Suzail podría imaginar adónde había ido el amigo de los elfos, después de desaparecer en compañía del único hijo y heredero de Ondeth.

Cargaron con las espadas desenvainadas y cubiertos de armaduras de cuero hacia el claro. Los nobles elfos retrocedieron sin discutir ni amenazar. Faerlthann vio que algunos de ellos sonreían con indulgencia ante aquel gesto de los humanos, igual que un hombre sonreiría ante las cabriolas de un perrito faldero.

Los humanos llegaron formando un grupo compacto, con Arphoind a la cabeza. A ambos lados del hijo de Mondar cabalgaba uno de los hermanos Silver, acompañados por sus respectivos primogénitos, y varios Turcassan y Merendil iban en retaguardia. Estos últimos habían llegado hacía muy poco del sur, donde a la gente no le costaba mucho formarse enseguida una opinión de los elfos y los magos.

Al ver a Faerlthann, Arphoind dio un grito, al que respondieron los demás. El joven Obarskyr levantó ambas manos para imponer el silencio. El grupo se tranquilizó y, lentamente, las espadas volvieron a sus vainas, pese a no rodearlas con la cinta que impediría desenvainarlas rápidamente, en caso de necesidad.

Al volverse de nuevo hacia el trono, Faerlthann vio que el guerrero elfo se había puesto en pie y tenía la espada desenvainada. Mientras observaba a los intrusos humanos, la hoja élfica emitió una luz propia, y diminutos arcos de luz relampaguearon a lo largo de la hoja. Iliphar puso una mano en el hombro de Othorion, y el elfo de la armadura envainó lentamente su acero y volvió a hundirse en el asiento. Sin embargo, no desapareció la ira de su mirada azul cielo.

—Caballeros —saludó Baerauble—, discutíamos acerca del destino de esta tierra, llamada Cormyr por algunos, bosques del Lobo por otros, mientras que algunos, unos pocos, aún la conocen por el nombre de Tierra del Dragón Púrpura. Hasta el momento se han sugerido las siguientes alternativas: una purga de todos los humanos; un confinamiento de todos los humanos; o el reconocimiento de la soberanía elfa, que nombraría un ministro como supervisor de la actividad humana.

Los humanos presentes empezaron a proferir gritos, mostrando su rechazo a las tres opciones ofertadas. Faerlthann levantó la mano, y de nuevo guardaron silencio.

—He oído dos opciones de los elfos, y una del amigo de los elfos. Pero ¿qué me decís de una solución humana? ¿Acaso Ondeth no aceptó cuidar de estas tierras, confiadas a sus cuidados?

—Así fue —admitió Baerauble, hablando en nombre de los elfos.

—¿Y cuánto tiempo llevamos en estas tierras?

—Veinte veranos —respondió el mago.

—Mi padre tenía sesenta cuando murió —dijo Faerlthann—, de modo que pasó una tercera parte de toda su vida aquí, labrando la tierra y ayudando a los demás granjeros, ¿cierto?

Baerauble hizo un gesto de asentimiento, con una inclinación exagerada.

—Lord Iliphar —preguntó Faerlthann, con voz serena—. ¿Podría preguntarle su edad?

—Sé adónde pretendes llegar —dijo el elfo, con una sonrisa en los labios—. No, esta tierra no es como era hace una tercera parte de mi edad. En cierto modo, está domesticada, hay muchas menos bestias, bestias que nunca volverán. El búfalo de los bosques se extinguió antes de vuestra llegada, y Ondeth en persona demostró su temple al enfrentarse a un oso lechuza gigante. Ni siquiera los dragones son ya lo que eran; viven inmersos en un sueño, lejos de nosotros. Y también nosotros somos cada vez menos, a medida que más y más elfos viajan hacia el norte para reunirse con nuestros parientes de Cormanthor. Los lobos sobreviven, por supuesto, igual que los ciervos y los grandes felinos, pero no, esta tierra no es lo que era. Sería una estupidez negarlo.

—¿De modo que, en estos años, hemos demostrado ser capaces de cuidar el pedazo de tierra que nos fue confiado?

—Ondeth lo hizo, pero ahora ha muerto.

—Ondeth vive en mi interior —replicó Faerlthann con firmeza—. Y estoy dispuesto a asumir mi responsabilidad.

—Ofrecimos una corona a tu padre, humano —replicó el guerrero elfo, Othorion—. Y él la arrojó a nuestros pies.

Se levantó un murmullo a espaldas de Faerlthann. El joven Obarskyr conocía la oferta, al igual que los Silver, pero éstos habían mantenido el secreto de lo sucedido aquel día.

—Rechazó una oferta de los elfos para convertirse en guardián de los humanos. No quería ser un monigote que bailara al son de vuestra música. ¿Recuerda bien sus palabras, mago?

—Sí, bastante bien —respondió el mago delgado. Baerauble lucía una expresión nerviosa en el rostro, que Faerlthann interpretó como una buena señal.

—Una regencia exigida a los elfos es tan débil como una regencia ofrecida por los elfos —respondió Iliphar sin inmutarse.

—No tengo intención de exigiros nada —aclaró Faerlthann, antes de volverse hacia los hombres que habían ido en su busca—: Buenos caballeros, estos elfos no tratarán con nosotros en serio, a menos que yo ostente algún tipo de poder en nuestra comunidad. Me conocéis de toda la vida. Si es necesario que tengáis un líder oficial, ¿habría alguien más adecuado que yo, alguien a quien prefirierais servir?

Arphoind fue el primero en responder. El joven caminó hasta llegar a la altura de Faerlthann. Desenvainó la espada al tiempo que éste hacía lo propio, y la hundió en la tierra blanda.

—Juro lealtad a la casa Obarskyr, a la memoria de Ondeth y a la sangre que corre por sus venas —dijo Arphoind, arrodillándose ante la espada. Su voz aguda pareció vacilar, pero sus palabras pudieron escucharse en todo el pabellón.

Faerlthann sacó la espada de Mondar de la tierra, y descargó un golpe suave en el hombro del joven.

—Levántese, sir Bleth, primero en servirme.

Al juramento arrodillado de Arphoind siguió el de los hermanos Silver e hijos.

Después prestaron juramento los Turcassan, y los Merendil, y uno de los Rayburton. Todos juraron lealtad a la casa Obarskyr, y llamaron señor a Faerlthann.

Éste se volvió de nuevo hacia el trono con un nudo en la garganta, y vio que Iliphar se había levantado y descendía suavemente los escalones amplios, para acercarse a él. El elfo anciano se movía sin apenas esfuerzo, y su túnica gualdrapeaba como las velas de un enorme barco antes de hacerse a la mar.

Finalmente, el elfo llegó a la altura del joven humano. Iliphar era más alto que Faerlthann. Su rostro de pómulos prominentes y rasgos afilados lo miraba ceñudo. Faerlthann quiso impedir que su expresión reflejara lo maravillado que estaba al mirarlo a los ojos. La mirada profunda del noble elfo parecía juguetear con la idea de hacer una... ¿travesura?

—Por fin hablamos de igual a igual —dijo Faerlthann, al erguirse no sin cierto esfuerzo—. Como líderes de nuestras respectivas gentes. Establezcamos ahora un pacto.

—Un rey debe tener una corona —dijo el elfo, llevando sus manos elegantes a la corona que ceñía en su propia frente. Por detrás de Iliphar, el guerrero elfo protestó enérgicamente, pero el anciano elfo se quitó la corona y la mantuvo sobre la cabeza de Faerlthann.

—No puedo hacer de ti un rey, puesto que tu propia gente ya lo ha hecho —dijo Iliphar, y aunque parecía hablar en voz baja, los árboles que había fuera del pabellón parecieron devolver el eco de sus palabras—. Sólo reconozco ese hecho al ceñirte esta corona, Faerlthann Obarskyr, hijo de Ondeth, señor de Suzail, señor de quienes en ella moran y rey de Cormyr, de los bosques del Lobo... del Reino de los Bosques. Te exijo que protejas esta tierra, igual que lo han hecho los elfos, que reconozcas los derechos de éstos a cazar en sus dominios y que tú y tus descendientes hagáis gala de sabiduría y compasión para con vuestros súbditos. Tu padre reinó veinte años, pese a rechazar cualquier tipo de título. A ti te espera un trabajo duro, puesto que mucho se te exigirá.

Y con ésas, el elfo puso la corona en la cabeza de Faerlthann. Jaquor Silver entonó un hurra al que se unieron todos los humanos.

Othorion, el guerrero elfo, profirió un grito iracundo desenvainando de nuevo su espada.

—¿Acaso la edad ha hecho mella en mi señor, y ahora se dedica a convencer a estos niños, rudos, analfabetos, incapaces de albergar sentimientos, y sucios, para que protejan nuestros bosques? —preguntó irritado—. ¡Yo digo que tendríamos que expulsarlos como a los
rothé
antes que nosotros, y conseguir que esta tierra vuelva a pertenecernos por completo, después de limpiar la mancha con su propia sangre! ¡Volvamos a enseñorearnos del bosque, una vez más!

Se produjo un murmullo de conformidad que, por muy leve que fuera, parecía indicar que Othorion no estaba solo, y que contaba con cierto respaldo entre los nobles elfos, testigos de la escena. Los humanos cerraron filas, con las manos en el pomo de la espada. Arphoind Bleth se puso junto a Faerlthann, con la espada a medio desenvainar.

—Es su primer reto, oh señor de la Tierra del Dragón Púrpura. ¿Qué responde? —dijo Baerauble. No se percibía ni rastro de burla en el tono de su voz.

No, no se había burlado de él, pensó Faerlthann cogiendo el hombro de Arphoind. El mago había hecho especial hincapié en el nombre de aquellas tierras. El rey de Cormyr observó a Baerauble, para asegurarse de que el mago no pretendía burlarse de él. No, lo vio nervioso... mucho más que antes. ¿Qué significaba eso? ¿Y por qué no dejaba de mencionar al mítico dragón púrpura?

De pronto se hizo la luz para Faerlthann Obarskyr no sólo sobre las intenciones del mago, sino también sobre el bando al que pertenecía Baerauble.

—Cuando no era más que un niño —empezó a decir, después de inclinar levemente la cabeza ante Baerauble—, un amigo de los elfos, sabio y venerable, compartía en ocasiones nuestro fuego y nos explicaba historias. Sus cuentos eran asombrosos y magníficos, y entre ellos el que más nos gustaba era el del rey elfo que había vencido en combate singular a un dragón gigante, cuyas escamas negras se habían vuelto purpúreas con la edad. Era fuerte el rey elfo en la batalla, pero sus palabras aún eran más fuertes. Demostró al dragón que veinte elfos estaban dispuestos a morir para matar a un solo dragón, pero que después llegarían otros veinte elfos para ocupar el lugar de los caídos, y enfrentarse de nuevo a otro dragón, ya que la pérdida de un dragón era más difícil de asumir que la pérdida de un puñado de elfos.

El joven miró a Iliphar. Sí, las luces traviesas que había en su mirada eran inconfundibles... y algo más, quizá. Respeto.

—De modo que le ofrezco a usted la misma lección, Othorion. Puede descender de su elevado trono y matarme, y tal vez consiga matar a todos mis compañeros. Quizá pueda prender fuego a Suzail, igual que otros campamentos humanos han ardido en el pasado. Sin embargo, eso no pondrá el punto final al asunto: llegarán más seres humanos. Y quizás éstos no sean tan amigables y diplomáticos como las gentes de Ondeth. Si encuentran nuestros restos, sabrán que el bosque encierra peligros. Se armarán de fuego, de acero y de magia. Es posible que prefieran destruir los bosques para apropiarse de las tierras. E incluso desde el interior de nuestras tumbas, en ese momento, habremos ganado, aunque sea por haber arruinado vuestro mundo. ¿Es ésa la decisión del guerrero elfo?

Othorion abrió la boca, pero no consiguió pronunciar una sola palabra. Miró a lord Iliphar. El elfo anciano enarcó una ceja, desafiando al otro a pronunciarse. Lentamente, a regañadientes, Othorion volvió a envainar su espada.

—Asumes una pesada carga —dijo Iliphar volviéndose hacia Faerlthann—. La labor de tu padre, y las tierras y estos bosques de los elfos son considerables y comportan una gran responsabilidad. Habrá más humanos, y tú y los tuyos tendréis que educarlos, como hizo Ondeth, para usar la tierra sin olvidar respetarla. Sin duda será un trabajo arduo.

Faerlthann hizo un gesto de asentimiento.

—Por esta razón, creo que necesitarás un consejero —continuó el señor de los elfos—, alguien que permanezca a tu lado y que te ayude, tanto a ti como a tus descendientes. Alguien impregnado de la sabiduría del pueblo elfo, y que entienda las pasiones que motivan a los humanos. —Se volvió hacia Baerauble.

—¿Yo? ¡No puedo! ¡Señor, le he servido con lealtad! —exclamó el mago, sin poder simular su sorpresa.

—Y volverás a servirnos de nuevo —replicó Iliphar—. Los humanos tienen escasa memoria y vidas breves, es necesario que tú los guíes.

—¡Pero yo tengo una vida aquí, entre los elfos! —protestó el mago, señalando a la mujer elfa sentada en el trono—. ¡Aquí tengo a mi amor y a mis hijos... incluso a mis nietos!

—Ve sin miedo, cuidaremos de ellos —dijo Iliphar, dando un paso hacia el mago—. Te conozco bien, Baerauble Etharr. Supiste que los humanos seguirían al joven Faerlthann hasta aquí, y te las apañaste para que buscaran en sus corazones y honraran la memoria de Ondeth y de su hijo con la corona. Ayudaste a este joven rey a encontrar la historia perfecta que pudiera calmar los ánimos de Othorion. Has intrigado, y nos has manipulado a todos. Y todo, confío, por tu deseo de proteger esta tierra. —El anciano elfo sonrió—. Y ahora tú protegerás esta tierra y quienes la rijan. Servirás de consejero, intrigarás y enseñarás a los humanos. Te encomiendo la responsabilidad de proteger la corona de Cormyr.

Baerauble balbuceó algunas palabras de protesta, hasta quedar sumido en el más absoluto de los silencios. Miró a los ojos a Iliphar, e inclinó la cabeza, doblegado ante sus deseos.

El anciano elfo murmuró algunas palabras en una lengua que Faerlthann no pudo comprender, y después colocó sus manos en las sienes del mago, como si también lo estuviera coronando a él, pero con una corona invisible. En el lugar donde el elfo había colocado las palmas de sus manos, Faerlthann creyó distinguir un fulgor súbito, leve.

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