Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—La seguridad exige que desaparezcáis durante un tiempo —añadió Vangerdahast. Filfaeril lo miró brevemente a los ojos.
—Es una sabia decisión —dijo finalmente—, pero, mis señores, debo advertirles que si las palabras de Alaphondar son ciertas, conclusión muy acertada y con la que estoy de acuerdo, ustedes dos corren tanto peligro como yo. Si hay alguien dispuesto a influenciar a Tanalasta o a Alusair, esa misma persona se ocupará de retirar de la escena todos los puntales y consejos que pueda tener.
—Para mí, desaparecer en este momento sería dejar el reino en manos ajenas y rendir el trono al primero que lo coja —respondió el mago de la corte, encogiéndose de hombros—. No conseguiríamos otra cosa que precipitar el reino en el caos más absoluto, del que se aprovecharían los codiciosos e, inevitablemente, la situación desembocaría en una guerra entre aspirantes al trono. Además, si todos desaparecemos, una persona observadora no tardará en llegar a la conclusión de que nos hemos escondido, e inmediatamente se desatará una caza y captura devastadora. —Hizo un gesto de negación y dio un paso al frente—. Sería como revivir el Tethyr.
»No, majestad —continuó—, nuestra única esperanza es hacer correr la voz de que hubo dos atentados en Estrella del Anochecer, y que el segundo alcanzó su objetivo, cobrándose vuestra vida, además de la de lord Alaphondar, mediante una bola de fuego o cualquier otra cosa que no deje ni los cadáveres.
—Mientras usted sigue en palacio para capear solo el temporal, corriendo un peligro mucho mayor que nosotros —repuso Filfaeril sin inmutarse, con una honda preocupación dibujada en la mirada.
—Mientras yo permanezco en la retaguardia —la corrigió Vangerdahast, esbozando una sonrisa—, disfrutando como un mancebo y observando a los desleales que pueblan el reino enfrentarse entre sí por el trono Dragón.
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en los labios de la reina, aunque durante un breve instante.
—Casi lo envidio, señor —murmuró la reina—. De veras que me gustaría ver algunas de las cosas que sucederán en la bella tierra de Cormyr en los días venideros.
—¿Aceptáis mi plan, majestad? ¿Estáis de acuerdo en que debéis desaparecer durante un tiempo?
Filfaeril asintió.
—Sepan ambos que mi mayor deseo es permanecer junto a Azoun, tanto en la vida como en la muerte —respondió Filfaeril, haciendo un gesto de asentimiento—. De disponer el reino de la fortaleza necesaria y de un heredero al trono cuyo derecho nadie pudiera disputar, y que además estuviera dispuesto a aceptar la carga de la corona, yo misma ordenaría tanto a ustedes como a cualquier otro en la corte que facilitaran a mi marido una muerte lo más llevadera posible.
—Es una lástima que no podáis subir vos al trono —dijo el mago.
—Sí, es una verdadera lástima —respondió la reina—, pero tan sólo un heredero nacido Obarskyr puede regir el reino. Yo puedo ceñir la corona, pero no puedo reinar sin la presencia de mi marido. —Se levantó y dio dos pasos firmes hacia la chimenea—. El reino no está preparado para asumir la transición pacífica de un heredero legítimo, por muy legal que ésta sea... de modo que accedo a vuestro sabio plan, por la patria y la corona, por el soberano de Cormyr. —Su mirada estuvo perdida durante algunos latidos más de corazón, y después se volvió para mirar a Vangerdahast y a Alaphondar. Acto seguido se quitó la diadema que daba fe de su posición en la corte y la sostuvo ante sí. Los zafiros relampagueaban ante la caprichosa luz que despedía la chimenea—. Hagan cuanto crean necesario.
—Señora reina —se inclinó Vangerdahast—, mi intención es enviaros a vos y al sabio real a Aguas Profundas, disfrazados mediante la magia, a un lugar donde unos magos de guerra que son leales al reino ya se han instalado para cuidar de vos. —El mago y lord Alaphondar intercambiaron fugazmente una mirada; a espaldas de la reina, el sabio asintió de forma imperceptible—. Si vuestra mano tocase el jarrón que hay sobre ese plinto de allí, y a continuación pusiera la corona en su interior, ésta se hundiría en el metal y permanecería oculta a todas las miradas gracias a la magia del jarrón. Sólo al meter vuestra mano de nuevo en el jarrón podréis recuperarla.
La reina siguió sus instrucciones sin titubear. Pero al volverse, Alaphondar había desaparecido y en su lugar había un hombre con la cara marcada por la viruela, un tipo robusto y mayor con aspecto de mercader, y la ropa manchada de comida. El mercader inclinó la cabeza ante ella y sonrió, mostrando una boca a la que faltaban muchos más dientes de los que había perdido hasta el momento el sabio de la corte.
—¿Y cómo se supone que debo llamarlo ahora, Alaphondar? —preguntó la reina con una leve sonrisa.
—Ah, veamos: «gusano», «marido inútil» y «viejo estúpido» servirán —respondió el mercader—, pero me llamo Flammos Galdekund, y vuestro nombre es Aglarra, mi reina.
—¿Y a los vecinos no les sorprenderá ver nuevos habitantes en la casa o apartamentos que hayan ustedes escogido? —preguntó Filfaeril, enarcando las cejas.
—De ninguna manera, señora —respondió Vangerdahast—. Tanto Flammos como Aglarra son personas reales, y puesto que su equipaje los precede desde el muelle, se espera su vuelta hoy mismo de unas largas vacaciones en el sur de Amn, adonde fueron para tomar los baños en aguas curativas en el Balneario de Iritue, porque vos estabais tan enferma que perdisteis la memoria e incluso os cambió la voz.
—Supongo que, por muchas aguas que tomara, tengo el mismo aspecto desarrapado y soy tan gruñona como siempre —dijo la reina, esbozando una sonrisa.
—Vuestra majestad demuestra la misma inteligencia y sabiduría de siempre —dijo el mago de la corte, inclinándose ante ella.
Filfaeril rió a gusto, lo cual la hizo parecer una mujer mucho más joven, y entonces levantó ambos brazos.
—Entonces, cámbieme a mí también. ¡Tengo la sensación de que voy a disfrutar de esto! —Entonces frunció el entrecejo—. ¿Hay servicio, o Flammos tendrá que hartarse a comer perdiz, patatas, cebolla y cocido de champiñones? Creo que son las únicas cosas que sé cocinar.
—Habrá servicio, gran señora —respondieron los dos al unísono, burlándose jocosamente de su comentario. Flammos se rascó de forma visible y añadió—: Pero, oh reina de mi corazón, quizá podáis explicarles cómo preparar vuestros guisos, porque ya sabéis: lo más probable es que nunca estén las cosas a vuestro gusto.
—Cámbiame, Vangey —pidió casi en tono de súplica, riendo ante estas palabras.
—Perderéis parte de vuestra altura y elegancia —advirtió el mago—, y casi toda vuestra increíble belleza.
—Entendido —dijo ella—. ¿Cuánto debo esperar? Transfórmeme para que podamos irnos, antes de recordar la de cosas que tendría que recoger de mis dependencias y empiece a dudar de la decisión que he...
Vangerdahast tocó su mano, su pie, su pecho y su frente, dio un paso atrás y con mucho tiento murmuró un hechizo largo y elaborado. Se produjo un súbito centelleo de luz, y la reina Dragón desapareció.
En su lugar, una mujer más bajita y de aspecto hombruno con una impresionante barriga, un corpiño que no le iba a la zaga y una barbilla respingona y enorme lo observó desde donde lo había mirado la reina.
—¿Y bien? —preguntó, después de toser aposta—. ¿Sería una buena idea pedirle que me alcanzara un espejo?
Vangerdahast negó con la cabeza. La reina asintió con rudeza, dio algunos pasos experimentales, meneó las caderas al observar la inclinación de su cuerpo, y estampó los pies contra el suelo.
—Estupendo —dijo malhumorada—. Preparada. Hum... dime, marido mío, ¿necesito un afeitado tanto como parece? —preguntó con desenfado, acariciándose la barbilla al acercarse Flammos a cogerla del brazo.
Ambos hombres rieron hasta estar a punto de ahogarse, momento en que Vangerdahast se las apañó para coger su mano y besarla.
—Según parece, ansiáis el momento de convertiros en el terror de los jovencitos de Aguas Profundas —señaló—, de modo que me despediré de ambos por ahora, y...
—¡Bien! —exclamó Aglarra Galdekund, librando su mano del mago y gruñendo malhumorada. Entonces lo cogió de las orejas con fuerza, y lo arrastró hacia abajo hasta que tuvo el rostro del mago a su altura y pudo estampar un beso en sus labios. Después de besarlo, dijo apenas a unos centímetros de su cara—: Vele usted por el reino por nosotros, señor mago, al igual que nuestros pensamientos velarán por usted. Cuídelo y manténganos a todos a salvo.
—Señora —replicó Vangerdahast, que de nuevo volvió a mostrarse muy humilde—, así será. —Dio un paso atrás y murmuró—: Ahora no se muevan. —Se despidió de ellos con la mano, y lanzó el hechizo.
Un halo luminoso envolvió a los Galdekund mientras permanecían de pie sobre la piel del dragón, junto a la chimenea. La luz resplandeció con una súbita intensidad, y cuando se difuminó, ambos habían desaparecido con ella.
El mago de la corte movió la cabeza cansado mientras se dirigía a la silla más cercana, donde se hundió agradecido al descubrir que Filfaeril había olvidado allí un precioso vasito, además de su frasco de plata. Lo sostuvo en alto, y creyó percibir al tacto el calor de su cuerpo, y como para confirmarlo se llevó el frasco a la nariz para... sí, aún se olía el perfume de la reina. Sonrió y abrió el frasco. Dios, qué cansado estaba.
Era vino de especias: ¡Tethyrian tanagluth, su favorito!
—Gracias, mi señora —murmuró en voz baja, vertiendo el líquido en el vasito con mucho cuidado.
Al llevarse el vaso a los labios, Vangerdahast sorbió suavemente junto al fuego que recorrió su garganta, y pensó en los días venideros. Azoun había sido —no, no, aún
era
— un buen rey... quizá demasiado bueno. Incluso durante la cruzada pocos pensaban que podía morir. Se habían hecho pocos planes en tal caso... planes que debieron contemplarse.
No sabía cómo, pero el vaso estaba vacío. Vangerdahast extendió la mano para coger el frasco. ¿Acaso se había producido alguna vez un cambio de poder tan repentino y peliagudo como aquél?
¿Y sería cierto mago de la corte lo bastante fuerte como para hacer lo que debía?
Año del Dragón Pardo
(245 del Calendario de los Valles)
Sagrast Dracohorn, noble de Cormyr y canciller de la casa real de los Obarskyr, se revolvió en la silla de madera, preguntándose si sería lo bastante fuerte para hacer lo que tenía que hacer. Una habitación en el piso superior de la posada del Carnero y el Pato no era precisamente el lugar que él hubiera escogido para celebrar una reunión de traidores, pero el gobierno del loco Boldovar y del ahora pobre e inepto Iltharl le habían dejado poco margen de maniobra.
La habitación estaba desbastada, descuidada, era un vestigio de los primeros tiempos de Suzail. Había cada vez menos tabernas como aquélla en la ciudad, aunque más allá de la muralla que la protegía fueran terreno conocido para el viajero, tanto en el camino como en la distante Arabel. La madera quedaba al descubierto, y uno podía ver los retales de zarzo seco que se arrebujaban entre ella. El destartalado mobiliario había sido reparado por manos inexpertas en más de una ocasión. Ninguna de las tazas que colgaban de la pared guardaban el menor parecido. Las tablas sueltas del edificio crujían a cada paso.
Sin embargo, aquel lugar tenía una ventaja, pensó Sagrast. Cabían pocas posibilidades de que encontraran a un personaje de la aristocracia en un sitio semejante. Lo más probable es que ésa fuera la razón por la cual el mago había sugerido aquel lugar.
Las contraventanas, en su mayor parte tablas de madera mal clavadas, estaban abiertas de par en par, razón por la cual llegaban hasta la habitación los sonidos y olores de la calle. Corrían los primeros días calurosos del verano, y el olor a podrido de la carne y el olor de los cuerpos, las asaduras y los caballos alcanzaron las aletas de la nariz de Sagrast. El hedor casi logró privar de todo su encanto al licor oscuro y granulado contenido en la taza del noble.
Sagrast se apartó de la ventana abierta, consciente por un lado de que era imposible que lo descubrieran y, por otro, temeroso de que pudiera ocurrir. Incluso si la reunión fracasaba, el hecho de que lo vieran en aquel lugar no haría sino levantar sospechas en la inestable corte del rey Iltharl.
Desde donde se encontraba podía ver una parte pequeña de la ciudad. La mayoría de los edificios eran de madera y zarzo, con tejados cubiertos de cualquier modo. Algunos constructores de la colina habían empleado piedra para los cimientos y los pisos bajos. Sólo después de varias incursiones de trasgos en la ciudad, y quejas de los soldados sobre la dificultad de luchar contra el humo espeso que levantaba cualquier pared a la que prendieran fuego enemigos armados de antorchas, Iltharl había ordenado reemplazar la empalizada de madera por una muralla de piedra.
El torreón de Faerlthann era de piedra, por supuesto, desde los sótanos hasta las almenas. La gran torre, cuna del poder Obarskyr, se alzaba sobre la colina como una estaca clavada en el pecho de un vampiro, y parecía acusar a Sagrast por crímenes que no había cometido... aún. Las ventanas del torreón tenían barrotes de metal en memoria de los tiempos de Boldovar, y Sagrast se preguntó si habría alguien tras los barrotes, observando la ciudad... en busca de traidores. Observándolo a él.
El mago estaba presente cuando Sagrast se volvió. El noble no lo había oído entrar, aunque, por supuesto, no era la primera vez. Pese a todo, se sorprendió al verlo despatarrado en la silla situada al otro lado de la mesa, como una araña anciana.
Baerauble el venerable, mago supremo de toda Cormyr, estaba sentado en la silla como la muñeca de trapo con la que las niñas ya no juegan, todo codos y rodillas. El mago siempre había sido delgado, es más, siempre había sido enfermizamente delgado, un espantapájaros de mago. A su barba tan sólo asomaban algunas vetas de su color rojo original, y el pelo había emprendido la retirada hasta refugiarse en la coronilla. Sus ojos eran tan fríos y antiguos como los de un dragón. Vestía, como siempre, con aquel verde propio del bosque que todos habían llegado a conocer como «su color», pero el corte de su ropa era anticuado, arcaico, tanto que parecía transportarlo —al igual que a la taberna— a tiempos remotos, quizá mejores, para Cormyr.
—Me alegra que haya venido —se limitó a decir.
—Cuando un mago te llama, no puedes fingir que no estás en casa —dijo Sagrast, con una leve inclinación de cabeza. El mago supremo era el hombre más poderoso desde Suzail hasta Arabel y, tras la muerte de Boldovar hacía tres inviernos, era también el más peligroso.