Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
¿Cuánto sabía Baerauble sobre aquella masacre?
Ondeth observó el crepitar de las llamas, consciente de ser observado tanto por el mago como por su propio hijo. Si aceptaba, Faerlthann heredaría todo a su muerte. Más que una granja, más que un nombre, Faerlthann tendría un reino. ¿Bastaría eso para que el joven olvidara su relación con la hermana de Mondar?
—No —respondió finalmente Ondeth.
—Pero... —protestó el mago.
—No —repitió el granjero—. Muchos de nosotros hemos conocido a los reyes, y por regla general son malas personas. Si yo lidero a estos hombres, es por su voluntad, no por la mía. Si obedecen las restricciones que habéis impuesto tú y tus elfos, es porque me son leales, no porque te teman. Si ocultan lo que ha sucedido, será por su propio deseo de prevalecer, no porque yo se lo ordene.
Miró la pira, donde apenas podía distinguirse si los Bleth habían sido seres humanos.
—No, no puedo ser vuestro rey títere, ni danzar al son de la melodía de los elfos —continuó Ondeth—. No tienes autoridad para ofrecerme semejante título. Estos hombres sí la tienen, y ya han sufrido bastante a causa de los reyes y otros personajes de similar ralea. Cuidaré de mantenerlo en secreto porque nos beneficia. Pero no ceñiré una corona forjada en las cenizas de una masacre.
Las llamas empezaron a descender, y un humo grueso surgió de la pira. El olor a carne quemada era insoportable.
—Comunicaré tu decisión a la corte de Iliphar —dijo Baerauble al cabo de un rato—. Que sepas, Ondeth Obarskyr, que a los elfos les preocupa la prosperidad de tu pequeño asentamiento. Si no asumes las riendas de éste de forma oficial, no tendrán más remedio que tomar una decisión acerca de los humanos que moran en los bosques del Lobo.
Y sin decir una palabra más, se alejó de la pira.
—¿Y cuánto tardarán en tomar esa decisión? —preguntó Ondeth, a voz en cuello.
—Diez años. Quizá veinte. Los elfos tardan en tomar decisiones... —respondió Baerauble, deteniéndose y volviendo la cabeza.
—Pero son rápidos a la hora de actuar —concluyó el granjero—. ¿Y nos advertirás cuando hayan decidido eliminarnos, como han hecho con esta granja?
Baerauble Etharr, el mago amigo de los elfos, dijo algo, seguido de un enjambre de sílabas en una lengua extraña. La luz parpadeó, fluyó como el agua y envolvió todo su cuerpo entero antes de desaparecer.
Acababa de regresar junto a sus amos elfos, a quienes informaría de su fracaso.
Ondeth leyó en los labios del mago las últimas palabras masculladas, y creyó entender: «Preparaos».
También Faerlthann prestó atención al mago, aunque él entendió: «Lo intentaré».
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
—¿La princesa Alusair? ¡Pero, querida! ¡Probablemente estará vagabundeando por el reino en compañía de todos los jóvenes y atractivos caballeros que pueda coger con las dos manos! ¡Claro, habrá ido a luchar contra las bestias que amenazan las fronteras del reino! Lo más probable es que se haya encerrado en algún pabellón de caza, para disfrutar de un fin de semana de continuos flirteos. ¡Ésa probará a todos los nobles de Cormyr antes de casarse con uno!
Los sándwiches de gambas y berros habían volado, y las tartaletas de paloma también. Los sirvientes se habían retirado —Darlutheene les había ordenado que dejaran en la estancia la bandeja de los licores—, y las dos señoras se habían sentado en los asientos que había junto a la ventana del salón, con las bebidas entre ambas, dispuestas a disfrutar de su pasatiempo favorito para el atardecer: una sesión de chismorreos.
Darlutheene Ambershields estaba en excelente forma. A un simple golpe de vista —algo que pocos hombres se atrevían a hacer—, uno jamás hubiera pensado que había nacido en el seno de una familia de antiguos sirvientes de palacio. Su vestido de muselina azul cielo estaba repleto de gemas —cristal, habría sentenciado un joyero experto de un simple vistazo—, que brillaban como lágrimas, y su formidable corpiño era una obra de arte de filigrana adornada con plumas de pavo real. La seda roja de la blusa asomaba por entre las mangas sesgadas y abombadas, y en media docena de cortes por todo el cuerpo y el pecho. Unos anillos enormes reflejaban la luz en todos y cada uno de sus dedos al mover, expresiva, las manos, y un pequeño barco de plata había largado todo el trapo por entre los mechones de su pelo recogido.
En verdad, su acompañante, Blaerla Roaringhorn, consideraba el barco de marras como una joya de muy mal gusto, pero después de todo estaba en el salón de Darlutheene, y en ese momento tomaba uno de sus licores, de modo que Blaerla estaba dispuesta a ponerse a su altura.
—De todas maneras, ella no importa —confió Darlutheene en un susurro, que reverberó en los cristales de las habitaciones contiguas—. Aseguran que Azoun tiene tres hijos. ¡Sí, así es, no menos de tres! Los tiene encerrados en las mazmorras de Cuerno Alto y Arabel, e incluso aquí mismo, en Suzail; los chicos carecen de cerebro porque unos magos malvados se lo han robado; en realidad lo que quieren es apoderarse del trono cuando le suceda algo al rey. Los otros nobles se limitan a enfurecerse, por supuesto, y han empleado una cantidad respetable de dinero para seducir a las idiotas de las princesas. Si descubrieran a uno solo de esos chicos, escúchame bien, matarían a todos en palacio con magia y aún les quedaría alguien con sangre real a quien sentar en el trono.
Los pendientes en las orejas verde rosadas de Darlutheene temblaron como reflejo de sus palabras, tintineando casi como los diamantes a los que aspiraban imitar, en lugar del cristal del que estaban hechos.
Blaerla se inclinó hacia adelante, sin soltar el mondadientes coronado con una pequeña joya, a ver si podía ver algo de los jardines reales, por si acaso ejércitos de soldados contratados por los nobles estaban atacando en aquel momento el palacio para hacerse con uno de esos príncipes encadenados que ocultaba el rey; sin embargo, arbustos y flores compartían su soledad en el jardín. Quizás hubieran escogido otra ruta.
—Estás en lo cierto en lo que respecta a mi señora la princesa —dijo llenando el vaso hasta el borde, con los labios muy rojos—, pero la he visto empuñando su espada, y te aseguro que si alguien ocupa el trono sin contar con su consentimiento, habrá guerra.
—¿Guerra? ¡Qué cosas tienes Blaerla! ¿Quién querría arruinar todo esto... —Darlutheene hizo un gesto vago con la mano, como queriendo abarcar todo lo que había más allá de la ventana, agitando las pestañas verdes que aquella misma mañana había pegado a las suyas, color castaño— atacando, luchando y quemando todo este... montaje? —Para subrayar su pregunta, abrió como platos los impactantes ojos color violeta.
—¡Pues medio centenar de nobles ambiciosos! —replicó Blaerla excitada, y sus ojos castaños hicieron lo propio, mientras sus mejillas adquirían una tonalidad rosácea. Las mejillas de su compañera estaban permanentemente sonrojadas, además de los lunares de moda, gracias a las manos capaces de seis doncellas maquilladoras que tenía a su servicio, y que también empolvaban sus diversas barbillas—. ¡Al menos veinte familias nobles consideran la corona tan legítimamente suya como pueda serlo de los Obarskyr! —Y apuró la copa para subrayar de nuevo la seriedad de sus argumentos.
—Exageras, querida —dijo indulgente Darlutheene, sirviéndose con generosidad más naranja amarga, la cuarta en calidad de que disponía. Blaerla se humedeció los labios, aunque era consciente de no estar disfrutando del verdadero licor que proclamaba contener la botella—. Azoun está muy pachucho, cierto, pero aún sigue con vida, y todas las miradas, sencillamente todas las miradas, se han vuelto hacia Tanalasta. ¡Parece que nuestra discreta señorita tendrá por fin su oportunidad!
—¿Es lo bastante fuerte como para aprovecharla? —preguntó Blaerla, cuyos ojos pestañeaban de excitación—. ¿O, después de hacerse con el trono, para retenerlo?
—Ah, según parece, querida, ignoras que nuestra débil y frágil princesita amante de los libros suspira por un... hombre.
—¡No!
—¡Sí!
—¡Cuéntame! —exigió Blaerla, que casi derribó una vasija con uno de sus golpes de papada—. ¿Quién es ese futuro rey nuestro? ¿Taldeth Truesilver? ¿Ese pelele que no ceja de regalarle flores? ¿Cómo se llama... Hundilav... Hundilavatar Huntsilver? ¡Espero que no sea ese pichilla de Martin Illance!
—No, no... no lo adivinarías nunca, querida; ¡yo no lo conseguí! —La señora Ambershields dilató la intriga todo lo que pudo, incluso hizo una pausa para sorber licor mientras su compañera casi daba saltos de impaciencia y se acercaba para cogerle la mano y darle una docena de afectuosas e impacientes palmaditas.
—¿Y bien? —preguntó finalmente Blaerla, incapaz de esperar un solo segundo más—. ¡Dímelo!
—Su nombre —dijo lentamente Darlutheene, llenando de nuevo su copa— es Aunadar Bleth, un joven noble al que habíamos subestimado, descendiente de la respetada familia Bleth.
—¿Respetada, querida? ¿Por quién? —Blaerla era una Roaringhorn, y éstos no tenían en demasiada estima a los Bleth, aunque no los conocieran. Las razones se remontaban siglos en el tiempo, y a aquellas alturas las razones particulares habían quedado sepultadas en el olvido, aunque era de todos conocido que, por aquel entonces, fueron razones de peso.
—Por... por... Ah, por cualquiera que tenga una posición en la corte, querida. Dicen que es rápido con la espada, atractivo y que en fin... que ha estado a su lado. ¡Un galán de los de verdad!
—¿Del tipo que no ceja de soltar mandobles, aficionado a abrir demasiado la boca, y que cae del caballo cada dos por tres? —preguntó secamente Blaerla, provocando la risa de ambas.
—En fin, pase lo que pase —dijo la señora Ambershields con satisfacción, cuando recuperó el habla—, la princesa Tanalasta ha trabajado arduo a la sombra de su padre, apoyándolo con todo lo que ha dicho o hecho. Ha llegado el momento de que se dedique un poco a su propia vida.
—Sí, necesita trazar el rumbo de su propio viaje... pero ¿está preparada?
—¿Lo estamos alguna de nosotras, querida? Es cierto que ha llevado una vida muy retirada, y que todo esto quizás haya sucedido demasiado deprisa, quizá más de lo que hubiera deseado... ¡pero ahora que tiene un hombre, seguro que es feliz!
—¡Ajá! ¡Hombres! —las anteriores relaciones de Blaerla con los hombres no le habían dejado un buen sabor de boca; en general, los perros ladraban menos y hacían menos perrerías—. ¿Y qué sabemos de ese tal Bleth?
—De hecho, es tema de acalorado debate, si quieres que te diga la verdad —empezó Darlutheene—. Algunos dicen que tiene un carácter envidiable, aunque es necesario señalar que nadie de los que así hablan es mujer. Es más bien un personaje oscuro...
—Pero si ayer tarde decían en palacio que Tanalasta (delicada rosa, oh, sí) estuvo a punto de perder el oremus cuando murió el duque, y aunque al parecer se ha recuperado lo bastante como para hablar, reconocer a la gente y alimentarse sin ayuda, aún está destrozada.
—No, no, querida. Tus fuentes deben de estar confundidas. La que está destrozada es Filfaeril. Dicen que la reina ha enloquecido de dolor. Ha estado tan mal, ha incomodado a todos los cortesanos y corre por ahí medio desnuda, gritando a los guardias para que la ensarten con sus espadas, y no sé qué más cosas ha hecho...
—¡No!
—¡Sí! La encerraron en un carruaje, y se la llevaron de noche para encerrarla en la pequeña Estrella del Anochecer, en un templo llamado Chapitel del Amanecer, o algo parecido. Dicen que no se recuperará nunca, de modo que nadie cree que la reina Dragón pueda regir por sí misma, aunque tal cosa fuera posible. La corona irá a parar a un descendiente de Obarskyr. El matrimonio sólo garantiza un título, pero no el trono.
—Peor para la pobre, pobrecita Tanalasta —suspiró Blaerla—. ¿Qué dicen los nobles cortesanos? Ya sabrás que no nos permitirán hablar con ellos en palacio...
—¡Ah, ahí tienes un ejemplo de las intrigas que urde el mago de la corte! Siempre intentando meter la mano en todo, ese... ¡Al parecer, disponer de hechizos suficientes para volver el reino del revés no basta a según qué tipo de gente! Los tiene encerrados en palacio, ya sabes. Los nobles ancianos están furiosos porque nadie mueve un solo dedo mientras Azoun viva. ¡Los patriarcas insisten en que el rey se recuperará y que supondría una traición y una blasfemia que nos preparásemos para, o habláramos de, cualquier otra... posibilidad! Habría que estar ciego para no darse cuenta de que muchos de ellos han enviado a sus hijos a casa, a sus territorios, y reunido a toda la mesnada de la familia, amén de cualquier espada que puedan reclutar en Marsember.
—Habría apostado por que los más modestos clamarían al cielo para que regresara Alusair y asumiera el trono —dijo Blaerla, pensativa—. Sabes que la adoran.
—Toda Cormyr adora a nuestra princesa Mithril, pero ¿vivir bajo su yugo no sería como intentar coger la correa de un perro rabioso que ve enemigos en todos los rincones de palacio? ¡Además, se ha ido al norte justo cuando la patria más la necesita!
Darlutheene aspiró con fuerza a modo de colofón, con lo cual pareció consignar a Alusair a la categoría de
tema de discusión innecesario
, mientras que Blaerla se planteaba la necesidad de defender a la ausente princesa de la corona, en favor de un suspiro y de murmurar:
—No queda otra que Tanalasta... y con todos esos nobles deseosos de verla sentada en el trono, para poder decirle qué es lo que tiene que hacer.
—¡Por supuesto! Hay incluso quienes quieren que Filfaeril gobierne sola, por muy loca que pueda estar, para hablar por ella y hacer cuanto les plazca con el reino.
—¿Hay alguna otra persona más, interesada en el trono? —preguntó Blaerla, moviendo los ojos de un lado a otro.
Darlutheene rió a gusto, derramando el licor de frambuesa por toda la mesa y sobre su propio vestido.
—Pues claro que sí, querida. Todo el mundo, mercaderes y nobles incluidos, cuchichean por los corredores de palacio, sugiriendo que ha llegado el momento de sentar en el trono un consejo de mercaderes, o de nobles, dependiendo de quién sea el que hable. Éste se encargaría de dirigir los pasos de un gobernante títere, sin ningún poder, que fuera adecuado para el trono. ¡Alguien con poco gusto y menos sentido común llegó a sugerir que podían embalsamar a Azoun y ponerlo en el trono para entretenimiento de las moscas, mientras los demás ponían manos a la obra y gobernaban Cormyr!