Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—Pero si su maestro salvó a mi padre... —empezó a decir el príncipe.
—Jorunhast mató a un rey —lo interrumpió Vangerdahast—. Un rey malo, pero un rey de todos modos. Creo que a vuestro padre le preocupó que algo así pudiera convertirse en un hábito. Todo suceso encierra una lección.
—¿Que en este caso es?
Vangerdahast suspiró.
—Al volver a Suzail veinte años después de irse Jorunhast —respondió Vangerdahast—, comprobé que el reino había sobrevivido con holgura sin contar con un mago como consejero de la corona. Trece siglos de labor, ya fuera cuidadosa o menos cuidadosa, habían configurado un cimiento sólido que dos décadas no consiguieron hacer tambalear. Sin embargo, habían aflorado pequeños detalles: la debilidad de los magos guerreros, el aumento de poder de las guildas de ladrones, la política errática de Arabel y los tratos solapados de Marsember. Eran detalles minúsculos por sí solos, pero con enormes consecuencias futuras si se pasaban por alto. Vuestro padre prefirió hacer caso omiso de ellos y enviar a por el pupilo de Jorunhast, cosa que lo hace acreedor de una gran sabiduría; cualquier otro rey sólo hubiera reparado en la prosperidad aparente de Cormyr y hubiera decidido que, después de todo, no valía la pena contar con un mago consejero.
—¿Qué le sucedió a Jorunhast? —preguntó Azoun.
—Creo que Jorunhast hizo lo que debía —prosiguió Vangerdahast, sin prestar atención a la pregunta de Azoun—. Tuvo que elegir entre un rey loco y un aspirante a gobernante, joven e inexperto. Hizo su elección, aunque supuso para él el exilio de la corte. Pero con ello evitó que vuestro padre tuviera que matar a Salember, por mucho que contara con la excusa de que fuera en defensa propia. Jorunhast estaba dispuesto a tomar una decisión impensable, si ésta redundaba en beneficio del reino. Ésa es una lección importante tanto para vos como para mí.
Azoun estaba a punto de insistir en qué había sido de Jorunhast, cuando oyó gritos provenientes del camino. Dos personas corrían hacia ellos, gritando y agitando los brazos. Eran un anciano y una mujer que había pasado de sus años mozos; ambos vestían túnica y sandalias. No era la clase de ropa que uno escoge para trotar el bosque, pensó Azoun.
—¡Fantasmas! —gritó el hombre—. ¡Nuestra casa está poseída!
—Se han apoderado de la casa —explicó ella, azorada—, ¡nos han expulsado de nuestro hogar!
—Parecen ustedes aventureros con licencia de la corona. ¡Tienen que ayudarnos! —exclamó el hombre.
—A ver si nos calmamos un poco —repuso el mago, conciliador—. Yo soy Borl el proficiente, y éste es mi joven compañero, Balin el caballero. ¿Y dicen que tienen fantasmas?
—No somos más que humildes granjeros —respondió él—. Hemos estado viviendo en una propiedad abandonada, a kilómetro y medio por este sendero, ocupados en la reconstrucción de la casa y en la limpieza de los campos de antaño.
—Han regresado los nobles del pasado —añadió la mujer, con los ojos empañados en lágrimas—. ¡Han gritado, gemido y nos han echado de la casa!
—¿A qué nobles se refiere? —preguntó el príncipe, de incógnito.
—No sé —el anciano pestañeó—. No había nada en la casa que nos permitiera saberlo, y hay tantas familias nobles en Cormyr. Sin embargo era un edificio estupendo; seguro que ha pertenecido a aristócratas.
—Y el hecho de que hayan regresado los fantasmas lo prueba —añadió la mujer, casi en tono triunfal—. ¡Tan sólo los nobles se preocupan tanto por la propiedad como para salir de la tumba con tal de protegerla!
—¿Qué aspecto tienen esos nobles fantasmas? —preguntó en voz baja Vangerdahast.
La pareja empezó a tartamudear al unísono, hasta que finalmente fue la voz del anciano la que se impuso.
—El caso es que no los hemos visto.
—¿Cómo?
—Oh, pero la han armado gorda —exclamó la mujer—. En el sótano, y también en el ático, han gemido y clamado venganza una y otra vez. Por espacio de tres días y tres noches nos hemos resguardado bajo la cama, pero por la mañana no encontrábamos nada en falta. Sin embargo, esta misma mañana uno de nuestros pollos había muerto de forma brutal. ¡Fue entonces cuando echamos a correr para salvar la vida!
—Me parece interesante investigarlo —opinó Azoun.
—Hay espectros para dar y tomar en el País de los Bosques —dijo Vangerdahast, encogiéndose de hombros—. Han sucedido tantas cosas, que de eso andamos sobrados.
—Sin embargo, nuestro deber para con la corona, ese documento que firmamos cuando el rey nos permitió pasar por sus tierras... —empezó a decir Azoun, con una sonrisa en los labios.
—Vale, vale, si nos viene de paso... —dijo el mago, que hizo un gesto para atajar las razones del príncipe.
—Además, no creo yo que Estrella del Anochecer vaya a moverse de sitio entretanto —añadió el príncipe, para acabar de decidir al mago, que lo miró fijamente, momento en que Azoun optó por cerrar la boca. Sin embargo, no dejó de sonreír.
La casa señorial tan sólo distaba medio kilómetro del sendero que seguía el río Aguas de la Estrella. El hombre les dio las indicaciones necesarias para llegar, pero la pareja no estaba dispuesta a abandonar el sendero principal, ya que no querían acercarse a la casa hasta que los dos aventureros ahuyentaran a los espíritus.
La mansión estaba edificada en el estilo que algunos denominaban «extensión cormyta». El edificio principal tenía cuatro plantas cuadradas, un bloque recio de columnas en la planta baja y ladrillo como cimiento para la planta superior; la pared que daba al sur estaba cubierta de hiedra. En las otras tres partes se habían construido alas adicionales de piedra, madera o madera sin barnizar. Más bien parecía que tres casas habían topado unas con otras al caminar en una noche oscura como boca de lobo, y que desde entonces nadie había sido capaz de separarlas. Encima de la puerta había un escudo heráldico algo herrumbroso y cubierto por telarañas.
—¿Goldweather? —sugirió Azoun.
—Goldfeather —corrigió el mago—. Una familia segundona que data de hace unos cuantos siglos. Fueron responsables de fomentar una revuelta sin consecuencias en Arabel, y a causa de ello fueron privados de su rango y sus privilegios. Los que nos esperan en el sendero pueden vivir aquí sin problemas, puesto que la tierra está abandonada, igual que la casa, siempre y cuando la trabajen.
Las inmediaciones parecían en condiciones, pero los campos de cultivo que se extendían en lontananza seguían llenos de arbustos y árboles jóvenes. Había un gallinero, pero no vieron ningún otro animal o gallina en la propiedad. Azoun lo consideró muy extraño, cosa que no olvidó mencionar a Vangerdahast.
—Pues sí —respondió el mago—. Quizás estos espectros nuestros sientan un interés especial por las cabras y gallinas.
—Yo también me pregunto lo mismo —dijo una voz, por encima de ellos.
La mujer se precipitó desde la rama de donde colgaba. Era casi tan alta como Azoun, pero más delgada, ágil como una pantera. Vestía unos calzones de cuero que le permitían lucir musculatura y caderas, y una blusa de algodón holgada con un chaleco de cuero fuerte, incapaz de ocultar la naturaleza de sus encantos. Llevaba el pelo castaño rojizo atado en una coleta a la espalda. Sus ojos eran brillantes y verdes, y empuñaba una espada fina de doble hoja.
Vangerdahast hizo ademán de acercarse a ella, para interponerse entre la recién llegada y el príncipe, pero Azoun se lo impidió con la mano. El mago observó a su señor, y acto seguido reconoció
esa
mirada en sus ojos, serios y determinados, mientras sus labios esbozaban una sonrisa generosa. Era la mirada Obarskyr, al parecer Azoun no desmerecía en nada a sus antepasados; era la mirada de quien se enfrenta a un nuevo reto, a una nueva mujer.
—Soy Kamara Brightsteel, aventurera errante y solventadora de misterios —dijo la joven, apartando el acero y presentándose—. ¿Y ustedes? —Tenía una voz ronca, y arrastraba un poco las erres. Aquel acento la hacía aún más atractiva.
—Balin, caballero errante —replicó Azoun—, y éste es mi sirviente e instructor, Borl. —El príncipe hizo caso omiso de la protesta ahogada del mago gordezuelo, al añadir—: Encontramos a los habitantes de esta propiedad en el camino, nos dijeron que esto estaba plagado de fantasmas.
—A mí también me pareció ver sus «fantasmas» —dijo la joven—. Es decir, los vi huir. —Vangerdahast enarcó una ceja, y ella añadió—: Eran un puñado de hombres, o al menos tenían forma humana, que merodeaban por los alrededores de la casa. Creo que estaban reuniendo gallinas y cabras, cosa que no conseguí ver bien desde el lugar donde me ocultaba. Diría que eran tres, quizá cuatro. No parecían nada del otro mundo.
—¿De modo que usted cree...? —preguntó el mago.
—Yo creo que son una pandilla de bandidos que se acercaron a la casa, y asustaron a la pareja con el arrastrar de cadenas y demás ruidos fantasmagóricos. No creo que tengan arrestos, pues de lo contrario se habrían limitado a matar a la pareja. Supongo que no serán más que ladrones de gallinas, con más imaginación de la habitual.
—Vayamos pues a limpiar la guarida de esos ladrones de gallinas —propuso el mago.
—Sí, eso —apoyó Azoun, que aún tenía
esa
mirada—. Es decir, iremos Kamara y yo. Para mí será un modo estupendo de practicar. ¿Por qué no regresa al sendero y se lo cuenta todo a la pareja? Para cuando regresen ustedes, nosotros ya habremos solucionado el entuerto.
Azoun daba por sentado que el mago protestaría, pero en lugar de ello Vangerdahast observó el bosque durante algunos segundos, mientras apretaba la mandíbula y sus labios dibujaban una línea recta y firme.
—Muy bien —dijo el mago—. Me inclino ante su espíritu aventurero. Pero ande con ojo. —El mago se encaminó hacia el sendero, dejando a solas a la pareja, frente a la casa.
Kamara observó la retirada de Vangerdahast, hasta que éste se perdió en la distancia.
—Un tipo divertido —dijo—. ¿Es un mago?
—Es un estudioso —contestó Azoun, que se aferraba a la historia que habían acordado antes de emprender el viaje. De cualquier modo, no había necesidad alguna de airear los poderes de Vangerdahast—. De nosotros dos, yo soy el guerrero.
—Un guerrero valiente y joven, diría yo —piropeó Kamara. Al hablar, sus ojos emitieron un sutil destello.
Durante un momento reinó el silencio entre ambos. El hombre y la mujer permanecieron inmóviles, observándose. Azoun se perdió en los ojos de la joven; parecían monedas de jade, acuñadas en algún imperio olvidado del pasado. En la distancia se oyó el grito de un halcón.
Azoun fue el primero en apartar la mirada.
—Deberíamos encargarnos de nuestros «fantasmas».
—Sí, claro —respondió la mujer, esbozando una sonrisa—. Será mejor que cuando regrese ese estudioso que lo acompaña, no nos encuentre dando vueltas por ahí, rodeados todavía de bandidos.
Hombro con hombro, la pareja subió los peldaños que conducían al porche de la antigua mansión. La puerta principal estaba abierta, y Azoun entró el primero.
El interior era típico de una casa de campo. Un recibidor desembocaba en un pasillo que iba de parte a parte de la casa, dividiendo la planta baja en dos. Todas las puertas que encontraron en el recibidor estaban cerradas.
A la derecha estaría el comedor, y más allá la cocina que daba a los fogones donde se cocinaba, fuera de la casa. A la izquierda encontrarían la sala de estar, el salón o la biblioteca. Los dormitorios estarían en el piso de arriba, al que se llegaba gracias a una escalera de madera. Azoun intentó imaginarse a los bandidos llevando las cabras al piso de arriba, e hizo un gesto de negación. Debían de haber escondido el ganado en alguna otra parte.
El edificio estaba demasiado silencioso. Incluso de haber metido el ganado en el sótano, era obvio que oirían algo, ya fuera el rumor de los pasos, los ruidos típicos de los animales, el crujir del piso de madera.
Kamara se pegó a él al entrar, lo cual le permitió sentir su aliento cálido y suave en el cuello. Quizá los bandidos habían huido después de hacerse con las gallinas. Se imaginó mentalmente el tiempo que tardaría Vangerdahast en llegar al sendero y volver con la pareja. Más que suficiente como para sentirse a gusto con su nueva compañera de aventuras. Y quizás el tiempo suficiente también para insinuar cuál era su verdadera identidad, y recoger los beneficios que se derivaran de semejante confesión.
Kamara cerró la puerta principal, y Azoun abrió la de la derecha. Tal y como había pensado, correspondía al comedor, y al otro lado había una puerta que conducía a la cocina. El mobiliario era más bien escaso, pero de buena calidad, probablemente los restos aprovechados de lo que había decorado la casa en tiempos de los Goldfeather. Una mesa recia dominaba la estancia, y las paredes estaban cubiertas de vitrinas, todas abiertas, cuyo contenido estaba esparcido por el suelo. En mitad de la mesa había una caja con la cubertería de plata, otro legado de los Goldfeather, que alguien había zarandeado de un lado a otro hasta volcarla, de modo que los cuchillos y tenedores habían rayado la superficie de la mesa.
Los ladrones habían ido a las cocinas, pero no habían perdido el tiempo con la plata, pensó Azoun. Quizá siguieran en el edificio. Contuvo el aliento y miró a Kamara, que se había separado de él y vigilaba el pasillo, en el umbral del comedor. La vio tensa, como preparada para sufrir un ataque inminente.
Azoun pasó junto a ella y lo intentó con la puerta que había enfrente, que debía de conducir al salón o a la sala de estar. La puerta estaba atascada, y el príncipe tuvo que cargar con el hombro por delante para abrirla. Algo pesado y húmedo se deslizó por el suelo, al ser empujado por la puerta, dibujando a su paso un reguero carmesí en el suelo.
Era una cabra, una cabra muerta en la sala de estar, apoyada contra la puerta. Azoun acababa de encontrar la cabra desaparecida.
Alguien o algo había convertido la sala de estar en un matadero, y los muebles viejos estaban cubiertos de sangre, pelo y plumas. Había tres cabras más, incluida la que había bloqueado la puerta, con la garganta rajada a golpe de daga o a dentellada limpia. A las gallinas, las negras y hermosas de panza roja, les habían retorcido el cuello y estaban repartidas por toda la estancia. Algunas estaban a medio devorar, pero la mayoría era, simplemente, el fruto de una orgía sangrienta.
Azoun empezó a decir algo a Kamara, algo relacionado con que esos bandidos debían de ser algo más que bandidos, incluso espectros de algún tipo, cuando oyó un gruñido a su espalda.