Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—¿De Netheril? —inquirió, mirándolo fijamente, como si lo viera por primera vez.
—Netheril ya no existe —respondió el humano, moviendo la cabeza a uno y otro lado, como si quisiera asentir y negar a la vez.
—Entonces puedes seguir tu camino, humano —dijo Alea, dándole la espalda para dirigirse hacia donde estaba el resto de su partida de caza. Habían saqueado las chozas por lo que pudiera haber; uno de los elfos era el encargado de ir de choza en choza, prendiendo fuego a los edificios con una tea encendida. Una gruesa columna de humo empezó a elevarse hacia el cielo, y los elfos procedieron a arrojar los cadáveres humanos en el interior de las chozas, para que fueran devorados por las llamas. A muchos les habían arrancado las orejas.
—Como bien sabe, eso no logrará detenerlos —dijo el humano.
Alea se detuvo en seco y se volvió para observarlo de nuevo.
—¿
Qué
no detendrá a
quién
? —preguntó, profiriendo un suspiro.
—Matarlos. Humanos. En fin, al menos a estos humanos, en cualquier caso. —Dio una patada a uno de los cadáveres—. Si matas a un humano, tendrás que hacer planes para cuando sus hijos vayan a buscarte. Y, después, sus nietos. Y los primos, los parientes lejanos, los amigos y los demás... hasta que todos se armen para luchar contra ti. No, al matarlos tan sólo logras alentarlos.
—En realidad es más simple que todo eso, humano parlanchín —dijo Alea, mordiéndose el labio inferior—. Esta tierra nos pertenece. Somos sus guardianes. Es nuestro territorio de caza.
—Y los demás humanos lo saben —respondió el de la barba pelirroja haciendo un gesto de asentimiento—. Los hombres del Valle se extienden hasta el Dragón, así como los avariciosos o los desesperados procedentes de las ricas naciones mercantes del sur. Han descubierto esta tierra boscosa, un territorio de caza virgen, rico, que tan sólo cuenta con un puñado de elfos para defenderlo. Parece llamar a gritos su atención.
—Una buena advertencia —dijo Alea, enfurruñada, enarcando ambas cejas—. Y aun así me pregunto qué haces aquí. Ya sabes, después de todo eres un humano —señaló, con un punto de curiosidad en su tono de voz, mientras prendían fuego a la última choza.
—A menudo me gustaría no serlo —dijo el del cuerpo frágil, tendiendo de nuevo la mano—. Baerauble Etharr.
Alea observó la mano extendida del humano. «Le desagradan los de su propia especie —pensó—, y pese a todo estrecharse la mano es un gesto propio de ellos.»
Levantó la mirada y recorrió el brazo del humano hasta la barba mal cortada, iluminada por las llamaradas que desprendía el fuego. Tenía un aspecto casi cómico, aunque en el fondo Alea pensaba que poco importaba su aspecto. Lo más probable es que acabara muerto cualquier noche en el territorio, a menos que contara con la protección de los elfos.
Y al mirarlo a los ojos, se dio cuenta de que él también lo sabía.
—Alea Dahast —respondió, estrechándole la mano que le ofrecía con gesto cansino—. ¿Eres un...?
—¿Que si soy qué?
—¿Un mago maligno? —preguntó con naturalidad.
—Mago, sí; maligno, no —respondió Baerauble Etharr, momento en que Alea creyó distinguir un brillo en la mirada del humano—. Pero como mago, considero la compañía de mis semejantes, cuando menos, bastante aburrida.
Alea se volvió para acercarse a su gente. El humano la siguió, al mismo paso que ella.
—Y si no acabamos con esos pordioseros humanos, ¿qué podemos hacer? ¿Entregarles la tierra? —preguntó Alea, volviendo la cabeza, tras no haberle prestado atención algunos minutos.
—Podríais atemorizarlos.
Se detuvo y observó intrigada al mago.
—Aquí hay lobos —añadió él, esbozando una leve sonrisa.
—Qué observador, para ser un mago —murmuró burlona, procurando que sus palabras imitaran el ligero acento del humano. Debía de venir del norte, parecía el acento musical propio de los habitantes de Netheril.
—¿Muchos? —preguntó, correspondiendo a su broma con un amago de sonrisa.
—Unos cuantos.
—Conseguid más. Los más fieros, lobos desesperados. Y también algunos osos, y cualquier animal imponente que habite en los bosques y podáis conseguir. Pero no demasiados como para hacer que la caza se convierta en un negocio peligroso para los tuyos. Disemínalos por las fronteras... sobre todo por la frontera oriental, cerca de los asentamientos humanos.
Ella permaneció inmóvil, pensativa.
—Si los humanos ven que hay criaturas peligrosas en los márgenes del bosque...
—Creerán que en el interior del bosque son más fieras aún. Para algunos, esto constituirá un peligro que combatir a cualquier precio, pero cualquiera que se acerque al bosque estará demasiado ocupado como para enfrentarse a las bestias que ronden por allí, tanto que aún serán menos los humanos que se adentren en el interior. No es posible matar a todos los humanos, pero sí mantenerlos a raya.
Alea se las apañó para sonreír mientras observaba los restos humeantes del campamento humano. Percibió que la verdad de aquellas palabras la reconfortaba tanto como las llamas que ardían ante ella.
Sí, Iliphar se pondría hecho una furia cuando se enterara de lo sucedido, pero aquella estrategia tan sencilla, además de las orejas devueltas, podría granjearle el perdón de los ancianos, quizá su favor. Y si llevaba consigo al mago humano, como parte del botín...
—Vendrás con nosotros —dijo secamente. Entonces volvió la cabeza y gritó a los cazadores la orden de partir.
—Por supuesto —respondió el hombre larguirucho. Alea no vio el brillo de sus ojos, ni la amplia sonrisa de sus labios, pero tampoco le hacía falta. Podía imaginarlas.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
—¿Me había llamado usted, señor mago? —preguntó un clérigo ataviado con una capa de pieles, con una mal simulada deferencia. Augrathar Buruin, sumo maestro de caza de Malar para toda Cormyr, no estaba acostumbrado a inclinarse ante nadie que no perteneciera a la familia real.
—Así es —respondió Vangerdahast con sequedad—, y doy por sentado que su presencia en este momento en Suzail es una señal de buena suerte para todo el reino.
El maestro de caza se limitó a gruñir un sonido, a medio camino entre el desprecio y la incredulidad, antes de pasar de largo junto a Vangerdahast, que observó cómo danzaban al caminar las garras de aquella piel que lucía a modo de capa. Se dirigió directamente hacia una fuente que habían dispuesto en una mesa, donde arrancó un muslo de un asado de avutarda, y preguntó:
—¿Y dónde está la sangre que hay que derramar? Y mientras me responde, ¿qué me dice de la bodega de vino?
Los ojos del mago del rey respondieron a la pregunta silenciosa que dirigía la mirada de uno de los sirvientes, que de inmediato se acercó al clérigo con un pellejo de vino y una copa. El clérigo cogió el pellejo y dejó que el sorprendido sirviente aguantara la copa vacía, mientras Vangerdahast se apartaba antes de que nadie descubriera su sonrisa.
Su movimiento lo dejó cara a cara ante el siguiente invitado: el veterano guerrero Aldeth Ironsar, Leal Martillo de Tyr, cuyo rostro tradujo el desprecio que sentía por el comportamiento maleducado y soez del clérigo de Malar. El mago de la corte saludó cálidamente a Ironsar; cuando estrecharon sus manos, la sala de los Perros Cruzados empezó a llenarse rápidamente. Manarech, clérigo supremo de Tymora, resplandeciente en una túnica tan nueva que llamaba la atención, inclinó la cabeza ante Vangerdahast. Manarech sonrió, al parecer no creía que el hecho de que Bhereu hubiera muerto allí mismo pudiera constituir una maldición ni para el palacio, ni para Vangerdahast, y se hizo a un lado. Junstal Halarn, que desempeñaba sus funciones en el santuario de Suzail consagrado a la figura de Milil, no andaba muy lejos.
Semejante plantel de buenos clérigos iba acompañado por una retahíla de escribas particulares, pajes y aprendices. Con miradas y gestos dactilares, en lugar de simples palabras, Vangerdahast se preocupó de servir vino a todos, amén de algunas pastitas, por las cuales tenían cierto renombre las cocinas de palacio. Entonces sonrió y saludó con inclinaciones de cabeza, fingiendo un gran interés mientras prestaba atención a la incesante cháchara, deseando que los tres hombres a los que esperaba no tardaran en hacer acto de presencia.
De hecho, llegaron juntos. El sabio Alaphondar y Erdreth Halansalim, un pálido mago guerrero, anciano y sensato, entraron por una puerta lateral sin dar lugar a presentaciones, mientras el señor de las runas Thaun Khelbor, erudito de Deneir, lo hizo por la puerta principal. El erudito llevaba una vara alta del más oscuro de los ébanos, con una serie de runas grabadas, mientras pequeños y diminutos proyectiles mágicos crepitaban alrededor de la empuñadura.
Vangerdahast hizo lo posible por contener la sonrisa que le provocaba el erudito y la tormenta portátil de que hacía gala, y se cuidó muy mucho de no levantar los ojos en una mirada paternal. El erudito era el más anciano y agradable de los religiosos allí reunidos. ¿Por qué no permitirle un momento de orgullo? Alaphondar, tranquilo y elegante como siempre, condujo al parsimonioso clérigo hacia la mesa lateral, mientras el mago del rey se acercaba al grupo. Había llegado el momento de asumir el control de tanto hombre orgulloso, antes de exigir demasiado a su paciencia y de que estallara la discusión.
En una esquina apartada, Vangerdahast vio el rostro hosco de barba blanca de Erdreth, que hacía ademán de volverse con intención de tomar el pulso atentamente a los allí reunidos, desde donde se encontraba. El Mago Real sonrió en un gesto de aprobación. Erdreth comprobaba la existencia de toda suerte de artilugios mágicos y peligros potenciales. Los clérigos, por supuesto, interpretaron la mueca de aprobación de Vangerdahast como una sonrisa de bienvenida dedicada a ellos, e inclinaron la cabeza o asintieron de diversas formas para manifestar su superioridad.
—Debo dar una respetuosa bienvenida a todas sus gracias —dijo en voz alta Vangerdahast—. La corona de Cormyr requiere sus servicios para un asunto importante que concierne a la seguridad de sus propias personas, así como a la salud de cualquier hombre, mujer o niño de Suzail. —Eso logró captar su atención.
»Hay un hombre en los aposentos de la princesa real Tanalasta —continuó, sin dar tiempo a que pudieran interrumpirlo con discursos acerca de su lealtad, su buena voluntad, etc.— que podría ser portador de una enfermedad, o de un veneno, o incluso haber sido víctima de un hechizo. Se trata de un noble. Debe someterse a un examen inmediato, para evitar que pueda contagiar a la princesa... o, peor, a todo el palacio. Y lo que incumbe al palacio incumbe a la corte, a la bella Suzail y, con el tiempo, a todo el reino. Necesito que ustedes procedan a realizar dicho examen.
—¿Nosotros? —inquirió el señor de la caza, agitando el pellejo de vino sin la menor vergüenza—. ¿Y por qué no lo haces tú o tus preciosos magos?
—Mis destrezas son insuficientes, y mi presencia ha sido, por el momento, tachada de indeseable por la propia princesa —respondió Vangerdahast, extendiendo las manos en un gesto de indefensión. Después calló, dándoles la oportunidad de plantear todas las preguntas que dio por sentado que harían.
—Discúlpeme si lo que voy a decir raya la grosería —dijo Manarech de Tymora—, pero ¿debemos entender que nos está pidiendo que nos abramos paso a la fuerza en los aposentos de la princesa? ¿E interrumpirla, quizás, estando en compañía de su...? —Guardó silencio, trazando una circunferencia en el aire con la mano, en un gesto significativo. Ninguno de los presentes carecía de la imaginación necesaria para saber que la palabra «amante» era la omitida.
—¿Y quién es ese hombre? —preguntó el clérigo supremo de Tyr, enarcando las cejas para dar pie a un gesto de reflexión.
—Se llama Aunadar Bleth —respondió Vangerdahast—, y quizá sea el amante de la princesa, por lo poco que sé... o he querido preguntar. —Hizo que estas últimas palabras parecieran impregnadas de rechazo, mirando en derredor al decirlas, de modo que nadie pudiera sentirse excluido o herido.
«Dioses —pensó para sus adentros—, los clérigos no son mejores que los magos... ¡Todos son un barrilete de orgullo, embutido en un pichel de inteligencia! Incluido, sin duda —reflexionó con tristeza—, un servidor.»
—¿De veras es tan urgente este asunto como usted dice? —preguntó el de Milil—. ¿No podría tratarse desde el lugar sagrado de... esto... cualquiera de los presentes, y solucionarlo de la manera habitual?
—El destino del reino pende de una cuerda floja —respondió Vangerdahast con suavidad—. Y aunque sea por esta vez, no se trata de la frase de un cuenta cuentos, sino de la pura verdad.
»¿No está de acuerdo, señoría? —prosiguió, volviéndose con un gesto grandilocuente y lento, para dirigirse al clérigo supremo Manarech Eskwuin—. ¿Acaso no supone lo que usted ha tenido ya oportunidad de presenciar, una amenaza para toda Cormyr?
El de Tymora hizo un gesto de asentimiento y se levantó cuan largo era, extendiendo los brazos en un gesto dramático para sacar mayor provecho a su intervención.
—Así es, y ha hecho usted bien en reunirnos aquí, al igual que ha hecho bien en recabar todas nuestras sagradas destrezas. El día en que cae un rey, junto a los grandes de su reino, es el día en que la paz del reino corre una seria amenaza.
—¿Qué? —Se produjo un momento de confusión, al plantearse a gritos una serie de preguntas, y Vangerdahast tuvo que levantar las manos para pedir silencio. Por suerte, no tuvo que recurrir al silbato plateado, porque callaron de inmediato. El interés suscitado los hizo esperar con impaciencia las siguientes palabras.
—Ayer tarde —dijo, serio—, el rey, el duque Bhereu, el barón Thomdor y el joven Bleth cazaban en el Bosque del Rey. Encontraron una bestia metálica que los hirió con una especie de aliento. Gracias a la magia pudimos trasladarlos a palacio de inmediato, pero todos los nobles habían perdido la conciencia. El duque Bhereu murió casi de forma inmediata, y en este momento Thomdor y el rey luchan por sus vidas. Aunadar Bleth se escabulló para reunirse de inmediato con la princesa. Necesito saber por qué razón fue el único que no cayó herido, y si es portador de alguna suerte de veneno o algo que pueda estar afectándolo a él, a la princesa o a cualquiera que pueda ponerse en contacto con él en el futuro. También necesito saber cómo se encuentra.