Corsarios Americanos (36 page)

Read Corsarios Americanos Online

Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pears apareció en la ya menguante luz del atardecer y dijo con voz ronca:

—Dentro de una hora habrá que reducir trapo, señor Bolitho. Pero no quiero pasar la noche con las velas facheadas. En esta zona hay demasiada corriente para que el barco esté cómodo así. —El comandante desvió la mirada hacia el almirante y añadió con sequedad—: Debemos prepararnos para el regreso de la
Spite
.

Coutts, agarrando a Pears por el brazo, le apartó a un rincón. La distancia no era suficiente para que Bolitho se perdiese el tono de cólera de su voz:

—¡Por todos los dioses, comandante, está agotando mi paciencia! ¡No pienso aceptar ninguna insolencia de parte de usted ni de nadie! ¿Me ha oído?

Pears murmuró algo en respuesta, pero los dos hombres se habían ya alejado demasiado para que fuese posible oírles.

Bolitho vio la cara de Couzens, brillantemente iluminada por el farol de la aguja magnética, mientras el guardiamarina anotaba el rumbo en la pizarra del asistente del piloto. Le pareció un símbolo. La juventud, la ignorancia, la inocencia, se podía ver bajo cualquiera de esos prismas. El conjunto de hombres se veía arrastrado hacia lo que, fácilmente, podía convertirse en una catástrofe. La determinación de Coutts precisaba poco para dar paso a la incertidumbre. Pears y su desconfianza hacia el almirante tampoco eran lo ideal en una misión, y también podían hacerla fracasar.

La fidelidad de Bolitho se hallaba dividida entre los dos. Admiraba a Coutts mucho más de lo que podía explicar, pero también compartía el punto de vista cauteloso de Pears. Lo viejo contra lo nuevo. El comandante ya no iba a progresar más en su carrera, mientras que el almirante se veía aún capaz de alcanzar más honores en un futuro no muy lejano.

Oyó que Cairns hablaba con Tolcher, el contramaestre, en la cubierta del combés.

Ambos hombres se ocupaban, antes de que acabara la jornada, de organizar la disciplina del día siguiente, algo que un oficial de navío no debía olvidar jamás, ni en tiempo de guerra ni en tiempo de paz. Independientemente de qué tipo de hombre anduviese junto a la toldilla, amo y señor del navío, en su majestuoso silencio, el navío era lo prioritario. Mañana, y todos los mañanas venideros. Había que pintar bordas, azotar a un hombre rebelde, ascender a otro, repasar cabuyería, vergas. No se terminaba nunca.

De repente recordó las palabras de Probyn sobre cómo pensaba aprovechar la menor ocasión que se le presentase. Parecía que lo estuviese viendo, al teniente, en persona.

Cairns no tardaría en escaparse del
Trojan
. Ni siquiera Pears sería capaz de negarle la oportunidad, la próxima vez que ésta llegase. Bolitho suspiró, pues no le seducía nada imaginarse, dentro de pocas semanas o dentro de pocos días, ocupándose de las tareas de Cairns mientras Pears buscaba a alguien con más experiencia para reemplazarle.

Cairns era capaz de mandar un barco. Justo, severo e inteligente. Con más hombres como él se lograrían suficientes victorias para que todo el mundo estuviese satisfecho, pensó con amargura.

El guardiamarina Couzens cruzó la cubierta del combés y preguntó:

—¿Asistiremos pronto a más acciones de combate, señor?

Bolitho sopesó la pregunta.

—Sé tanto como usted.

Couzens dio un paso atrás y se calló. Había visto a Bolitho discutir temas importantes con el almirante. Aunque, por supuesto, un teniente no iba a permitirse compartir el privilegio de esa información con un mero guardiamarina. Pero mientras Bolitho supiese que él era consciente de eso, pensó, ya compartían algo.

Pocos minutos después de la primera luz del alba, las gavias de la
Spite
fueron avistadas por el vigía de la cofa para alivio de todos y no poca sorpresa de unos cuantos. La minúscula y pálida pirámide de velas, sin embargo, se acercaba con tal lentitud que la espera sacaba de quicio todavía más a las gentes. Bolitho sentía el ambiente enrarecido, parecido a una amenaza, a su alrededor.

Se frotaron con arena las cubiertas; la dotación recibió su desayuno junto con una buena ración de cerveza. Luego se formó a los hombres para asignarles las distintas tareas diarias a lo largo y ancho del navío. Más de un suboficial tuvo que usar las amenazas y los golpes de rebenque para llamar a filas a sus hombres, que en cuanto podían se escaqueaban hacia la borda para ver cuánto se había acercado la balandra.

Una vez ésta hubo ganado todo el barlovento que podía, viró de bordo y facheó sus velas a sotavento del
Trojan
. Inmediatamente se vio arriar un bote al agua. Cunningham en persona se embarcó en él para llevar su informe al almirante.

Bolitho, asignado al grupo que ofrecía honores en la banda de estribor al joven comandante, no hubiera querido estar en su lugar. Había visto ya a Coutts, que paseaba arriba y abajo de la toldilla mientras observaba la
Spite
, también había recibido durante la mañana numerosas y ásperas reprimendas de Pears sobre asuntos que en cualquier otro momento hubieran parecido demasiado triviales para merecer siquiera un comentario.

Pero Cunningham, que franqueó el portalón de entrada y alzó su sombrero primero en dirección al alcázar y luego a los infantes de marina, no mostraba la menor ansiedad. Su mirada resbaló por encima de Bolitho sin pestañear. Completados los honores, desfiló hacia popa para reunirse con el comandante.

Más tarde, Bolitho recibió orden de acudir a la cámara del almirante. Allí se encontró con Cairns, que esperaba ya junto al teniente de banderas de Coutts.

Tampoco le sorprendía que reclamasen su presencia en popa. Era costumbre invitar al primer teniente del navío, junto a su inmediato subordinado, cuando se decidía alguna maniobra importante. Por supuesto el papel de ambos oficiales se reducía al de testigos, pues podían escuchar pero no opinar.

En el comedor resonaba la voz del comandante Pears, sonora y furiosa; por su parte, Cunningham se explicaba en un tono áspero y mucho más pragmático.

Cairns dirigió una mirada al teniente Ackerman:

—Todo el mundo está hoy de un humor de perros, parece.

—El almirante se saldrá con la suya —replicó Ackerman sin mover ni un músculo de su rostro.

Se abrieron de golpe los batientes de una puerta. Los tres hombres se introdujeron en la cámara como espectadores rezagados de una función teatral.

Bolitho miró a Coutts. Ahí terminaban las incertidumbres.

—Bien, señores —empezó alegremente el almirante—: la información proporcionada por el comandante Pagel ha demostrado por fin ser muy valiosa. —Agitó la cabeza hacia Cunningham y procedió—: Explíquese usted.

Cunningham relató cómo, una vez descubierta la isla, envió, aprovechando la oscuridad, un comando de desembarco. La misión llevó más tiempo del previsto; se había visto humo de hoguera en las cercanías, lo cual hacía sospechar en la existencia de un campamento o base, y obligaba a usar todas las precauciones para evitar ser descubiertos.

Bolitho pensó que el comandante debía de haber ensayado esa parte de su discurso mientras se trasladaba a bordo del bote. Se trataba de frenar cualquier crítica que, con sólo ser expresada, pudiese perjudicar sus aspiraciones a la recompensa.

—Hay un buen fondeadero —explicó—. No es muy grande, pero queda escondido y no se ve desde mar abierto. Se ven varias chozas, así como gran cantidad de desechos, lo que demuestra que allí llegan buques para cargar y descargar mercancías, o si hace falta efectuar reparaciones.

—¿Qué hombres mandó a tierra? —preguntó Pears.

Bolitho esperó, viendo la breve sonrisa de Coutts provocada por la rápida respuesta del comandante de la balandra:

—Fui yo en persona, señor. No hay error posible sobre lo que vi.

—¿Qué más? —preguntó Coutts.

Cunningham no había dejado de mirar a Coutts.

—Vi que había allí una goleta fondeada, fácilmente apresable: un buque corsario, de eso no cabe duda.

Intercambiaron miradas y Coutts dijo:

—Debe de estar esperando la llegada de otro buque. ¡Apuesto a que transporta armas suficientes para equipar a dos regimientos!

—Pero imagine, señor —terció insistente Pears—, que no hay nada más que la goleta. —Su mirada abarcó con desmayo la amplitud de la cámara—. ¡Sería como matar una mosca a cañonazos!

—La primera parte de la información se ha demostrado cierta, comandante Pears. —Pears le vigilaba, insistente, autoritario—. ¿Por qué pone usted aún en duda la parte restante? Esa isla ha sido elegida, obviamente, por sus accesos. Tanto desde las islas de barlovento como desde las de sotavento; incluso desde tan al sur como las colonias españolas. Es un punto de intercambios excelente. También es ideal para rearmar un buque mercante y transformarlo en corsario. —El almirante tenía dificultades para reprimir su impaciencia—: Esta vez les atacaremos en su cubil. Les eliminaremos para siempre.

Inició el paso que le llevaba al exterior de la cámara como si ya no fuese capaz de reprimir su excitación ni un instante más.

—Piensen en ello —añadió—: Nos basta con atraparles en su fondeadero y requisar todos los buques que pretendan introducirse allí. Así, los franceses se lo pensarán dos veces, cuando se trate de permitir que sus oficiales caigan tan bajo. Y digo más: una derrota de este calibre también dará qué pensar a sus socios españoles. Se les quitarán las ganas de actuar como hienas sobre los restos de la batalla.

Bolitho intentó analizar los hechos como si no estuviese allí, evitando considerar a Coutts como un superior, alguien con quien, además, había compartido unas cuantas semanas de su vida.

¿Tan importante era el descubrimiento? ¿O Coutts se esforzaba en hincharlo como un globo, para hacerlo parecer más importante?

Unas cuantas chozas y una goleta no parecían un gran botín. El tono resentido de Coutts denunciaba que, en su fuero interno, él mismo había pensado ya en eso.

Miró de nuevo a su alrededor y descubrió que el humor general había vuelto a transformarse. Foley, el mayordomo de la cámara, había aparecido y repartía copas de vino para celebrar las noticias traídas por Cunningham.

Coutts alzó su copa:

—¡Por ustedes! —dijo mostrando una amplia sonrisa—. ¡Brindemos por la victoria, señores! ¡Y reguemos porque sea lo menos dolorosa posible!

Se volvió enseguida para examinar el mar a través de las cristaleras de popa. Eso le impidió ver que Pears devolvía su copa a la bandeja sin probar el vino.

Bolitho sí gustó del líquido rosado pero, como el humor de la sala, en aquel momento le pareció súbitamente amargo.

13
SIN DISIMULOS

—¡El comandante se acerca, señor! —El apresurado siseo del segundo del contramaestre sonó artificialmente rotundo en la quietud del alba.

Bolitho se volvió en redondo buscando la maciza silueta de Pears, al que vio acercarse a la aguja magnética y murmurar algo al oído de Sambell, el segundo del piloto, antes de arrimarse a la barandilla del alcázar.

Bolitho sabía que en aquella circunstancia era mejor mantenerse callado. El
Trojan
trazaba su ruta hacia el sur empujado únicamente por las gavias y el foque. Una hora antes, cuando la oscuridad dominaba aún el firmamento, el navío se había visto envuelto en un auténtico diluvio tropical. La lluvia se abatió sobre el lento casco con la furia salvaje de una tormenta. Sus gotas avanzaron en la oscuridad para golpear con la fuerza del trueno las lonas y la tablazón de cubierta y, con la misma rapidez, cruzar hacia la banda opuesta. Pero ahora ya había escampado y el agua continuaba goteando sonora por velas y aparejos, desde lo alto de los mástiles hasta los imbornales, donde formaba minúsculas cascadas. Cuando el sol empezase a calentar, pensó Bolitho, levantaría tal cantidad de vapor que el navío parecería un buque en llamas.

Pero eso Pears ya lo sabía y no precisaba ser informado. Había presenciado demasiados amaneceres en la mar, demasiados horizontes, para necesitar que un teniente de navío le recordase cómo eran.

Aunque la cubierta del combés se hallaba aún en la penumbra, Bolitho sabía que todos los cañones estaban listos, las gentes junto a ellos formadas y a punto de entrar en acción en cuanto los fogones de la cocina se apagasen. En el ambiente se palpaba algo siniestro, casi pavoroso. Aquel majestuoso navío que avanzaba como una sombra hacia tinieblas más profundas, los gualdrapeos de las velas, que el viento fatigado no alcanzaba a hinchar, el crujido de la rueda que los timoneles maniobraban intentando mantener el rumbo.

En algún lugar, por delante de la proa, se hallaba el objetivo de Coutts, la minúscula y remota isla donde esperaba, o mejor dicho pretendía, hallar tantas cosas. Se llamaba isla San Bernardo y no formaba más que un puntito negro en la carta manejada por Erasmus Bunce. Al parecer había servido de último refugio a una oscura orden religiosa que desembarcó en ella hacía más de un siglo. Bunce comentó con desprecio que probablemente habían llegado allí por error, tras confundir sus picos con la costa de alguna de las islas mayores. Parecía verosímil, reflexionó Bolitho. Las noventa millas que separaban las islas de Santo Domingo y Puerto Rico constituían un trayecto considerable, casi oceánico, para una embarcación pequeña manejada por gente sin experiencia. Los monjes habían pasado a la historia hacía ya tiempo, según decían diezmados por los piratas o por cautivos huidos de otras islas, o acaso por otra categoría de la docena larga en que se podían clasificar los hombres peligrosos dedicados al saqueo y a la piratería a todo lo largo y ancho del rico mar Caribe.

La
Spite
se hallaba ya cerca de tierra, posicionada y dispuesta a bloquear la entrada al fondeadero. Imaginó que Cunningham se frotaba las manos ansioso, como si viese ya su nombre impreso en letras de molde en las páginas de la Gaceta Militar.

Bolitho oyó que Pears se le aproximaba. Se acercaba la hora de la verdad. Con voz pausada dijo:

—El viento se mantiene, señor, noroeste.

Esperó inmóvil y notó que dudaba por el peso de su responsabilidad.

—Excelente, señor Bolitho —murmuró por fin el comandante—. Falta poco para que la luz del día nos muestre el camino.

Pears echó un vistazo hacia las perillas de los palos y examinó los enormes rectángulos de lona pálida. Más arriba retrocedían las últimas estrellas.

Bolitho desvió también su mirada hacia el cielo y se preguntó qué debía sentir aquel hombre. Qué suponía mandar y cargar sobre los propios hombros el mérito del éxito y la culpa por el fracaso. Así como Cairns parecía ya preparado para ello, él se sentía inseguro, demasiado ausente para entender los sentimientos de alguien como Pears. Pensó que uno de esos días Cairns desembarcaría. ¿Conseguiría él entonces acercarse más a Pears? Lo dudaba.

Other books

Ross 02 Rock Me by Cherrie Lynn
The Passion by Boyd, Donna
Amberville by Tim Davys
Delighting Daisy by Lynn Richards
Rocky Mountain Miracle by Christine Feehan
The Orange Grove by Larry Tremblay
The Scorpion Rules by Erin Bow
My Idea of Fun by Will Self