Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.
Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».
El Semanal, 10 Junio 2007
Le hago la señal al taxi al ver su lucecita verde y el cartel de Libre, y un segundo después compruebo que hay otra persona en el asiento contiguo al conductor: una joven rubia. Demasiado tarde para dejar que el vehículo siga adelante, pues se detiene. No es frecuente, pero ocurre: subir a un taxi a cuyo conductor acompaña, durante parte del trayecto, un pariente, novia, esposa o lo que sea. No es agradable, pero tampoco hay mucho que objetar. Rechazarlo sería descortés. Así que, resignado, abro la portezuela, doy los buenos días y me acomodo en el asiento posterior. «A Felipe IV, número 4», apunto. Luego abro el catálogo de una librería de viejo que acabo de recibir. «Azaña, Manuel. La invención del Quijote y otros ensayos. 20 €», empiezo a leer. El taxi arranca.
A los quince segundos comprendo que he cometido un error. Por los altavoces suena un bakalao estremecedor, pumba, pumba, que retumba en mi caja torácica. El taxista es joven, de la variedad macarra madrileña en versión posmoderna, tatuajes y actitudes incluidas, que conduce a base de frenazos bruscos y golpes de volante, saltándose carriles mientras me zarandea de un lado para otro. Por si fuera poco, está encabronado con su novia, que es la rubia que va en el asiento de al lado, delante de mí, con el pelo largo agitándose a un palmo de mi nariz a causa del viento que entra por la ventanilla abierta. «Te digo que no passsa nada», repite él una y otra vez, mientras la torda le pone morros y lo llama cabrón por lo bajini. «Y a esa tía –añade el taxista, sin especificar nombres– le voy a dar dos hostias por bocazas.» A tales alturas, el drama humano que se desarrolla a cuatro palmos de mis orejas impide que me concentre en el catálogo. «Conyers, Frank. Manual del tintorero y quitamanchas, 25 €», leo distraído. De pronto, el taxista hace otra maniobra brusca, frena, acelera, me doy contra el asiento de la rubia y pasamos por centímetros entre un autobús municipal y un mensaka en moto. «No tengo ninguna prisa», le digo con rintintín –o como se diga– al taxista, que ya me tiene algo acojonado. «¿Qué?», responde el fulano, mirándome por el retrovisor. «Dice que no corras tanto, gilipollas», le aclara la pava, flemática. «¿De qué vas, tía?», inquiere hosco el fitipaldi, mirándome de nuevo por el retrovisor como si me atribuyera toda la responsabilidad de la crisis. Me sumerjo de nuevo en el catálogo, o lo intento. «Marañón, Gregorio. Raíz y decoro de España. 40 €.» Hay que joderse, me digo. Hay que joderse.
Quince frenazos, ocho golpes de volante y veintisiete zarandeos más tarde, con el bakalao haciendo pumba, pumba, un tímpano descolgado y el otro flojo, y mientras la discusión entre la rubia y su prójimo sube de tono –ahora mencionan a un tal Paco y a la madre de ella, que por lo visto se llama Encarni y vive en Leganés– una maniobra absolutamente infame de mi taxista favorito hace que el conductor de una furgoneta increpe áspero a mi primo el bielas. Desde mi privilegiado lugar de observación asisto, casi en primera línea de fuego, al intercambio verbal entre el taxista y el furgonetero, que tiene un aspecto inmigrante del tipo Machu Pichu de toda la vida. «¡Vete a cagar, panchito!», sugiere el castizo. «¡Hijoputa!», responde bravo y sin achantarse el otro, que ya domina con soltura –todo es ponerse a ello– la dialéctica nacional. El taxista hace amago de bajarse, pero la rubia lo contiene. Arrancamos de nuevo. Otro acelerón. «Mussolini, Benito. La revolución fascista. 35 €.» El catálogo se me cae al suelo. Al duodécimo frenazo tras el incidente de la furgoneta, bailan las letras y hace un calor que se muere la perra. Tiene huevos: empiezo a sentir náuseas, yo que presumo de no haberme mareado nunca y comerme, en la mar procelosa, temporales crudos y sin pelar. Mientras lucho por no largar la pota y arrimo la cara a la ventanilla abierta para que me dé el aire, el pelo de la rubia, agitado por el viento –seguimos circulando a toda leche mientras ellos discuten a grito pelado–, me roza las napias con muchas cosquillas. Estornudo como un descosido, hasta dislocarme el esternón. Y no llevo encima un maldito clínex. «¿Resfriado?», interroga la rubia, volviéndose solícita. «Alergia», respondo moqueando, a punto de echarme a llorar.
Frenazo. Fin de trayecto, gracias a Cristo. «Felipe IV, caballero.» Les arrojo el precio de la carrera y salgo del taxi de estampía, cual morlaco desde toriles, cayendo en los brazos acogedores de un conserje de la RAE. Y con chirrido de neumáticos –llevándose el catálogo, que con las prisas he olvidado en el asiento–, el taxista arranca y se pierde con su churri, haciendo pumba, pumba, tras el casón del Buen Retiro.
El Semanal, 17 Junio 2007
Hablo de memoria, pero creo recordar que, hace unas semanas, a un ministro de Sanidad chino lo fusilaron por corrupto; y otro japonés, tras ser pillado de marrón, se hizo el harakiri en plan grosero, ahorcándose antes de que la Policía le dijera estás servido. Ambos episodios se prestan a comentarios e interpretaciones según el punto de vista de cada cual. En lo que respecta al chino, hay quien verá el asunto con la indignación del que se opone a la pena de muerte, y hay quien opinará que, puestos a meter en algún sitio doce balas de AK-47, las asaduras de un ministro corrupto son lugar adecuado. Yo no voy a pisar ese jardín. Me limitaré a decir que, aunque me parece mal la pena de muerte en términos generales –en casos particulares y personales ya hilo más fino–, el fusilamiento de un ministro de Sanidad corrupto no me quita el sueño, ni en China ni en Leganés; que me disculpen los usuarios de mecheros Bic y el borreguito de Norit. Lo que me desvela, poniéndome una mala leche espantosa, es la impunidad que nuestra confortable y humanitaria España brinda a tanto sinvergüenza, sea ministro o sea gorrilla de aparcamiento junto a la Giralda –y que me perdonen los gorrillas por mezclarlos con esa turbia compañía–. Eso me lleva a hablarles del otro difunto. Del japonés. Porque imaginen el caso. Mikedo Kontodo, o como se llame el fulano, se entera de que lo suyo va a hacerse público, y de que el telediario contará con pelos y señales cómo se lo llevó crudo con terrenos recalificados en Osaka, se conchabó con los yakuzas, trincó comisiones fraudulentas hasta del dibujante de Heidi, y se gastó la viruta con geishas y lumis vestidas de colegialas con calcetines, que eso allí los pone a todos como Yamahas. Así que nuestro primo Mikedo, que tuvo un antepasado samurái en Okinawa, otro en Tsushima y otro con los Cuarenta y Siete Ronin, decide que el deshonor es demasiado para su cuerpo serrano. Así que, para rehabilitarse él y su familia ante la sociedad a la que defraudó, dice Banzai, se pone el kimono, se calza media botella de sake para que no le tiemble el pulso, y como rajarse las tripas le da repelús –hasta los japoneses se están amariconando ya– decide ahorcarse en el jardín, entre bonsáis, antes que verse en boca del vulgo, como la Lirio.
Y ahora tráiganse la cosa para España. E imaginen, si tienen huevos, a ese concejal de Urbanismo, a ese alcalde, a ese diputado, a ese ministro o ministra, enterándose de que va a saberse lo suyo con el constructor Fulano, las prevaricaciones, cohechos y corruptelas diversas, el lío con una guarra de Aquí hay tomate, los setecientos viajes en avión oficial para comprar ropa en Londres, o la grabación de sus conversaciones íntimas con Josu Ternera diciéndole: «Porque sin ser tu marío, ni tu novio, ni tu amante, soy el que más te ha querío. Con eso tengo bastante». Imagínense todo eso, como digo, y al pavo o la pava de turno apesadumbrado por el oprobio, dudando entre soga, veneno o puñal, como en los dramas de Tamayo y Baus. Qué dirán, cielo santo, mis compañeros de partido, y mis votantes, y mis hijos, y los hijos de mis hijos. Y mis ancestros. Tierra, trágame. Adiós, mundo cruel. Etcétera.
¿Verdad que no se lo imaginan ustedes ni hartos de morapio? Pues yo tampoco, y eso que vivo de echarle imaginación a las cosas. Si un político español se entera de que mañana airean su cuenta en Gibraltar, los ladrillos de su compadre o las bolsas con billetes de quinientos euros de su legítima, encoge los hombros, se fuma un puro y marca el teléfono de una sauna de ucranianas. Que venga Ivanka a relajarme, que estoy algo tenso. Entonces vas y le explicas lo del japonés: aquel caballero decidió salvar su honor con esto y lo otro. Samurái, ya sabe. Gente así. ¿No seguiría usted su ejemplo, más que nada para desinfectar el paisaje? Anímese, hombre. Apenas duele. Honor y demás parafernalia. Entonces el fulano, tapando el teléfono con la mano, pregunta de qué vas, Tomás, y te recomienda eches un vistazo a los últimos resultados electorales: pese a los procesos que tiene abiertos por corrupción urbanística, trata de blancas y conducir sin carnet, en su pueblo acaban de reelegirlo por mayoría absoluta. Esto es España, listillo, remata. Que eres un listillo. Aquí estamos en familia; todos somos presuntos de algo, así que no pasa nada. Cuervo no come cuervo. En el peor de los casos, un juicio, fotos y titulares de prensa, algo de talego, y después a disfrutar. Que son dos días. Entre nosotros, chaval: ese japonés era un poquito gilipollas.
El Semanal, 24 Junio 2007
Estoy sentado en una terraza, leyendo junto al viejo puerto del castillo del Huevo, en Nápoles. Y me digo que los libros sirven, entre otras cosas, para amueblar paisajes. Llegas a tal o cual sitio, aunque nunca antes hayas estado allí, y las páginas leídas permiten ver cosas que otros, menos afortunados o previsores, no son capaces de advertir. Un islote despoblado y rocoso del Mediterráneo, por ejemplo, es sólo un pedrusco seco cuando quien lo contempla desconoce las peripecias de Ulises y sus compañeros. Sin Lampedusa y su Gatopardo, Palermo no sería más que una calurosa e incómoda ciudad siciliana. Quien viaja a México ignorando los textos de Bernal Díaz del Castillo o de Juan Rulfo, no sabe lo mucho que se pierde. Y no es lo mismo pasear por Oviedo, o por Buenos Aires, con o sin La regenta, Roberto Arlt y Borges en el currículum.
Con Nápoles me ocurre exactamente eso. Amo esta ciudad pese a su carácter ruidoso, sucio y caótico. Y la amo no sólo por su bellísima bahía, sus islas próximas y el mar venerable al que se asoma, sino por las imágenes y lecturas acumuladas durante toda mi vida: Curzio Malaparte, Totó, Stendhal, el duque de Rivas, Sofía Loren, Benedetto Croce, Giuseppe Galasso y tantos otros. Pero sucede que, aparte todo eso, en Nápoles no soy extranjero; ningún español lo es. Desde Alfonso V de Aragón y durante trescientos cincuenta años, nuestra presencia fue intensa y constante, sobre todo en los siglos XVI y XVII, cuando esta ciudad y su entorno eran tan españoles como Andalucía, Vizcaya o Cataluña. Aquí estuvo Francisco de Quevedo con su amigo el duque de Osuna; y de este puerto, bajo las cuatro torres negras de Castelnuovo, salieron las galeras españolas para corsear en el mar de Levante, combatir la piratería turca y vencer en Lepanto. Soldados embarcados en esas galeras –uno de ellos se llamaba Miguel de Cervantes– dejarían cumplida constancia en memorias, relaciones y escritos. Todos, además, hablaron de Nápoles con cálida añoranza: clima templado, hermoso país, dinero de botines para gastar, ventorrillos de Chiaia, mujeres guapas, mancebías de la vía Catalana, tabernas del Mandaracho y del Chorrillo. Ciudad magnífica, la llamaron: pepitoria del orbe y escenario de su dorada juventud, cuando España era todavía la potencia más poderosa de Europa, tenía a medio mundo agarrado por el pescuezo y estaba en guerra con el otro medio.
Así, visitar esta ciudad es pasear también por la historia de España. Hasta el dialecto napolitano quedó trufado de españolismos espléndidos: mperrarse, mucciaccia, mantiglia, fanfarone, guappo. Las iglesias están empedradas de lápidas funerarias con nombres de gobernantes, religiosos y soldados españoles, y en cada esquina despunta un recuerdo, un nombre, una referencia inalterada, directa: calle del Sargento Mayor, Trinidad de los Españoles, Santiago de los Españoles, vía Toledo, vía Catalana, calle de Cervantes, Barrio Español… Este último, que todavía se llama así, Quartieri Spagnoli, es un conjunto de calles que durante el virreinato albergó las posadas y casas particulares donde vivían los tres mil soldados de la guarnición. Recorrer despacio sus calles adornadas con hornacinas de vírgenes y santos supone moverse aún por aquellos viejos siglos. Y si a uno lo acompañan las lecturas idóneas, el itinerario se convierte en deliciosa incursión por el pasado y la memoria. Eso incluye también guiños personales, pues me es imposible pasar por la esquina de la calle San Matteo con el vico della Tofa sin recordar que allí imaginé la posada de Ana de Osorio, donde el capitán Alatriste e Íñigo Balboa se alojaron en 1627, cuando servían en el tercio de Nápoles. Y sin las relaciones de los veteranos soldados españoles –ahora me refiero a las auténticas–, la vía del Cerriglio, situada en otro lugar de la ciudad, no sería hoy más que una calle fea y desangelada; pero allí estuvo la famosa hostería del Chorrillo, frecuentada por la más ruda soldadesca del virreinato: pícaros, buscavidas, valentones y otras joyas de la chanfaina hispana. Visitarla con el eco de Alonso de Contreras, Miguel de Castro, Jerónimo de Pasamonte o Diego Duque de Estrada en la memoria, subir esquivando inmundicias por la estrecha –y muy sucia– calle de los escalones de la Piazzeta, permite detenerse, cerrar los ojos, escuchar y advertir cuanto late todavía en sus viejos rincones; vislumbrar las sombras entrañables que se mueven alrededor, hablándote al oído de lo que Nápoles fue, de lo que tú mismo fuiste, y de lo que somos. Entonces compadeces a quienes son incapaces de amueblar el mundo con libros.