Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
El Semanal, 01 Julio 2007
Empieza a ser irritante la fiebre de revisionismo histórico-científico que, en los últimos tiempos, todo cristo aplica a reliquias, objetos varios y demás parafernalia memoriosa. Quienes, como el arriba firmante, fuimos criados en el culto al mito, la visita al museo, el recuerdo familiar del tatarabuelo y cosas así, no podemos abrir últimamente un periódico o ver la tele sin que nos tiren los palos del sombrajo. Porque lo cierto es que no está quedando títere con cabeza. La ciencia –bombas atómicas y doctor Mengele aparte– es sin duda fuente de innumerables bienes para la Humanidad doliente; pero también, cuando se pone estupenda, termina convirtiéndose en una incómoda mosca cojonera.
Antes, con lo del carbono 14, todavía salvábamos los muebles. Ahora, en cuanto bajas la guardia, aparece un investigador probando, tras aplicar al objeto en cuestión los más modernos avances técnicos, holografías parafásicas, escáneres informáticos de amplio espectro y otros artilugios diabólicos, que los huesos de Santa Romualda, virgen y mártir, conservados desde hace siglos en el relicario correspondiente, son en realidad costillas de cabrito lechal datadas, como muy tarde, cuando la guerra de Cuba; que el trozo de la Vera Cruz que trajo de las cruzadas el capitán Trueno es madera de eucalipto, árbol que no creció en Palestina hasta el siglo XIX; que el copón de Bullas, veneradísimo por todo murciano en edad de blasfemar, ni es copón ni es de Bullas; o que el prepucio de San Aniceto, obispo, es en realidad una corteza de gorrino frita y momificada. Y la verdad es que no paran. Empezaron con la murga de la Sábana Santa, y ahí la tienen: ni para escribir bestsellers sirve ya. Lo último, por lo visto, es que la astilla fósil del arca de Noé que se guarda en el museo arqueológico de Gotham City la encontraron en un sitio donde no ha llovido en la puta vida.
Y es que, puestos ya a violentar lo más sagrado, ni siquiera se respetan los grandes mitos. Hasta al fiambre chamuscado de Juana de Arco, alias la doncella de Orleáns, le han metido mano los gabachos, o se la van a meter. No sé bien cómo anda la cosa, pero seguro que, al final, lo de doncella era sólo una forma de decirlo. Lo mismo pasa, según fuentes de toda solvencia, con el sextante de Cristóbal Colón, el Kalashnikov de Saladino y la última caja de Durex que usaron Indíbil y Mandonio. Todas son, aunque parezca increíble, reliquias de jujana. Sólo se salvan, de momento, los huesos de Francisco de Quevedo, que los expertos acaban de bendecir en Villanueva de los Infantes. Y me alegro por don Paco. No quiero ni pensar que fueran los de Góngora.
Es razonable, de todas formas, el deseo de liquidar ciertos embustes. Éstos sirvieron a menudo para fomentar la incultura y la superstición, teniendo a la gente –eso todavía ocurre– agarrada por las pelotas. Pero no se puede mochar parejo. ¿Qué más da, por ejemplo, que la espada del Cid Campeador, a la que el Ministerio de Cultura español ha puesto los pavos a la sombra, sea auténtica o no lo sea? Se non è vero –sostiene el viejo dicho alemán– è ben trovato. Si durante varios siglos la Tizona fue admirada como tal, dejémosla estar. Ningún daño hace a un niño contemplar, con sus compañeros de colegio, el acero que empuñó el Cid o el rifle de Pancho Villa. Los pueblos también necesitan mitos y leyendas para ir tirando, para componer imaginarios colectivos, para acreditar lo que son con lo que fueron, o pudieron ser. Iluminar cada rincón en penumbra de esa Historia menuda, útil para apuntalar la otra, no siempre es un servicio a la sociedad. Muchas ambiciones, vanidades y mala intención pueden camuflarse, también, tras la supuesta búsqueda de la verdad que llevan a cabo ciertos paladines del gremio. Pues no siempre esa verdad nos hace libres, ni más cultos ni sabios. Hay verdades nobles y verdades nefastas, hay mentiras infames y mentiras espléndidas, y también muchas formas de barajar unas y otras. Algunos de nosotros –y eso no significa necesariamente que seamos tontos– precisamos creer, o fingir que creemos, en los trescientos de las Termópilas, la Pepa del año 12, el naranjero de Durruti o el virgo incorrupto de Helena de Troya, como otros necesitan una vida más allá de la muerte, que Dios se materialice en la hostia que alza el sacerdote, o que San Jenaro proteja a los devotos si su sangre se licúa en el día y a la hora previstos. Por eso hay que aplicar el método con extrema prudencia. Puestos a desmontar fraudes, podríamos quedarnos todos desnudos y a la intemperie. Que levante la mano quien no tenga un hueso falso en el relicario.
El Semanal, 08 Julio 2007
Hoy toca batallita, porque es buena fecha. El 19 de julio de 1808, a un ejército francés de 20.000 fulanos que se retiraba desde Andújar hacia Despeñaperros lo hizo polvo, en Bailén, una fuerza de tropas regulares y paisanos españoles. Y como aquél fue el primer desastre napoleónico en Europa, y también la primera vez que un ejército imperial capituló por la patilla, hoy me apetece recordarlo. Más que nada, porque ni siquiera estoy seguro de que el asunto figure todavía en los libros del cole. Se trata de una batalla, con gente haciéndose pupa; todo lo contrario, en fin, del diálogo de civilizaciones y el buen rollito macabeo, acostumbrados como estamos a confundir Historia con reacción, memoria con guerra civil del 36, pacifismo con izquierda, guerra con derecha y militares con fascistas. Pero la cosa no es nueva. Los complejos y la soplapollez no son exclusivos de ningún partido político. Hace décadas que para los sucesivos titulares y titularas de Cultura y de Educación españoles, las batallas tienen mala prensa. Da igual que sin ellas la Historia sea incomprensible. Mejor olvidarlas, para no contaminar de violencia militarista a nuestros futuros analfabetos. Además, en innumerables batallas y durante ocho siglos, aquí –era lo que había– se escabecharon moros. Figúrense. Genocidio, etcétera. Santiago y cierra España. Para qué les voy a contar.
Pero bueno. Estupideces aparte, lo de Bailén fue un puntazo. Y oigan. Si hay quien jalea goles del Madrid, o del Barça, por qué no aplaudir la goleada aquella. No fue una final de liga, pero sí un partido de infarto. Nadie le había dado nunca una somanta como ésa a los dueños de Europa. Y se la dimos. O se la dieron los que hace ahora ciento noventa y nueve años aguantaron toda una mañana, frente al pueblecito de Bailén, las acometidas del ejército gabacho del Petit Cabrón. Aunque luego nuestra fanfarria patriotera le echara demasiados adornos al asunto, lo cierto es que aquello no fue un prodigio de competencia militar, ni por parte franchute ni por la nuestra. Hubo coraje y sacrificio por ambos bandos, con cuarenta grados a la sombra y sin una gota de agua que llevarse al buche. Pero también hubo errores, confusiones, desaciertos e improvisaciones. Incluso la fase principal de la batalla, la defensa del pueblo y los cerros cercanos por parte de las dos divisiones del general Reding, se debió a que éste incumplió órdenes y estaba donde no debía estar. Pero hubo suerte. Y huevos. La tarde del 18 de julio, con el general Castaños detrás, llegaron a Bailén los franceses, que entre otras glorias llevaban el botín obtenido en el saqueo de Córdoba. Allí encontraron el paso hacia Despeñaperros y Madrid cortado por 18.000 cenutrios que les tenían muchas ganas. A las 8 de la mañana, después de tres horas de sacudirse estopa, los españoles sostenían sus posiciones pese a varios reveses parciales y a las cargas de dragones y coraceros enemigos, que los acuchillaban y obligaban a defenderse a tiros y bayonetazos, en campo raso y sin refugio donde guarecerse. Dos horas después, bajo un sol abrasador, enloquecidos de sed, los franceses habían atacado ya con todas sus tropas, sin lograr abrirse camino. Y a las 12 del mediodía, un último ataque masivo gabacho, encabezado por tres mil trescientos marinos de la Guardia Imperial, llegó hasta los cañones españoles, y allí se quedó. Siete años antes de Waterloo –«¡La Garde recule!»– la Guardia se comió, en Bailén, un marrón como el sombrero de un picador.
Si quieren ustedes ahondar en el asunto, déjense caer por una librería; y más ahora que, gracias a la recalcitrante estupidez del ex presidente Aznar, el Museo del Ejército de Madrid lo han hecho trizas, llevándose a Toledo los restos del naufragio. De los libros clásicos que conozco, los más completos me parecen Bailén, de Mozas Mesa, y Capitulation de Baylen, de Clerc; y entre los modernos considero excelentes los dos volúmenes de Bailén 1808: El águila derrotada, de Francisco Vela. Pero si el asunto los pone, lo mejor es que cojan el coche y den una vuelta por el viejo campo de batalla. Ha cambiado mucho, pero todavía es posible seguir las huellas de aquella jornada. Y si van la semana que viene, mejor, pues Bailén celebra el aniversario por todo lo alto. Aunque, para apasionados y otros frikis, el plato fuerte son las recreaciones históricas que allí representa anualmente la Asociación Napoleónica Española. La de este año fue en marzo, creo, y la próxima será en octubre de 2008. Eso prueba que en España aún es posible ganar batallas. Al menos, frente a la imbecilidad de tanto cantamañanas que confunde pacifismo con desmemoria.
El Semanal, 15 Julio 2007
Muchas veces he dicho que apenas quedan mujeres como las de antes. Ni en el cine, ni fuera de él. Y me refiero a mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera. Lo comento con Javier Marías saliendo del hotel Palace, donde en el vestíbulo vemos a una torda espectacular. «Aunque ordinaria», opina Javier. «Creo que no lo sabe», apunto yo. Seguimos conversando carrera de San Jerónimo arriba, en dirección a la puerta del Sol. Es una noche madrileña animada, cálida y agradable, que nos suministra abundante material para observación y glosa. Yo me muevo, fiel a mis mitos, en un registro que va de Ava Gardner y Debra Paget a Kim Novak, pasando por la Silvana Mangano de Arroz amargo; y Javier añade los nombres de Donna Reed, Rhonda Fleming, Jane Rusell y Angie Dickinson, que apruebo con entusiasmo. Coincidimos además en dos señoras de belleza abrumadora, aunque opuesta: Sophia Loren y Grace Kelly. Al referirnos a la primera, Javier y yo emitimos aullidos a lo Mastroianni propios de nuestro sexo –no de nuestro género, imbéciles– que vuelven superfluo cualquier comentario adicional. Haciendo, por cierto, darse por aludidas, sin fundamento, a unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro «por allí resopla» va con ellas. Respecto a Grace Kelly, dicho sea de paso, me anoto un punto con el rey de Redonda –me encanta madrugarle en materia cinéfila, pues no ocurre casi nunca–, porque él no recuerda la secuencia del pasillo del hotel en Atrapa a un ladrón, cuando doña Grace se vuelve y besa a Cary Grant ante la puerta, de un modo que haría a cualquier varón normalmente constituido dar la vida por ser el señor Grant.
Pero no sólo era el cine, concluimos, sino la vida real. Los dos somos veteranos del año 51 y tenemos, cine aparte, recuerdos personales que aplicar al asunto: madres, tías, primas mayores, vecinas. Esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera. No era casual, concluimos, que en las fotos familiares nuestras madres parezcan estrellas de cine; o que tal vez fuesen las estrellas de cine las que se parecían muchísimo a ellas. Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta. En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras.
Con esa charla hemos llegado a la calle Mayor, donde se divisa por la proa un ejemplo rotundo de cuanto hemos dicho. Entre una cita de Shakespeare y otra de Henry James, o de uno de ésos, Javier mira al frente con el radar de adquisición de objetivos haciendo bip-bip-bip, yo sigo la dirección de sus ojos que me dicen no he querido saber pero he sabido, y se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente –¿acaso no se mata a los caballos?–, abatirla de un escopetazo. Nos paramos a mirarla mientras se aleja, moviendo desolados la cabeza. Quod erat demostrandum, le digo al de Redonda para probarle que yo también tengo mis clásicos. Mírala, chaval: belleza, cuerpo perfecto, pero cuando decide ponerse elegante parece una marmota dominguera. Y es que han perdido la costumbre, colega. Vestirse como una señora, con tacón alto y el garbo adecuado, no se improvisa, ni se consigue entrando en una zapatería buena y en una tienda de ropa cara. No se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace. Puede ocurrir como con ese chiste del caballero que ve a una señora bellísima y muy bien puesta, sentada en una cafetería. «Es usted –le dice– la mujer más hermosa y elegante que he visto en mi vida. Me fascinan esos ojos, esa boca, esa forma de vestir. La amo, se lo juro. Pero respóndame, por favor. Dígame algo.» Y la otra contesta: «¿Pa qué?… ¿Pa cagarla?».
El Semanal, 22 Julio 2007
Hace muchos años que leo revistas náuticas, sobre todo inglesas y francesas. No hablo de revistas de yates de lujo para millonetis, sino de publicaciones para marinos: Yatching, Bateaux, Voiles, o las especializadas en asuntos profesionales, historia y arqueología, como la espléndida Le Chasse Marée, entre otras. También leo las españolas, por supuesto. Aunque éstas, más que leerlas, las hojeo. La diferencia entre leer y hojear se explica con el comentario que me hizo el director de una de esas revistas cuando coincidimos en un puerto. Por qué tanto barco nuevo y obviedades de pantalán, pregunté, y tan poca información útil para quienes navegan. Mi interlocutor se encogió de hombros. Una revista también es un negocio, dijo. Necesita la publicidad. Y a los anunciantes españoles no les gusta ver sus productos entre zozobras y tragedias. ¿Y a los lectores?, pregunté. A ellos, respondió, tampoco. El mar se vende como un lugar placentero, idílico, donde todo cuanto ocurre es agradable. El mar auténtico no interesa en España. Aquí fastidian los aguafiestas.