Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Y así seguimos, un verano más. No es que me parezca mal que haya revistas cuya función consista en ser catálogos publicitarios de marcas náuticas y registros de competiciones deportivas. Todo es necesario e interesante. Pero hay un aspecto del mar, a mi juicio el más auténtico, que no tiene que ver con las gafas de diseño, el calzado de moda, la vela de carbono sulfatado y la moto náutica del año, sino con las experiencias y realidades a las que deben enfrentarse los navegantes si las cosas vienen torcidas. Me refiero a todo aquello que, cuando toca tomar el tercer rizo, achicar una vía de agua o verse de noche sin motor y a barlovento de una costa peligrosa, ayuda a mantener el barco a flote. A salvar el pellejo propio y el de la tripulación que está a tu cargo.
Todo eso suele estar ausente en las revistas náuticas españolas. Casi todas sus páginas las dedican éstas a publicidad abierta o encubierta: nuevas embarcaciones, electrónica, regatas domésticas, ropa y utensilios náuticos que a veces poco tienen que ver con el mar de verdad, que es más duro y simple que todo eso. En cuanto a la parte práctica, cada año se repiten hasta la saciedad los mismos asuntos obvios: cómo arranchar para la invernada, usar el radar, reducir la mayor, encender una bengala o inflar el anexo. Respecto a rutas y experiencias marineras, éstas se limitan a enumerar, con fotos maravillosas, los restaurantes y las caletas de ensueño de una costa turística, o a contarnos cómo Mari Pepa y Paco viajaron por el Caribe haciéndose fotos y pescando langostas enormes. Y cuando excepcionalmente figura en portada un reportaje titulado: ¡Temporal de mar y viento, peligro!, y lo buscas con interés, esperando aprender algo útil sobre temporales, resulta que se trata de los gráficos y mapas de siempre, explicando cómo se forma una borrasca y los efectos meteorológicos de ésta. Y claro. Tienes eso delante, y al lado el Voiles o el Yachting del mismo mes, cuyos sumarios –donde tampoco faltan boutiques náuticas, regatas, veleros y motoras de moda– incluyen documentadísimos artículos, nada teóricos, sobre el uso del radar en el canal de la Mancha o cómo localizar y obstruir una vía de agua, detallados derroteros con los bajos y puntos peligrosos de tal y cual costa, o extensos relatos náuticos: desde cuadernos de bitácora hasta Ochocientas millas sin timón, Helisalvamento en un temporal, Vía de agua nocturna en el golfo de Vizcaya o Hundidos por un ferry. Asuntos de los que cualquier marino lúcido extrae consecuencias valiosas, enseñanzas que, cuando llegue el momento –y en el mar ese momento siempre llega–, servirán para salir adelante, prever o solucionar problemas.
Pero, bueno. Cada cual tiene las revistas náuticas que desea. Y las que merece. Para comprobar lo que respecto al mar deseamos y merecemos los españoles, basta comparar las portadas de nuestras revistas con las guiris. En las francesas y anglosajonas suelen figurar veleros, de regatas o crucero, cuyos tripulantes –y ahora díganme que es por el clima– van metidos en trajes de agua o navegando con aspecto serio, con titulares como El barco se hundió bajo mis pies o Arribada nocturna: evitemos las trampas. Entre las revistas españolas –sobre las italianas ya ni les cuento– lo común es la foto de una motora a toda leche por un mar azul, con una pava en bikini tomando el sol, orlada por los nombres de los diez nuevos barcos –todos maravillosos, claro– que se promocionan en el interior, y por titulares como Preparando las vacaciones, Televisión a bordo y Fondeos en Ibiza. Y claro. Así está Ibiza.
El Semanal, 29 Julio 2007
Cada cual tiene su París, naturalmente. El mío incluye algunos museos, restaurantes y cafés, los soportales del Palais Royal, la casa de Víctor Hugo en la plaza de los Vosgos, la estatua del mariscal Ney –bravo entre los bravos– junto a la Closerie des Lilas, el león junto al que pasaron los republicanos españoles de la División Leclerc, el Pont des Arts, la rue Jacob –allí están mis editores gabachos–, algún anticuario al que soy fiel desde hace casi cuarenta años, una veintena de librerías y los buquinistas del Sena. Esos puestos de libros viejos son mi recuerdo más remoto, la primera e inolvidable certeza que tuve, siendo un chiquillo, de que al fin estaba en el París de Dumas, Stendhal, Balzac, Sue, Feval, Chateaubriand, Hugo y Maupassant. Las orillas del Sena ya no son lo que fueron, por supuesto. Los añejos libros, revistas y grabados han cedido el sitio a reproducciones burdas, postales y recuerdos para turistas; aunque, con tiempo y paciencia, puede desenterrarse a veces algo pintoresco. Hace años que no compro nada allí, pero siempre dedico un rato a pasear entre Nôtre Dame y el Louvre, observando los puestos y a la gente detenida ante ellos. En ocasiones creo reconocerme, al otro lado del tiempo, en algún jovencito flaco de mochila al hombro al que veo husmear, con emoción de cazador inexperto, vocacional, en alguno de los puestos que ofrecen algo a quienes todavía buscan y sueñan.
También ella sigue allí, donde siempre. Ahora debe de rondar los cincuenta y ocho, o los sesenta. La he visto envejecer en cada una de mis visitas a esta ciudad, en cada paseo junto al Sena. La primera vez que la vi era yo un muchacho casi imberbe, y ella una atractiva muchacha de cabello rojizo que, a la hora de comer, sustituía a su padre en el puesto de libros. Me parecía tan guapa e interesante que siempre me quedaba por allí, observándola de lejos, fascinado por el aplomo con que se movía, su seguridad en la forma de ordenar los cajones, de atender a los clientes. A veces pasaba muy cerca, junto al puesto, y me detenía a mirar tal o cual libro, sintiendo fijos en mí sus ojos, que eran de un singular color gris azulado. Se me pegaba la lengua al paladar. No me atrevía a cambiar con ella más que algún saludo formal, a preguntar el precio de tal o cual libro, a pagarlo y decir gracias mientras me alejaba. Me parecía inalcanzable, sacerdotisa de un mundo que yo veneraba. Hija de un buquinista, calculen. Guardiana de los fantasmas de mis viejos clásicos, cuyos nombres relucían en letras doradas alineados en el cajón. En París, nada menos. Y tan guapa.
Pasó el tiempo. Entre viaje y viaje la vi crecer, y yo también lo hice. Leí, anduve, adquirí aplomo, conocí otras orillas del Sena. Cada vez que volvía a esa ciudad la encontraba allí, atendiendo a los clientes o sentada en una silla, leyendo, ante el tenderete. Por supuesto, ni se fijaba en mí. Un día el padre murió, o se jubiló, pues no volví a verlo. Ahora era siempre ella la que abría los cajones sobre las once de la mañana y los cerraba al atardecer. Ni siquiera me reconocía de una vez a otra. Bonjour, bonsoir. Así pasaron unos quince años. Y al fin, cierto atardecer, después de comprar un libro y sin pretenderlo –así ocurren estas cosas–, me quedé conversando con ella. Algo sobre la edición Garnier de Dumas, que yo buscaba. Cerró el puesto, cogió su bicicleta, caminamos por la orilla del río y nos detuvimos algo más lejos. Se mostró locuaz. Demasiado. Y sentados en la mesita de una terraza frente al Louvre, mientras ella hablaba sin parar, comprendí que no tenía nada que ver con la muchacha grave y silenciosa que yo había imaginado durante años. Me pareció esquinada, superficial. Y no demasiado inteligente. Hablaba de dinero y clientes con una frivolidad asombrosa. También me contó algo de su vida, divorcio incluido. Y cuando llegó el momento de pausa incómoda en que los ojos preguntan «y ahora, qué», sonreí cortés, miré el reloj, pagué los cafés y la acompañé hasta el semáforo. Después caminé por la orilla del Sena, junto a los puestos cerrados, sintiendo desvanecerse una vieja sombra de juventud.
De aquella tarde han pasado más de veinte años. Ella sigue junto al Sena: unas veces el tenderete está cerrado, y otras la veo de lejos, desde la acera opuesta. Ya nunca me paro allí. La última vez estuve un momento frente al escaparate de un anticuario, en cuyo cristal podía ver su reflejo. Era una tarde gris y de pocos clientes. Leía, sentada. Imposible reconocer en ella a la muchacha de cabello rojizo. Tampoco reconocí al hombre que la miraba desde el cristal.
El Semanal, 05 Agosto 2007
Tengo un amigo que es picoleto de los de toda la vida. Guardia Civil caminera o como se diga ahora, si es que se dice. Rural, me parece. En Extremadura. Quiero decir que no va en moto, ni es de los que Tráfico relega a la pasiva e indigna tarea de esconderse tras una curva a ver si le hacen una foto a alguien; y si ese alguien paga una multa tres meses después –da lo mismo a quién atropelle o desgracie hoy– el Estado trinca su viruta y respira satisfecho. Precisamente de eso, tomando una caña hace unos días, se quejaba mi amigo. Mucho radar en autovía y autopista, mucha campaña recaudatoria de Tráfico, mucho anuncio en la tele y mucho marear la perdiz, decía. Pero eficacia y medios reales que eviten tragedias concretas, un carajo. Por ejemplo: si vamos de servicio y observamos a un conductor que lleva una tajada de campeonato, no tenemos ni medios ni autoridad para comprobarlo. Sólo podemos decirle quieto ahí, y llamar al equipo de Atestados de Tráfico. Ellos vienen, realizan la prueba de alcoholemia, se sanciona si corresponde, y si el fulano va muy para allá, se lleva al juez y ya está. ¿Me sigues, colega? Bueno, pues no. Esto no es lo que ocurre realmente. Y te voy a decir por qué.
En ese momento –supongo que para darle suspense, porque es lector de novelas policíacas, y les ha cogido el tranquillo–, mi amigo el cigüeño pide otras dos cañas y espera a que las pongan sobre el mostrador. Entonces bebe un sorbo, me mira al fin, y sigue. El porqué, añade, es muy simple. En mi zona no hay más que un equipo de Atestados, que no da abasto. Puedes creértelo. Y como siempre hay cosas más gordas que un conductor pasado de copas, imagínate. La pareja dos o tres horas con el prójimo, esperando, mientras a éste se le pasa la jumera y se cabrea poquito a poco; los hay que hasta piden un abogado. Y nosotros allí, parados sin poder atender otras incidencias, con los colegas mentándonos a la madre por el walki; y, encima, aguantando impertinencias del trompa. Que, según como la lleve, puede quemarte la sangre no imaginas cómo. Conclusión: vas por ahí rezando para no encontrarte con esa clase de conductores, aunque suene triste. Y si no tienes más remedio que parar a uno, al fin terminas recurriendo a alguna argucia legal para depositarle el vehículo y apartarlo un rato de la circulación, sancionándolo por algo que le quite puntos del carnet. Para entendernos: jugándote el culo con maniobras orquestales en la oscuridad, a veces eficaces pero nunca deontológicas.
Conclusión –prosigue el guardia, con el labio superior manchado de espuma cervecera–: o eludes tu deber, o te la juegas. Con lo fácil que sería dotar a las patrullas de etilómetros sencillos, sin tanta parafernalia ni trámite, y que una simple comprobación de síntomas, estilo norteamericano, fuera suficiente para levantar a uno de esos asesinos en potencia dos palmos del suelo y cantarle las cuarenta. Si hay alcohol, el que sea, pues para adelante, en vez de tanta gilipollez de etilómetros de precisión, análisis de sangre y garantías que no sé qué carajo garantizan, excepto la impunidad del borracho. Como si no se le fuera a uno el coche por miligramo más o miligramo menos, ni se viera con claridad cuándo un tipo echa el aliento y te funde la visera de la teresiana. Y luego está lo de las sanciones, que es de risa. Con lo simple que sería una legislación más realista y dura: al que conduce sin carnet, trena. Al que atropella a otro estando mamado, trena. Pero de verdad, de larga duración. Y si el infractor es emigrante, expulsión automática del país una vez cumplida la condena. Porque ésa es otra: de cómo van algunos de colocados al volante, con lo que les gusta soplar a ciertos americanos, no tiene huevos de hablar nadie en público. Con el resultado de que aquí todos somos muy tolerantes y muy propensos a garantizar el derecho de cualquiera a ponerse ciego, muy demagogos y muy tontos del culo, hasta que uno se salta la mediana y nos mata a nuestra mujer embarazada y a nuestros niños. Entonces sí. Entonces pedimos mano dura.
Tras decir todo eso, mi amigo el picolo se queda pensativo, apoyado en la barra. Le propongo otra birra pero dice que no, que ya vale. Y mueve la cabeza –lo de la mujer embarazada sé que lo ha dicho porque tiene a la suya preñada de cuatro meses–. De pronto me mira y añade: «¿Sabes cómo se combate de verdad el alcohol en la carretera?… Haciendo que cada vez que un cabrón mamado ve a la Guardia Civil, se cague vivo. Pero vete a decirle eso a un político».
El Semanal, 12 Agosto 2007
Eres joven y guipuzcoano, según deduzco por tu carta y el remite. Escribes como lector reciente de la última aventura de nuestro amigo Alatriste, contándome que es el primer libro de la serie que cae en tus manos. Te ha gustado mucho, dices, excepto el hecho «poco riguroso» y «poco creíble» de que una galera española estuviera tripulada por soldados vizcaínos que combatían al grito de Cierra, España; en referencia a la Caridad Negra, que en los últimos capítulos combate a los turcos, en las bocas de Escanderlu, llevando a bordo a la compañía del capitán Machín de Gorostiola. Y añades, joven amigo –lo de joven es importante–, que eso no disminuye tu entusiasmo por la historia que has leído; pero que el episodio de los vizcaínos te chirría, pues parece forzado. «Metido con calzador –son tus palabras– para demostrar que los vascos (y no los vascongados, don Arturo) estábamos perfectamente integrados en las fuerzas armadas españolas, lo que no era del todo cierto.»
Son las siete últimas palabras del párrafo anterior las que me hacen, hoy, escribir sobre esto; la triste certeza de que realmente crees en lo que dices. Te gusta la novela, pero lamentas que el autor haga trampas con la Historia real; la auténtica Historia que –eso no lo cuentas, pero se deduce– te enseñaron en el colegio. Así que, con buena voluntad y con el deseo de que yo no cometa errores en futuras entregas, me corriges. Debería, a cambio, escribirte una carta con mi versión del asunto. El problema es que nunca contesto el correo. No tengo tiempo, y lo siento. Esta página, sin embargo, no es mala solución. La lee gente, y así quizá evite otras cartas como la tuya. De paso, extiendo mi respuesta a la cuadrilla de embusteros y sinvergüenzas de los sucesivos ministerios de Educación, de la consejería autonómica correspondiente, de los colegios o de donde sea, que son los verdaderos culpables de que a los diecisiete años, honrado lector, tengas –si me permites una expresión clásica– la picha histórica hecha un lío.