Cuando éramos honrados mercenarios (32 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Para acabar, otro argumento: el de la eriza que escribe preguntando por qué diablos, si pasa el día en el curro, vuelve hecha polvo y trae a los niños del cole, tiene que vestirse de Ava Gardner en vez de ir cómoda. Aparte de la dudosa comodidad de vestir embutida como una morcilla, la respuesta es simple: no tiene por qué. Nadie la obliga, y lo de doña Ava es sólo una forma de hablar. Pero que no me exija respeto con su camiseta ceñida y sucia, su tripa al aire, su impúdico mal gusto y su desvergüenza, como tampoco me gusta el fulano de axilas sudadas, piernas peludas y chanclas que encuentro en la calle. Vestidos para matar o para ver la tele en casa, se trata de buenas maneras, nada más. En varones o hembras, esas maneras sólo pueden darse por tres motivos: genética, educación o esfuerzo personal. La plataforma Ava Gardner Nunca Mais permitirá, al menos, que quienes conocemos a mujeres capaces de combinar trabajo, casa y cole de los niños con saber cruzar las piernas, usar tacones cuando se tercia, llevar un vestido, o quitárselo, las prefiramos al resto. A una señora digna de ese tratamiento debería bastarle una tarjeta de boda como la que una amiga mía envió este verano a sus invitados: «Caballeros, sin corbata. Señoras, como Dios manda».

El Semanal, 09 Septiembre 2007

El hispanista de la No Hispania

Henry Kamen regresa al ruedo ibérico. Y, como cada vez que saca algo del horno, el historiador inglés afincado en Cataluña, donde algunos le aplauden y ríen mucho los chistes, aplica bálsamo Bebé al culito del nacionalismo paleto que tanto lo estima. En el último libro, Kamen detalla sus últimos descubrimientos sobre la inexistente realidad nacional de España; que, como todo el mundo sabe, fue inventada a medias por Felipe V y el general Franco. Esta vez, don Henry sostiene que hasta el siglo XX no hubo cultura nacional española, que ésta floreció en los exilios, fue tardía y cutre, y que lo que hubo desde Séneca, Quintiliano, Pomponio Mela o Marco Valerio Marcial hasta hoy, incluidos Isidoro de Sevilla, Berceo, Cervantes, Gracián, Velázquez, Quevedo, Goya, Moratín, Galdós o Machado, ni fue nacional, ni fue cultura, ni fue nada. Sólo verduras de las eras.

Se preguntarán ustedes por qué no le tira un viaje a Henry Kamen algún historiador profesional, en lugar de un simple novelista aficionado a leer libros. También me lo pregunto yo. Sorprende el silencio de los corderos, en esta España Que Nunca Existió donde, sin embargo, abundan quienes le pondrían a Kamen los pavos a la sombra. Pero allá cada cual. Yo me bato por motivos personales: de vez en cuando, en entrevistas y artículos, Kamen menciona mi nombre. Me halaga, pero tengo una reputación que mantener. Empiezas dejando que un inglés te toque los huevos, y nunca se sabe. Y más tratándose de mi compadre Diego Alatriste, a quien alude don Henry cuando afirma: «Tengo una singular batalla con Pérez-Reverte, que obedece a que él escribe en torno a la glorificación legendaria de una España que nunca existió».

Pero Kamen patina. No se trata de gloria, sino de épica: materia no exclusiva de la delgada línea roja, fusileros irlandeses, mercenarios gurjas, lanceros bengalíes o la madre que los parió, cuyo patriotismo o carácter nacional nunca cuestiona Kamen, tan aficionado a desmontar los de otras naciones. Como historiador, don Henry conoce nombres y fechas: 1492, Las Navas de Tolosa, Pavía, Otumba, Trafalgar, Bailén o Cavite; incluidos Tolón, Tenerife, Cartagena de Indias, Buenos Aires y otros lugares donde los ingleses, pese a su motivación patriótica indiscutible y a su brillante cultura nacional anterior al siglo XX, se llevaron una enorme mano de hostias. Y en lo que a glorificación se refiere, precisemos que en las historias de Alatriste no se trata de eso, sino de todo lo contrario. A lo mejor es que el artista habla de oídas, pues lo desafío a demostrar que su España es más sórdida o descarnada que la que ven los ojos de Diego Alatriste. La palabra gloria no cuadra a esta nación, no por antigua menos infeliz, ingrata y miserable, ni a tanta bandera manipulada por tenderos sin escrúpulos e historiadores a sueldo. Sólo un imbécil puede confundir glorificación pomposa o patriotería barata con el acto de narrar desde la Historia y la memoria, como si en las bibliotecas españolas sólo figurase la colección del Guerrero del Antifaz. Henry Kamen no es un imbécil, pero vive en España –él diría en Cataluña– de dar coba a los que sí lo son. Por eso no huele a honrado el pan que come. Decir que España no existe como nación secular ni como cultura nacional es imitar a Jacques de Thou, quien el mismo año en que se publicaba la segunda parte del Quijote, negaba que en España hubiese cultura, fuera de Nebrija y el Pinciano. Así, negar lo innegable es ignorar, por la cara, la Ispania de Estrabón, la Spania de Artemidoro y la Hispania de Tito Livio; y más allá del simple –o no tanto– concepto geográfico, también es negar la monarquía hispano-visigoda, el concilio de Toledo, el «Yo són I chomte d’Espanya que apela hom lo chomte de Barcelona» de la Crónica de Bernat Desclot, los «Quatre reis que ell nomená d’Espanya, qui son una carn e una sang» de Ramón Muntaner, los privilegios otorgados a «la nación española» en Brujas, la Pragmática de Guadalupe, las referencias a España en los textos hostiles de Guicciardini y Maquiavelo, el Salón de Reinos del Buen Retiro de Madrid, la pugna del tomismo con el luteranismo, el padre Mariana, la Pepa del año 12, los cuernos del toro de Osborne y cuanto colguemos en ellos por delante y por detrás.

Otra cosa es que España sea un putiferio lleno de envidia, incompetencia y mala fe, donde en vez de Estado –ahí tiene razón don Henry– tenemos un infame bebedero de patos. Pero eso lo sabemos de sobra. No hace falta que nos lo diga un hispanista inglés, instalado bajo ubérrima sombra mientras sus agradecidos patrocinadores le trastean con entusiasmo la entrepierna. Y viceversa.

El Semanal, 16 Septiembre 2007

La compañera de Barbate

Una vez, hace ya algunos años, estuve a punto de darme de hostias con un periodista de la prensa guarra porque me llamó compañero. Salía de cenar con una supermodelo francesa –absolutamente tonta del culo, por cierto– que estaba a punto de rodar una película sobre una historia mía, y un fotógrafo al acecho en la puerta del restaurante quiso inmortalizar el momento, no porque yo fuese carne de ¡Hola!, sino porque la pava lo era, y mucho. Que me sacaran a su lado no me hacía feliz, pero tampoco cortaba mi digestión. Son gajes del oficio. Lo que me quemó el fusible fue que, ante mi mala cara y poca disposición a colaborar, el paparazzo me dijese: «Parece mentira, tú que has sido compañero». Ahí me tocó, como digo, la fibra. Y siguió un pequeño incidente que podríamos resumir en mi comentario final: «Yo era un buitre cabrón como tú, pero un buitre cabrón honrado. Nunca anduve fisgando coños, y a ti nunca te vi en Beirut o en Sarajevo. Así que no hemos sido compañeros en la puta vida».

Me acordé el otro día de eso, viendo la tele. Un temporal de levante había tumbado un pesquero a quince millas de Barbate, llevándose a siete u ocho tripulantes, y las familias aguardaban en el puerto para averiguar los nombres de los supervivientes. Había allí un centenar de personas angustiadas e inmóviles, mujeres, hijos, hermanos, padres y compañeros, esperando noticias con la entereza resignada y silenciosa de la gente de mar. Entre ellos se movía en directo una reportera de televisión, y las palabras se movía son exactas. No es que esa reportera se limitara, como se espera de su oficio, a informar sobre la tragedia con aquellas atribuladas familias como fondo, o muy cerca. A fin de cuentas, tal es el canon: una cosa sobria, elocuente, respetuosa, a tono con las trágicas circunstancias y el ambiente. Pero ocurría todo lo contrario. De acuerdo con las actuales costumbres de la frívola telebasura, la reporteriz bailaba, casi literalmente, entre aquella pobre gente, yendo de un lado a otro con saltarín entusiasmo. En vez de informar sobre la desaparición de unos marineros arrastrados por el mar, parecía hallarse, muy suelta y a gusto, en un plató de sobremesa, en el estreno de una película o en una pantojada cualquiera del Qué Me Cuentas o el Corazón De Entretiempo.

Les juro a ustedes que yo no daba crédito. No es ya que la torda fuese vestida y maquillada como quien sale de la redacción dispuesta a darle el canutazo a Jesulín de Ubrique, a Carmen Martínez-Bordiú o a Rappel en tanga de leopardo. No es, tampoco, que el tono de su información, en vez de contenido y respetuoso como exigía el drama de esa gente –entre la que había una docena de viudas y huérfanos–, fuese chillón, superficial y marchoso en plan yupi, coleguis, como para darle vidilla al directo y animar a los telespectadores a enviar mensajes para ganar un viaje a Cancún. Es que, además, aquella prometedora joya del periodismo a pie de obra iba metiendo la alcachofa de corro en corro sin el menor pudor. Mas no crean ustedes que la desanimaban silencios o negativas expresas, ni se echaba atrás ante quienes le volvían la espalda negándose a hablar, como ocurrió con un tripulante que había tenido la suerte de no embarcar en el pesquero perdido: hasta tres veces tuvo que decir, el hombre, que no quería comentar nada de nada. Porque, fiel a las maneras impuestas en los últimos tiempos por el infame callejeo de la telemierda, la periodista no se desanimaba ante silencios o negativas expresas, sino todo lo contrario: parecía dispuesta a que esa tarde la ficharan, a toda costa, para el Cuate qué Tomate. Crecida en la adversidad, inasequible al desaliento, seguía moviéndose de acá para allá en busca de testimonios vivos para justificar el directo, como si en vez de en un velatorio marino se encontrase acosando a cualquier pedorra y a su macró en el aeropuerto de Málaga. Y el momento culminante llegó cuando, tras localizar a alguien dispuesto a decir ante la cámara que su hermano estaba vivo y a salvo, la reportera casi dio saltitos de alegría, compartiendo a voces la felicidad de aquella familia como si acabara de tocarles el gordo de Navidad. Todo eso, a dos palmos de las caras hoscas de todas aquellas viudas, huérfanos y parientes cuyo décimo salía sin premio.

Pero, la verdad. Lo que más me sorprendió fue que nadie le arrancara a aquella reportera dicharachera de Barrio Sésamo la alcachofa de la mano, y se la encajara en la bisectriz. Será que la tele impone mucho, o que la gente humilde es muy sufrida. Sí. Debe de ser eso.

El Semanal, 23 Septiembre 2007

Esa alfombra roja y desierta

Tengo un par de amigos que hacen películas con mis novelas, y eso me mantiene en contacto con el mundo del cine. Me refiero al cine por dentro, claro, no como espectador. Para ver pelis no necesito ni amigos ni gaitas: me compro una entrada y una bolsa de palomitas –de pequeño eran pipas– o un deuvedé, y punto. Hasta ahora han hecho siete u ocho sobre historias mías, y algo más hay de camino. Unas fueron bien, y otras no. De las dos últimas, mis compadres no se quejan. A mí, en realidad, lo de la taquilla no me afecta; excepto porque, ya que son amigos quienes se la juegan, deseo que les vaya bien y ganen pasta. Lo personal ya es otra cosa. Algunas de esas películas me gustaron mucho, otras me gustaron menos, y alguna hubo sobre cuya palabra Fin juré romperle las piernas a su director si alguna vez me topaba con su careto. Quiero decir con todo esto que lo del cine me suena. Que llevo tiempo en contacto y conozco el paño. Por eso me parto de risa cuando oigo a alguien del gremio hablar de industria cinematográfica española, solidaridad de actores, directores y productores, la nueva ley sobre el asunto y otros camelos.

Recuérdenme un día de éstos que cuente con detalle cómo se hacen las películas en España, de dónde sale la pasta, y cómo es posible que películas infames, que ni llegan a estrenarse, hayan metido viruta en el bolsillo de algunos productores espabilados, de los que se hacen fotos en la toma de posesión de todos y cada uno de los titulares de Cultura, sean del Pepé o del Pesoe. Recuérdenme también que refiera algunas anécdotas sabrosas sobre las palabras beneficio industrial, sobre cómo se repartió en los últimos años la tarta de las televisiones, sobre los dos o tres listos que mataron la gallina de los huevos de oro, y sobre cómo algunos golfos apandadores, combinando la candidez de ministros y ministras que no tenían ni puta idea de cine con la complicidad amistosa o engrasada de algún crítico cantamañanas, presentaron como obras maestras bodrios infumables, haciendo desertar al público de las pantallas españolas. Recuérdenme, también, que refiera algunas bonitas historias sobre las palabras envidia y poca vergüenza en torno al rodaje de cualquier película ambiciosa de alto presupuesto que apunte a la taquilla, invariablemente torpedeada por el habitual grupillo de tiburones de la industria, con el argumento de oiga, y qué hay de lo mío. O dicho de otro modo: si la pasta de las ayudas va a una sola película importante, quién financiará las chorraditas infumables de las que yo vivo, y con las que trinco pasta antes de rodar un solo plano, con lo que luego me da igual estrenarlas o no.

Recuérdenme también, ya puesto a hacer amigos, que les cuente algo sobre la conmovedora solidaridad de la gente del cine, directores y actores incluidos. Que les detalle por qué, mientras que en Cannes, Toronto, Venecia o Hollywood los guiris acuden en masa a arropar no sólo sus películas, sino las de otros, a hacer bulto y dar glamour a algo que es negocio para todos, a los estrenos en España sólo van los actores de la película y el director –y no siempre–, y resulta imposible un desfile de alfombra roja como los espectadores y el público esperan, de esos que tanto contribuyen a que el cine siga siendo fábrica de imaginación e ilusiones. En vez de los deslumbrantes vestidos y elegancia de mujeres bellas, hombres apuestos en smoking, caras conocidas que dan magia y prestigio a una película y a la industria en general, animando al público y la taquilla, aquí sólo van a un estreno los cuatro gatos de la peli con algún familiar y amigo; vestidos, por supuesto, como viste el cine español para sus cosas: de trapillo cutre y tejanos rotos, porque una chaqueta o una corbata son prendas fascistas. El caso es que en España nadie va a ver la película de otro, ni apoya con su presencia lo que, hoy por ti y mañana por mí, debería ser esfuerzo común y mutuo beneficio. Ni siquiera para eso se ponen de acuerdo. Para comprobarlo, fíjense en las pocas caras conocidas que acuden a cada estreno. Observen la fiesta de los Goya, o el festival de San Sebastián. Quiénes salen en las fotos y quiénes ni asoman por allí. En España, el glamour colectivo del cine murió hace tiempo. Aquí cada perro se lame su cipote, la mayor parte de actores y directores se ignora, desprecia u odia entre sí –eso, cuando no se desprecia, ignora y odia al mismo tiempo–, y lo único que importa a los productores es comprobar, el lunes siguiente a cada estreno, que su película ha ido bien y que las de los otros se han pegado un cebollazo de muerte.

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