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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (33 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Industria, la llaman todavía. No te fastidia.

El Semanal, 30 Septiembre 2007

La sombra del vampiro

A menudo llegan cartas pidiendo que recomiende un libro para jóvenes. Algo que los anime a leer. En literatura, la palabra jóvenes resulta ambigua y peligrosa, de modo que no suelo meterme en ese tipo de jardines. Cada cabeza es un mundo aparte. Por lo demás, creo que, salvo contadas excepciones, lo que establece la diferencia entre un libro para jóvenes y otro para adultos es la edad de quien lo lee. Unos textos encuentran a su lector en el momento adecuado, y otros no. El conde de Montecristo, por ejemplo, puede fascinar lo mismo a un joven de quince años que a un abuelo de setenta. Y no sabría decir cuándo es más placentero y provechoso leer La línea de sombra, El guardián entre el centeno, La cartuja de Parma, Moby Dick o La montaña mágica.

Hay una novela, sin embargo, con la que tengo la certeza de ir sobre seguro, pues no conozco a ninguno de sus lectores, jóvenes o adultos, que no hable de ella con entusiasmo. Con su título ocurre como con tantas obras maestras: el cine lo hizo todavía más popular, devorándolo, y al fijarlo en el imaginario colectivo desvinculó el mito de la fuente original. Pero ese libro extraordinario sigue ahí, en librerías y bibliotecas, en buen y sólido papel impreso, esperando que manos afortunadas lo abran y se estremezcan con su invención perfecta, su belleza y su trama sobrecogedora. La novela se llama Drácula y fue escrita –a máquina, innovación técnica absoluta en aquel momento– por su autor, Bram Stoker, hace ciento diez años.

Drácula es de una modernidad que apabulla. Para construirla, Stoker se zambulló en leyendas medievales, supersticiones y brumas balcánicas, vampirismo y hombres lobo, sin que nada de eso entorpeciese con erudiciones inoportunas, a la hora de escribir, la limpia eficacia de su historia, a la que aplica una factura técnica complicada, impecablemente resuelta, que ya quisieran para sí muchos de los que, a estas alturas del tiempo y la literatura, pretenden romper o reinventar las reglas del juego. La historia, que empieza cuando el joven inglés Jonathan Harker viaja a Transilvania para negociar una venta con un aristócrata local, se fragmenta en cartas, diarios íntimos, recortes de prensa, grabaciones fonográficas e incluso el espeluznante diario de a bordo –pieza maestra dentro de la obra maestra– del capitán de un navío, el Démeter, que con su perro negro ocupa por mérito propio un lugar en la nomenclatura de barcos legendarios y misteriosos de la gran literatura de todos los tiempos.

Además, están los personajes. Complejos, humanos hasta el dolor, inhumanos hasta la crueldad objetiva y fría, los seres que pueblan Drácula mantienen al lector pegado a sus páginas: las dos amigas atrapadas por una atracción fatal, la desnudez fetichista de sus pies –¡cómo insiste en eso el autor!– cuando se entregan al terrible seductor, la violación-vampirización de Lucy, la impotente lucidez de Van Helsing, el sacrificio del compañero generoso, la dramática empresa de los tres amigos y su estaca en el corazón, la fanática fe del miserable y leal loco Renfield en su maestro-mesías, a prueba de manicomios… Y, por encima de todos, desde que una mano fuerte, fría como la nieve, estrecha la del joven Harker en el castillo de los Cárpatos, la extraordinaria e implacable sombra que planea sobre la novela: ese espléndido conde Drácula, cuya engañosa ancianidad y bigote blanquecino quedaron borrados para siempre, en la iconografía clásica del mito –160 adaptaciones cinematográficas–, por la magnífica palidez engominada de Bela Lugosi, la elegancia aristocrática de Christopher Lee, la escalofriante cortesía de Frank Langella y todas las derivaciones, variantes o sucedáneos generados en torno; desde bodrios infames para la tele hasta obras maestras como el mítico, genial, Vampiros del maestro John Carpenter.

Y es que, por encima de todo eso, Drácula es una novela magnífica que a ningún lector deja indiferente. «La mejor del siglo», afirmaba de ella Oscar Wilde en 1897; y con Don Juan y Fausto, según André Malraux, «los únicos mitos creados por los tiempos modernos». Un pedazo de libro, vamos. De los que enganchan –literalmente– por el pescuezo. Así que, señora, caballero, profesor de literatura o quien diablos sea usted, permítame una sugerencia: si esa lastimosa criatura suya no abre nunca un libro, cómprele Drácula, o hágaselo leer y comentar en clase. A usted, de paso, tampoco le vendría mal. Échele un vistazo, y ya me contará. Tan seguro estoy de eso que, si no funciona, yo mismo le devuelvo su dinero.

El Semanal, 07 Octubre 2007

Patriotas de cercanías

Hay una clase de cartas, entre las que me escriben los lunes, cuya virulencia supera, incluso, las de las feministas galopantes de género y génera y las de las pavas con indigencia intelectual, incapaces unas y otras de entender nada que no responda al canon obvio de ese mundo virtual que se han montado y que tanto aplauden, para evitarse problemas, ciertos tontos del haba. Yo tengo un par de ventajas. Por una parte, ese canon artificial me importa un carajo. Por la otra, hace cuatro o cinco años escribí una novela sobre mujeres, machismo y algunas cosas más, y a su contenido –corrido de los Tigres del Norte adjunto– me remito cuando vienen diciendo que les toco la bisectriz.

En cualquier caso, como digo, ese correo femenil descompuesto de humor, inteligencia y maneras no es lo que más chisporrotea. Lo más plus de lo plus llega cada vez que me introduzco, saltarín, en los jardines nacionalistas. Ahí de verdad que sí. Ahí es donde paletos espumajeantes y tontos de campanario –no siempre son sinónimos, aunque a menudo lo parezcan– sacan lo mejor de sí mismos, y de sus argumentos, para ciscarse en mis muertos. En mis muertos españoles, naturalmente. Eso me pone en situación delicada, pues como saben quienes me leen desde hace tiempo, mi concepto de España y de los españoles, desde Indíbil y Mandonio hasta ayer por la tarde, no puede ser más incómodo y descorazonador. No sé cuántas veces habré escrito en esta página, en los últimos doce o trece años, país de mierda o país de hijos de la gran puta; conceptos estos que, por cierto, también generan su propio correo específico, esta vez del sector Montañas Nevadas. Pero mis astutos corresponsales patriachiqueros no se dejan engañar, porque son muy listos, e incluso bajo tales exabruptos detectan un españolismo de fuego de campamento, brazo en alto y en el cielo las estrellas, de ese que tanto les gusta practicar a ellos en versión propia, o que tanto necesitan en otros para justificar su trinque, su mala fe o su imbecilidad.

Esta clase de cartas llegan, indefectiblemente, cada vez que menciono asuntos históricos, a los que tengo cierta afición. Y no deja de tener su gracia. Uno puede desayunarse cada mañana viendo en los periódicos y la tele cómo gudaris y otros paladines catalaúnicos, celtas, euskaldunes, andalusíes o de donde sean, incluso cretinos bocazas peinados de través como el coqueto y casposo Iñaki Anasagasti, meten el dedo, removiéndolo, en cuanto ojo encuentran a mano, con tal de joder un poquito más, o se limpian las babas con cualquier bandera que no sea la de su parcelita. Pero que a los demás no se nos ocurra, por Dios, hablar de Historia, ni de España, ni de nada, ni siquiera en términos generales, que no coincida exactamente con lo expuesto en el escaparate de su negocio. Hasta ahí podíamos llegar. Algunos, incluso, son inteligentes. O lo parecen. Ésos, más allá del rebote elemental, suelen descolgarse con una contundencia, una seriedad pseudocientífica y unos aires de autoridad tales que hasta al cartero de XLSemanal, que es un pedazo de pan, lo hacen picar de vez en cuando. Son capaces de desmentir, sin empacho, cuanto se ponga por delante. Veinticinco siglos de memoria documentada, bibliotecas, viejas piedras y paisajes no tienen la menor importancia frente a la historia local reescrita por mercenarios de pesebre, que es la única que les importa. Mal acostumbrados por gobernantes expertos en succionar entrepiernas a cambio de votos –desde el amigo Ansar al pacífico Sapatero–, a los patriotas de cercanías les sienta fatal que alguien les lleve la contraria a estas alturas del desmadre, cuando gracias a la cobardía, la incultura y la estupidez de la infame clase política española todo parece estar, por fin, al alcance de su mano. Quisieran esos pseudohistoriadores de tebeo que, cada vez que llega una de sus cartas refutando con argumentos de hace tres días lo que gente docta e inteligente tardó siglos en acumular, probar y fijar, yo me levante de la mesa, vaya a mi biblioteca, y ante los veinte mil libros que hay en ella, ante las catedrales, los castillos, los acueductos romanos, las iglesias visigodas y los museos, ante los documentos históricos conservados en los archivos de toda España y de medio mundo, diga: «Mentís como bellacos. Acaba de poneros patas arriba mi primo Astérix con dos recortes de periódico, cuatro cañonazos de Felipe V y las obras completas de Sabino Arana».

Encima, oigan, algunos amenazan con no leerme nunca más, o juran que no volverán a hacerlo en el futuro. Para castigarme por españolista, por facha y por cabrón. Y qué quieren que les diga. Que sin lectores así puedo pasarme perfectamente. Que vayan y lean a su puta madre.

El Semanal, 14 Octubre 2007

Iker y el escote de Lola

Mi amigo Iker –yo no los elijo, que conste– se apoya en la barra del bar de Lola, pide la caña ritual y expone su versión del asunto. A los diecisiete años ha pasado la selectividad y tenido una novia guiri, y todavía le sorprende que, cuando hablaban de política, las cosas estuvieran claras para ella. ¿Rico o de clase media, piel rosa y barrio de Mujeres desesperadas?: partido republicano. ¿Minoría, clase baja, paria de la tierra, abortista o eutanásico?: partido demócrata. O algo así. Aquí es más difícil, se lamenta Iker. Si eres de los que piensan que la Conferencia Episcopal estaría mejor donde el siglo XVIII puso a los jesuitas, no tienes otra que votar a Alicia en el País de las Maravillas y asumir que España es concepto discutido y discutible. Si crees que Educación para la Ciudadanía es un delirio de mentecatos, debes aplaudir la picha hecha un lío que el portavoz Acebes pasea por los telediarios desde el 11-M y tragar ladrillo envuelto en banderas españolas. Y si toca periferia histórica, la cosa consiste en adaptarse a cada versión local de la palabra patriota subtitulada con clientelismo y demagogia, o Rompe el sistema, Hazte rojo y Puta sociedad, en lengua vernácula, claro, para no asustar a los turistas. Mientras, los Corteingleses, las Fenaques, las Zaras y las tiendas de compra y tira, colega, están llenos a rebosar y todo cristo necesita de todo a todas horas. A ver cómo encaja eso con la crisis hipotecaria de la que nadie desea enterarse, con las familias sin un duro para material escolar de sus hijos, aburridos de votar antes de tener edad para hacerlo, y cuya máxima aspiración intelectual es una moto, o escuchar reguetón a tope en su cuarto en vez de leer, o convertir, ellas, su cuarto en la casita de Bratz y decir me he puesto ciega hasta el culo, tía.

Todo eso larga mi joven amigo entre la primera y la segunda cañas, mientras yo, de codos en la barra –esta vez sin Javier Marías, pero inasequible al desaliento–, le miro el escote a Lola. Que es un escote como los de antes. Entonces Iker se limpia la espuma de la boca y hace la pregunta del millón de mortadelos: ¿Y ahora, qué? ¿Sólo nos queda encerrarnos con nuestros libros, como esos republicanos cultos del 36 o esos alemanes y austriacos que veían llegar la tormenta y negaban con la cabeza diciendo «no es esto, no es esto» ante el jolgorio y el vivalafiesta general?… Es que nos han metido en una trampa, señor Reverte. Sólo te dejan opciones que no deseas, como esos partidos tercera vía que parecen la segunda parte coreana de Titanic. Por una parte me niego a vivir en un mundo gobernado por turistas de Código da Vinci y tontasdelculo del Hay Tomate. Por la otra, quiero seguir votando, y exigiendo. Quiero estar en la calle, leyendo el periódico cada día. Quiero seguir ilusionado, enamorado, ciudadano, con sangre en las venas. ¿Qué han hecho ustedes con nosotros, señor Reverte? Déjeme que se lo diga: nos han jodido vivos.

Lola, que seca vasos, escucha en silencio. Mi abuelo –prosigue Iker– me ha contado cientos de veces sus historias del 36 al 39. Era como escuchar a Alatriste: honor, tiros, mujeres, traiciones. Hoy, mi abuelo, como muchos otros veteranos de ya sabes qué –lo de Guerra Civil sólo se podía decir en mi instituto si eras rojo demagogo con gafas circulares o facha nostálgico del 23 F– está en una residencia y todo le importa un carajo. Ni lee los diarios. Y no quiero acabar así. Me asusta envejecer en esta imbécil España con tanta tristeza como mi abuelo. Y por cierto –añade Iker apurando el vaso–: eso de que aquí o allá vivimos con miedo, oprimidos por éste o aquel, es mentira. Como lo de los quemafotos, que son cuatro. Los demás vemos Los Serrano, tapeamos en los bares, desprecintamos un condón cuando podemos. Cosas así. La guerra del Pesoe contra el Pepé, lo de Ibarretxe con Madrid nos importa menos que la lucha de Gandalf contra el Balrog. Y quíteselo de la cabeza: en las escuelas vascas, catalanas o gallegas apenas hay adoctrinamiento nacionalista. No hace falta. Esto es España, oiga. Eso ya mata dos pájaros de un tiro. Aparte los cuatro exaltados, nueve de cada diez hablamos como el más chulo de Leganés, vemos Gran hermano, alucinamos con Enrique Iglesias y tenemos de maestros a funcionarios interesados por cobrar a fin de mes y no sufrir daños físicos durante las clases. Todos somos demasiado vagos para que nos adoctrinen. ¿Capisci? Y a mí me toca por primera vez votar en marzo. Por eso, señor Reverte, cuando el islamismo radical, las hipotecas y los mierdas de nuestros políticos nos metan en una movida gorda, si me da tiempo le juro que me voy a reír como un puto enfermo. No sé si me explico. Gracias por esas cervezas, amigo. Y por las tetas de Lola.

El Semanal, 21 Octubre 2007

Inocentes, pero menos

Tendemos a confundir inocencia con ignorancia. Pensaba en eso el otro día, viendo en la tele los estragos que cuatrocientos litros de agua por metro cuadrado pueden hacer en la estupidez y el desinterés del ser humano por las realidades físicas del mundo real en el que vive. Creemos que metiendo maquinaria y cemento podemos mover montañas, alterar cauces de ríos y cambiar el paisaje a nuestro antojo, vulnerando impunemente las leyes naturales. Nos consideramos, arrogantes, a salvo de todo, hasta que un día el Universo se despereza, bosteza un poco y pega cuatro zarpazos al azar. Entonces resulta que el coqueto paseo marítimo de Benicapullos de la Marineta, que costó una tela, hay que demolerlo porque corta el paso a las aguas embravecidas que vuelven a correr por donde siempre corrieron desde hace siete millones de años; y que la urbanización de adosados, construida en la orilla misma del río Manolillo, se va a tomar por saco llevándose los coches, los bajos de las casas, a las abuelitas jubiladas y cuanto encuentra por delante. Luego, claro, la culpa la tiene el Pesoe, o el Pepé, o el alcalde, o Protección Civil. Los demás nos manifestamos llorando, o cabreados, pero sin culpa de nada. Exigimos indemnizaciones al Estado para recomponer nuestras vidas, y nos lamentamos porque la razón y el telediario nos asisten. Somos víctimas inocentes.

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