Se sentía tan distanciado del mundo a sus pies como de una maqueta de tren. West Bucksport resultaba encantador y hermoso, con sus arbolitos, sus casitas de juguete y hombrecillos que parecían muñecos. De haberlo querido, podía haber cogido su casa y colocarla al otro lado de la calle. Después, con el tacón, podría haberla aplastado. Limpiarlo todo de un plumazo con un solo gesto.
Vio movimiento en el maizal, una sombra animada que avanzaba furtiva entre otras, y reconoció al gato. Supo entonces que no había sido elevado a semejante altura sólo para recolocar la luna. Había ofrecido comida y consuelo al descarriado, y éste, después de atraerle con falsas muestras de cariño, le había lanzado un zarpazo y tirado de la valla hasta el punto de que podía haber muerto. No lo había hecho por ninguna razón en particular, sólo porque estaba hecho así, y ahora se marchaba como si no hubiera pasado nada. Bueno, tal vez al gato no le hubiera pasado nada, tal vez ya se había olvidado de Lee, pero eso no estaba bien. Así que bajó su brazo gigantesco —era como estar en el último piso de la torre John Hancock mirando por el suelo de cristal hacia el suelo— y posó un dedo sobre el gato, aplastándolo contra el suelo. Durante un solo y frenético instante que duró menos de un segundo notó el espasmo agónico que precede a la muerte en la yema del dedo; notó cómo el gato intentaba escapar, pero era demasiado tarde. Lo espachurró y éste se quebró como una vaina seca. Lo aplastó bien con el dedo, tal y como hacía su padre para apagar los cigarrillos en el cenicero. Lo mató con cierta satisfacción serena y mansa, sintiéndose de algún modo alejado de sí mismo, como le pasaba a veces cuando estaba dibujando.
Pasados unos momentos levantó la mano y se la miró. La palma tenía manchas de sangre y un mechón de pelo negro pegado. Se la olió y descubrió una fragancia a sótanos mohosos mezclada con hierba de estío. El olor le interesó, hablaba de cazar ratones en rincones subterráneos y de buscar una gata con quien aparearse entre la hierba crecida.
Bajó la vista al regazo y miró impasible al gato. Estaba sentado de nuevo entre el maíz, aunque no recordaba cómo había llegado hasta allí y había recuperado su tamaño normal, aunque tampoco recordaba el proceso. El gato era un despojo dislocado. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como si fuera una bombilla que alguien hubiera tratado de desenroscar, y sus ojos abiertos de par en par miraban el cielo nocturno sorprendidos. Tenía el cráneo destrozado y deforme y los sesos se le salían por una oreja. El pobre desgraciado yacía junto a un trozo de pizarra manchada de sangre. Lee notaba un ligero escozor en el brazo derecho y cuando se lo miró vio que la muñeca y el antebrazo estaban cubiertos de arañazos dispuestos en tres líneas paralelas, como si se hubiera pasado las púas de un tenedor por la carne. No entendía cómo se las había arreglado el gato para arañarle, tan grande como era él en ese momento, pero estaba cansado y le dolía la cabeza, así que pasado un rato dejó de darle vueltas al asunto. Era agotador esto de ser como Dios, lo suficientemente grande como para arreglar las cosas que necesitaban ser arregladas. Se puso en pie con esfuerzo, pues le temblaban las piernas, y emprendió el camino de vuelta a casa.
Sus padres estaban en la habitación de la entrada discutiendo otra vez. Bueno, en realidad su padre estaba sentado con una cerveza y el
Sports Illustrated
e ignoraba a Kathy, que, de pie a su lado, le hablaba sin parar en voz baja y sofocada. Lee experimentó la nueva clarividencia que le había sobrevenido al hacerse gigante y arreglar la luna, y supo que su padre iba cada noche al Winterhaus no a beber, sino a ver a una camarera, y que eran «amigos»; que su madre estaba furiosa porque el garaje estaba hecho un desastre, porque su padre llevaba las botas puestas en el cuarto de estar, por su trabajo. De algún modo, sin embargo, sobre lo que discutían en realidad era sobre la camarera. También supo que con el tiempo —unos cuantos años, tal vez— su padre se marcharía sin llevarle con él.
Que discutiera así no le importó. Lo que le fastidiaba era la radio, que hacía un ruido de fondo molesto y disonante, como cacerolas llenas de agua a punto de ebullición. El sonido le irritó los oídos y se volvió hacia el aparato para apagarlo, pero cuando alargó la mano hacia el botón del volumen, cayó en la cuenta de que era la canción
El demonio en el cuerpo.
No lograba entender cómo algún día le había gustado. En las semanas siguientes tendría ocasión de comprobar que le disgustaba cualquier música de fondo, que ya no le encontraba sentido a las canciones, que no eran más que un batiburrillo de incómodos sonidos. Cuando había una radio encendida, abandonaba la habitación y prefería el silencio que le acompañaba en sus pensamientos.
Al subir las escaleras se sintió mareado. Las paredes parecían latir en ocasiones y tenía miedo de que si miraba fuera, la luna podría estar contrayéndose de nuevo y esta vez quizá no pudiera arreglarla. Pensó que sería mejor meterse en la cama antes de que se cayera del cielo. Dio las buenas noches desde las escaleras. Su madre no reparó en él y su padre le ignoró directamente.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la funda de su almohada estaba cubierta de manchas de sangre reseca. Las estudió sin miedo ni inquietud. El olor, como a moneda de cobre, le resultó especialmente interesante.
Unos pocos minutos después, cuando estaba en la ducha, bajó la vista y observó en el suelo de la bañera un reguero marrón rojizo colándose por el sumidero, como si hubiera óxido en el agua. Sólo que no era óxido. Distraído, se llevó una mano a la cabeza y se preguntó si se habría cortado al caerse de la cerca la noche anterior. Al tacto notó una zona dolorida en el lado derecho del cráneo. Palpó lo que parecía una pequeña depresión y por un momento fue como si alguien hubiera dejado caer un secador de pelo en la ducha con él dentro: una fuerte descarga eléctrica le cegó y transformó el mundo en el negativo de una fotografía. Cuando el dolor y la conmoción cedieron, se miró la mano y vio que los dedos estaban ensangrentados.
No le dijo a su madre que se había herido en la cabeza —no parecía importante— ni le explicó la sangre en la almohada, aunque ella se horrorizó al verla.
—Mira esto —dijo de pie en la cocina con la funda de la almohada manchada de sangre en la mano—. La has echado a perder.
—Déjale en paz —dijo el padre sentado en la cocina, con la cabeza entre las manos leyendo la sección de deportes. Estaba pálido, sin afeitar y con aspecto enfermo, pero eso no le impidió sonreír a su hijo—. Al chico le sangra la nariz y te comportas como si hubiera matado a alguien. Tu hijo no es ningún asesino.
—Le guiñó un ojo a Lee—. Al menos aún no.
L
ee tenía ya una sonrisa preparada para Merrin cuando ésta le abrió la puerta, pero no reparó en ella; de hecho apenas le miró. Lee dijo:
—Le conté a Ig que tenía que pasar aquí el día trabajando para el congresista y me dijo que si no te saco a cenar a un buen restaurante dejará de ser mi amigo.
En el sofá había dos chicas viendo en la televisión un capítulo viejo de
Los problemas crecen.
Apiladas entre ellas y a sus pies había montones de cajas de cartón. Eran chinas, como la compañera de piso de Merrin, que estaba sentada en el brazo de una butaca hablando a voces por su teléfono móvil con aspecto de estar encantada de la vida. A Lee no le gustaban demasiado los asiáticos en general, criaturas siempre en enjambres, pegadas a una cámara o un teléfono, aunque sí le gustaba el look de colegiala asiática con zapatos negros de hebilla, medias hasta la rodilla y falda tableada. La puerta que daba a la habitación de la compañera de piso estaba abierta y había más cajas apiladas sobre un colchón desnudo.
Merrin examinó la escena con una suerte de perpleja desesperación y después se volvió hacia Lee. De haber sabido que le iba a recibir con esa cara gris sucia, color de agua de fregar los platos, sin maquillaje, el pelo sin lavar y un chándal viejo, se habría ahorrado la visita. Menudo corte de rollo. Ya se arrepentía de haber ido. Se dio cuenta de que seguía sonriendo y se obligó a dejar de hacerlo, mientras pensaba algo apropiado que decir.
—¿Sigues mala? —preguntó.
Merrin asintió distraída y dijo:
—¿Quieres que vayamos a la azotea? Hay menos ruido.
La siguió escaleras arriba. No parecía que fueran a salir a cenar, pero Merrin subió un par de Heineken de la nevera, lo cual era mejor que nada.
Eran casi las ocho, pero aún era de día. Los chicos del monopatín estaban de nuevo en la calle y se oía el ruido de las tablas chocando contra el asfalto. Lee caminó hasta el borde de la azotea para mirarles. Un par de ellos llevaban crestas en el pelo y vestían corbatas y camisas abotonadas sólo a la altura del cuello. A Lee nunca le había interesado el mundo del skateboard más que por las apariencias, porque llevar un monopatín bajo el brazo te daba aspecto de alternativo, de chico algo peligroso pero también atlético. No le gustaba fracasar, sin embargo; la mera idea de fracasar le producía frío y parálisis en uno de los lados de la cabeza.
Merrin le rozó la espalda y por un momento pensó que iba empujarle por el tejado y que tendría que retorcerse y aferrarse a su pálida garganta para hacerla caer con él. Merrin debió de ver el susto en su cara porque sonrió por primera vez y le ofreció una de las cervezas. Asintió en agradecimiento y la sostuvo en una mano mientras con la otra se encendía un cigarrillo.
Merrin se sentó en el aparato de aire acondicionado con su cerveza, pero sin bebérsela, sólo haciendo girar el cuello húmedo de la botella entre las manos. Estaba descalza. La verdad es que sus piececitos rosados eran bonitos. Al mirarlos era fácil imaginársela colocando uno entre sus piernas, con los dedos acariciando suavemente su entrepierna.
—Creo que voy a probar lo que me aconsejaste —le dijo.
—¿Vas a votar al partido republicano? Ya era hora.
Merrin sonrió de nuevo, pero era una sonrisa tenue y lánguida. Apartó la vista y dijo:
—Voy a decirle a Ig que cuando esté en Inglaterra quiero que nos tomemos unas vacaciones el uno del otro. Como un simulacro de ruptura, para que podamos conocer a otras personas.
Lee se sintió como si hubiera tropezado con algo, aunque estaba de pie, quieto.
—¿Y cuándo piensas decírselo?
—Cuando vuelva de Nueva York. No quiero hablarlo por teléfono. Ni se te ocurra decirle nada, Lee, ni darle una pista.
—No lo haré.
—Estaba excitado y sabía que era importante disimularlo. Dijo—: ¿Le vas a decir que quieres que salga con otras personas? ¿Con otras chicas?
Merrin asintió.
—Y tú... ¿vas a hacer lo mismo?
—Le voy a decir que quiero intentar mantener una relación con otra persona, nada más que eso. Le voy a decir que cualquier cosa que pase mientras esté fuera no cuenta. No quiero saber con quién sale y yo no le voy a decir nada de si salgo con otros tíos. Creo que así... todo será más fácil.
Levantó la vista y sus ojos delataban cierta diversión. El viento jugó con su pelo y dibujó tirabuzones con él. Bajo el cielo violeta pálido del atardecer tenía mejor cara.
—Ya me siento culpable.
—Pues no tienes por qué. Escucha, si realmente estáis enamorados el uno del otro lo sabréis dentro de seis meses y querréis volver a estar juntos.
Merrin negó con la cabeza y dijo:
—No... Me parece que esto no va a ser sólo temporal. Este verano he aprendido algunas cosas sobre mí misma, no sé, he cambiado mi forma de pensar sobre mi relación con Ig. Ahora sé que no puedo casarme con él. Y cuando lleve un tiempo en Inglaterra y haya tenido ocasión de conocer a alguien cortaré con él definitivamente.
—Dios —dijo Lee mientras repetía para sí:
Este verano he aprendido algunas cosas sobre mí misma.
Recordó cuando estuvieron juntos en la cocina de su casa, con su pierna entre las de ella, su mano en la suave curva de la cadera y el aliento suave y agitado en su oreja—. Hace un par de semanas me estabas contando cómo ibais a llamar a vuestros hijos.
—Ya. Pero cuando estás segura de algo lo estás de verdad. Y ahora sé que nunca voy a tener hijos con él.
—Parecía más serena, se había relajado un poco, y dijo—: Ésta es la parte en que intervienes para defender a tu mejor amigo y hacerme cambiar de idea. ¿Estás enfadado conmigo?
—No.
—¿Te he decepcionado?
—Me decepcionarías si siguieras con Ig sabiendo que no tenéis futuro.
—Exacto, a eso es a lo que me refiero. Y quiero que Ig tenga otras relaciones, que esté con otras chicas y que sea feliz. Si sé que es feliz me resultará más fácil pasar página.
—Ya, pero ¡joder! Lleváis juntos toda la vida.
La mano casi le tembló mientras sacaba un segundo cigarrillo. En una semana Ig se habría marchado y estaría sola, sin tener que darle explicaciones sobre a quién se estaba follando.
Merrin hizo un gesto con la cabeza hacia el paquete de tabaco.
—¿Me das uno?
—¿En serio? Pensé que querías que yo lo dejara.
—No, perdona: Ig estaba empeñado en que lo dejaras, pero yo siempre he tenido cierta curiosidad por probarlo. Pero, claro, suponía que a Ig le parecería fatal. Así que ahora puedo probar.
—Se restregó las manos contra las rodillas y añadió—: ¿Me vas a enseñar a fumar esta noche, Lee?
—Claro.
En la calle algo chocó con estrépito y algunos de los adolescentes prorrumpieron en gritos mezcla de admiración y susto cuando un monopatín salió volando.
Merrin se asomó al balcón de la azotea.
—También me gustaría aprender a montar en monopatín.
—Es un deporte para subnormales —dijo Lee—. Ideal para partirse algo, el cuello por ejemplo.
—Mi cuello no me preocupa demasiado —dijo Merrin. Después se volvió y, de puntillas, le besó en la comisura de la boca—. Gracias. Por hacerme ver ciertas cosas. Te debo una, Lee.
La camiseta escotada le marcaba los pechos y en el aire fresco de la noche se le habían erizado los pezones, que sobresalían bajo la tela. Pensó en ponerle las manos en las caderas, preguntándose si quizá esta noche podrían empezar con un pequeño aperitivo. Pero antes de que pudiera decidirse la puerta se abrió de golpe. Era la compañera de piso mascando chicle y mirándoles con gesto interrogante.
—Williams —dijo—, tienes a tu novio al teléfono. Parece ser que él y sus amigos de Amnistía Internacional se lo montaron ayer juntos, sólo para saber qué se siente, y está como una moto, deseando hacerte un resumen. Parece que tiene un trabajo de puta madre. ¿He interrumpido algo?