Cuernos (37 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
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—Está en el estudio —le dijo—. Se alegrará mucho de verte. ¿Has sabido que te necesitaba?

—Sí. ¿Qué es? ¿Dolor de cabeza?

—Horrible.

—De acuerdo —dijo Lee—. No pasa nada. Ya está aquí el médico.

Sabía dónde estaba el estudio y se dirigió hacia él. Llamó a la puerta pero no esperó a que le invitaran a pasar y la abrió directamente. Todas las luces, excepto la del televisor, estaban apagadas, y el congresista estaba tumbado en el sofá con una toalla húmeda doblada sobre los ojos. En la televisión ponían
Hotbouse.
El volumen estaba al mínimo, pero Lee vio a Terry Perrish entrevistando a un británico escuálido con chaqueta de cuero negra, una estrella de rock quizá.

El congresista oyó la puerta, levantó una esquina del paño, vio a Lee y esbozó una media sonrisa. Después se colocó de nuevo la toalla sobre los ojos.

—Estás aquí —dijo—. Estuve a punto de no dejarte el mensaje. Sabía que te preocuparías y vendrías a verme esta noche y no quería molestarte un viernes por la noche. Ya te robo demasiado tiempo y deberías estar por ahí con alguna chica.

Empleaba el tono suave y afectuoso de un hombre en su lecho de muerte hablando a su hijo predilecto. No era la primera vez que Lee le oía hablarle así, ni la primera vez que le cuidaba durante una de sus migrañas. Los dolores de cabeza del congresista estaban directamente relacionados con la recaudación de fondos y los malos resultados de las encuestas, que últimamente habían llegado a manos llenas. Menos de doce personas en todo el estado lo sabían, pero a principios del año entrante el congresista iba a anunciar que se presentaba como candidato a gobernador frente a la titular en el cargo, que había obtenido una victoria aplastante en las últimas elecciones pero que desde entonces había perdido numerosos votos. Cada vez que la gobernadora subía tres puntos en las encuestas el congresista tenía que tomarse un ibuprofeno y echarse en la cama. Nunca antes había necesitado tanto el apoyo de Lee.

—Ése era el plan —dijo éste—. Pero me ha dado plantón y tú eres igual de guapo, así que lo comido por lo servido.

El congresista resolló de risa. Lee se sentó en la mesita baja, en diagonal a él.

—¿Quién se ha muerto? —preguntó.

—El marido de la gobernadora —contestó el congresista.

Lee vaciló y después dijo:

—Espero que estés de broma.

El congresista levantó de nuevo la esquina del paño.

—Tiene esclerosis lateral amiotrófica. Se la acaban de diagnosticar. Mañana habrá rueda de prensa y la semana que viene hacen veinte años de casados. ¿Qué te parece?

Lee había venido preparado para oír hablar de pésimos números en las encuestas internas, o de que el
Portsmouth Herald
iba a publicar alguna historia fea sobre el congresista (o sus hijas; de ésas había habido ya unas cuantas). Pero ésta necesitó unos segundos para procesarla.

—Dios —dijo.

—Y que lo digas. La cosa empezó porque le temblaba un pulgar, pero ahora son las dos manos. Por lo visto la enfermedad ha progresado bastante rápido. No sabes nada de ella, ¿verdad?

—No, señor.

Se quedaron en silencio mirando el televisor.

—El padre de mi mejor amigo en el colegio la tenía —dijo el congresista—. El pobre hombre se pasaba el día sentado en una butaca frente al televisor, temblando como un flan y hablando como si el Hombre Invisible estuviera estrangulándole. No sabes qué pena me daba. No quiero ni pensar en cómo me sentiría si una de mis hijas cayera enferma. ¿Quieres rezar conmigo por ellas, Lee?

No te imaginas lo poco que me apetece,
pensó Lee. Pero se arrodilló al lado de la mesita, juntó las manos y esperó. El congresista se arrodilló junto a él e inclinó la cabeza. Lee cerró los ojos para concentrarse y pensar en la noticia sobre la gobernadora. Para empezar, subirían sus índices de aprobación. Las tragedias personales siempre se traducían en unos cuantos miles de votos. En segundo lugar, la atención sanitaria había sido siempre uno de los puntos fuertes de su programa, y esta noticia le vendría al pelo para convertir la campaña en algo personal. Por último, ya era lo suficientemente duro presentarse contra una mujer y no parecer chovinista o machista, pero enfrentarse a una que encima estaba cuidando heroicamente de su marido enfermo ¿qué consecuencias tendría sobre la campaña? Dependería tal vez de los medios de comunicación, del enfoque que decidieran dar a la noticia. Pero ¿había algún enfoque posible que no terminara dando ventaja a la gobernadora? Tal vez. Lee decidió que al menos había una posibilidad por la que valía la pena rezar, al menos una forma de arreglar aquello.

Después de un rato el congresista suspiró, dando por terminado el tiempo de oración. Siguieron arrodillados el uno junto al otro en amigable silencio.

—¿Crees que no debería presentarme? —preguntó el congresista—. ¿Por una cuestión de decencia?

—Que su marido esté enfermo es una cosa —dijo Lee—, pero su programa político es otra bien distinta. No se trata de ella, sino de los votantes del estado.

El congresista se estremeció y dijo:

—Me siento avergonzado sólo de pensarlo. Como si lo único que importara fuera mi ambición política. El pecado de soberbia, Lee, el pecado de soberbia.

—No podemos saber lo que va a pasar. Tal vez decida retirarse para cuidar de su marido y no se presente a las elecciones. En ese caso, mejor tú que ningún otro candidato.

El congresista se estremeció de nuevo.

—No deberíamos hablar así. Al menos no esta noche, no me parece ético. Se trata de la salud, de la vida de un hombre, y si decido o no presentarme a gobernador carece por completo de importancia comparado con eso.

Se meció hacia delante mirando fijamente el televisor. Se pasó la lengua por los labios y dijo:

—Si decide retirarse, tal vez sería una irresponsabilidad no presentarme.

—Desde luego —dijo Lee—. ¿Te imaginas que no te presentas y sale elegido Bill Flores? Enseguida empezarían a impartir educación sexual en las escuelas infantiles, a repartir condones a niños de seis años. A ver, que levante la mano el que sepa deletrear «sodomía».

—Para —dijo el congresista, pero se reía—. Eres malo.

—De todas maneras no piensan anunciarlo hasta dentro de cinco meses —dijo Lee—. Y en un año pueden pasar muchas cosas. La gente no va a votarla sólo porque su marido esté enfermo. Una esposa enferma no ayudó a John Edwards en su estado. En todo caso le perjudicó. Daba la impresión de que anteponía su carrera política a la salud de su mujer.

Ya le daba vueltas a la idea de que podría causar peor impresión una mujer dando discursos mientras su marido tenía espasmos en una silla de ruedas junto al estrado. Sería una mala imagen y ¿de verdad la gente votaría para seguir viendo ese espectáculo durante dos años más por televisión?

—La gente vota guiada por el programa político y no por las simpatías personales.

Vaya mentira. La gente votaba según lo que le dictaban sus instintos. Por ahí había que enfocarlo entonces. Usar de modo indirecto al marido para presentar a la gobernadora como una esposa fría y poco fina. Todo tenía solución.

—Para cuando empieces tu campaña la novedad de la noticia se habrá pasado y la gente estará deseando cambiar de tema.

Pero Lee no estaba seguro de que el congresista le prestara atención. Miraba la televisión con los ojos entrecerrados. Terry Perrish estaba hundido en su butaca haciéndose el muerto, con la cabeza inclinada en un ángulo antinatural. Su invitado, el cantante de rock inglés escuálido con la chaqueta de cuero negra, le hacía el signo de la cruz.

—¿Terry Perrish no era amigo tuyo?

—Más bien su hermano, Ig. Son gente estupenda, la familia Perrish. Me ayudaron mucho en mi adolescencia.

—No los conozco personalmente.

—Creo que son más bien demócratas.

—La gente vota a sus amigos antes que a un partido —dijo el congresista—. Tal vez todos podríamos ser amigos.

Le dio a Lee un golpe en el hombro, como si acabara de ocurrírsele una idea; parecía haberse olvidado de la migraña.

—¿No estaría bien anunciar mi candidatura a gobernador en el programa de Terry Perrish el año que viene?

—Desde luego que sí —contestó Lee.

—¿Crees que se puede hacer?

—Si te parece, la próxima vez que esté de visita me lo llevaré por ahí —dijo Lee—. Y le hablaré de ti; a ver qué pasa.

—Estupendo —dijo el congresista—. Haz eso. Correos una buena juerga; yo pago.

—Suspiró—. Siempre me levantas el ánimo, Lee. Soy un hombre bendecido con muchos bienes, lo sé muy bien. Y tú eres uno de ellos.

Le miró con ojos brillantes, de abuelito bondadoso. Ojos de Santa Claus que podía poner en cualquier momento que fuera necesario.

—¿Sabes, Lee? No eres demasiado joven para presentarte al Congreso. En un par de años mi escaño estará libre, de una u otra manera. Tienes grandes cualidades. Eres bueno y honesto. Tienes un pasado de redención por Cristo y sabes contar chistes.

—Creo que no; de momento estoy contento con lo que hago, trabajando para ti. No creo que esté llamado a ocupar un cargo político.

—Y sin empacho alguno añadió—: No creo que sea lo que el Señor me tiene destinado.

—Es una pena —dijo el congresista—. Le vendrías estupendamente al partido y no tienes ni idea de lo alto que podrías llegar. Venga, hombre, date una oportunidad. Podrías ser nuestro futuro Ronald Reagan.

—Bah, no creo —dijo Lee—. Preferiría ser Karl Rove.

Capítulo 35

A
l final resultó que su madre no tenía gran cosa que decir. Lee no estaba seguro de hasta qué punto estaba lúcida en sus últimas semanas. La mayor parte de los días únicamente pronunciaba variaciones de una sola palabra, con voz enloquecida y quebrada: «¡Sed! ¡Sed-ien-ta!», mientras los ojos parecían salírsele de las órbitas. Lee se sentaba junto a su cama desnudo por el calor a leer una revista. A mediodía la temperatura del dormitorio subía a treinta y cinco grados, seguramente cinco más bajo los gruesos edredones. Su madre no siempre parecía consciente de que Lee estaba en la habitación con ella. Miraba fijamente al techo peleándose con las mantas con sus débiles brazos, como una mujer que ha caído por la borda y lucha por no ahogarse. Otras veces sus grandes ojos desorbitados dirigían a Lee una mirada aterrada, mientras éste sorbía su té helado sin prestarle atención.

Algunos días, después de cambiarle el pañal, se le olvidaba ponerle uno limpio y la dejaba desnuda de cintura para abajo. Cuando se orinaba encima empezaba a gemir: «¡Pis, pis! ¡Dios, Lee, me he hecho pis encima!». Lee nunca se daba prisa en cambiarle las sábanas, lo que era un proceso lento y laborioso. La orina de su madre olía mal, a zanahorias, a fallo renal. Cuando por fin le cambiaba las sábanas hacía una bola con las sucias y la aplastaba contra la cara de la mujer, mientras ésta aullaba con voz ahogada y confusa. Eso, a fin de cuentas, era lo que su madre solía hacerle a él, pasarle las sábanas por la cara cuando se orinaba en la cama. Era su forma de enseñarle a no hacerse pis encima, un problema que padeció en su infancia.

Hacia finales de mayo, sin embargo, tras semanas de incoherencia, la madre tuvo un momento de lucidez, un peligroso momento de clarividencia. Lee se había despertado antes del alba en su dormitorio del segundo piso. No sabía lo que le había despertado, sólo que algo marchaba mal. Se incorporó, se apoyó sobre los codos y escuchó atento en la quietud. No eran todavía las cinco y un atisbo de aurora teñía de gris el cielo. La ventana estaba ligeramente abierta y olía la hierba nueva y los árboles recién retoñados. El aire era cálido y húmedo. Si ya hacía calor significaba que el día iba a ser abrasador, sobre todo en la habitación de invitados, donde, según estaba comprobando, era posible cocinar a fuego lento a una anciana. Por fin escuchó algo, un golpe seco y leve en el piso de abajo seguido de alguien arañando con los pies una alfombrilla de plástico.

Se levantó y bajó en silencio por las escaleras para ver a su madre. Pensó que la encontraría dormida o tal vez mirando absorta hacia el techo. No se imaginaba que estaría apoyada sobre el costado izquierdo tratando de descolgar el teléfono. Había desplazado el auricular de la horquilla y éste colgaba del cable beis rizado. Había recogido parte del cable con la mano al intentar tirar del auricular para cogerlo y éste se mecía atrás y adelante arañando el suelo y ocasionalmente chocando contra la mesilla de noche.

La madre dejó de recoger el cable cuando a vio a Lee. Su cara angustiada de mejillas hundidas estaba serena, casi expectante. En otro tiempo había tenido una espesa melena color miel que durante años había llevado larga, con ondas hasta los hombros. Una melena a lo Farrah Fawcett. Ahora en cambio estaba quedándose sin pelo, con sólo unos mechones plateados en una calva llena de manchas de vejez.

—¿Qué haces, mamá? —preguntó Lee.

—Llamar por teléfono.

—¿A quién quieres llamar?

Mientras hablaba se dio cuenta de la lucidez que, de forma inaudita, había logrado imponerse a la demencia de su madre por el momento. Ésta le dirigió una mirada prolongada e inexpresiva.

—¿Qué eres?

Bueno, parecía que era una lucidez parcial.

—Lee. ¿No me reconoces?

—Tú no eres él. Lee está caminando sobre la valla. Le he dicho que no lo hiciera, que le voy a castigar a base de bien si lo hace, pero no lo puede evitar.

Lee cruzó la habitación y colgó el teléfono. Dejar un teléfono que funciona prácticamente al alcance de su madre había sido un descuido estúpido, independientemente de su estado mental.

—De todas maneras me voy a morir —dijo la madre—. ¿Por qué quieres que sufra? ¿Por qué no dejas que muera y ya está?

—Porque si simplemente te dejo morir no aprenderé nada —dijo Lee.

Esperaba una nueva pregunta, pero en lugar de ello su madre dijo, en un tono casi satisfecho:

—Ah, claro. ¿Aprender qué?

—Si existen límites.

—¿Lo que seré capaz de aguantar? —preguntó su madre, y después siguió hablando—: No, no es eso. Te refieres a límites de lo que eres capaz de hacer.

Se recostó sobre las almohadas y a Lee le sorprendió comprobar que sonreía como si supiera algo.

—Tú no eres Lee. Lee está en la valla. Si le cojo caminando por la valla se va a llevar una bofetada. Ya se lo he advertido.

Inhaló profundamente y cerró los ojos. Lee pensó que tal vez se disponía a dormirse de nuevo —a menudo perdía la consciencia en cuestión de minutos—, pero habló de nuevo. Su fino hilo de voz de anciana tenía un deje pensativo:

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