Cuernos (36 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
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Dos días más tarde era viernes y acudió a casa de Merrin a recoger la mesa de tocador. Tuvo que transportar una pesada y mohosa caja de herramientas del maletero al asiento trasero para hacerle sitio y aun así necesitó tomar prestadas cuerdas del padre de Merrin para sujetar la puerta y que la mesa no se moviera. A mitad de camino hacia Boston detuvo el coche en un área de descanso y le envió a Merrin el siguiente mensaje:

Llego a Boston esta noche y llevo un mamotreto en el maletero, así que más te vale estar en casa cuando te lo lleve. ¿Andará por ahí mi reina de los hielos? Así la conoceré por fin.

Esperó un buen rato hasta que le llegó la respuesta:

Joder Lee que d puta mdre q vngs a vrm pero dberias hbrme avsdo la reina del hielo trbj sta nche asi tndras q confrmrte cnmgo.

Capítulo 33

M
errin le abrió la puerta vestida con un pantalón de chándal y una sudadera grande con capucha. Su compañera de piso estaba en casa, una marimacho asiática con una risita de lo más molesta.

—¿Qué es lo que llevas aquí dentro? —preguntó Lee. Estaba apoyado en el tocador respirando con fuerza y enjugándose el sudor de la frente. Lo había subido usando un carrito que el padre de Merrin había insistido en que se llevara, empujándolo por diecisiete escalones hasta llegar al descansillo y casi dejándolo caer en dos ocasiones—. ¿Ropa interior con cadenas?

La compañera de piso miró por encima del hombro de Merrin y dijo:

—A lo mejor un cinturón de castidad de hierro.

Y se alejó graznando como un ganso.

—Pensaba que se había mudado —dijo Lee cuando se aseguró de que no podía oírles.

—Se va al mismo tiempo que Ig —le dijo Merrin—. A San Diego. Después me quedaré aquí sola por un tiempo.

Se lo dijo mirándole a los ojos con una media sonrisa. Otro mensaje.

Forcejearon con el tocador hasta conseguir pasarlo por la puerta y después Merrin dijo que lo dejaran y fueron a la cocina a recalentar algo de comida india. Colocó platos de papel en una mesa redonda con manchas bajo una ventana con vistas a la calle. Había chicos montando en monopatín en la noche de verano, deslizándose entre las sombras y los charcos de luz anaranjada que proyectaban las farolas de vapor de sodio.

Uno de los lados de la mesa estaba cubierto con los cuadernos y papeles de Merrin y ésta empezó a apilarlos para hacer sitio. Lee se inclinó por encima de su hombro simulando mirar sus apuntes mientras aspiraba profundamente la fragancia de su pelo. Vio hojas sueltas de cuaderno reglado con puntos y guiones dispuestos en retícula.

—¿Qué son esas cosas de
Une los puntos?

—Ah —dijo Merrin mientras recogía los papeles, los metía en un libro de texto y los dejaba en el alféizar—. Mi compañera de piso. Jugamos a ese juego, ¿lo conoces? Dibujas los puntos y después tienes que unirlos mediante guiones y la que consigue hacer más cuadrados gana. A la que pierde le toca hacer la colada. La tía lleva meses sin tener que lavarse la ropa.

Lee dijo:

—Deberías dejarme echar un vistazo. Soy muy bueno en ese juego y podría aconsejarte sobre tu siguiente movimiento.

Sólo había podido echarle un vistazo, pero le había dado la impresión de que ni siquiera estaba bien dibujado. Tal vez era una versión diferente del juego que él conocía.

—Creo que eso sería hacer trampas. ¿Me estás diciendo que quieres convertirme en una tramposa?

Se miraron a los ojos durante un instante. Lee dijo:

—Yo quiero lo que tú quieras.

—Bueno, pues creo que debo intentar ganar honestamente.

Se sentaron el uno enfrente del otro. Lee miró a su alrededor examinando el lugar. Como apartamento era poca cosa: un cuarto de estar, una cocina americana y dos dormitorios en el piso superior en una laberíntica casa en Cambridge que había sido dividida en cinco apartamentos. En el piso de abajo alguien tenía música dance puesta a todo volumen.

—¿Vas a poder pagar el alquiler tú sola?

—No, en algún momento tendré que buscar a alguien.

—Estoy seguro de que Ig estaría encantado de contribuir.

Merrin dijo:

—Si le dejara, pagaría él todo el alquiler y yo sería su mantenida. Ya he tenido una oferta de ese tipo, ¿sabes?

—¿Qué oferta?

—Uno de mis profesores me invitó a comer hace unos meses. Pensaba que íbamos a hablar sobre mi residencia, pero en lugar de ello pidió una botella de vino de doscientos dólares y me dijo que quería alquilarme un apartamento en Back Bay. Un tío de sesenta años con una hija dos años mayor que yo.

—¿Casado?

—Por supuesto.

Lee se recostó en la silla y silbó.

—Seguro que Ig se puso muy contento.

—No se lo conté. Y no se te ocurra contárselo tú tampoco. No debería haberlo mencionado.

—¿Por qué no se lo contaste a Ig?

—Porque este tío me da clase y no quiero que Ig le denuncie por acoso sexual o algo por el estilo.

—Ig no le denunciaría.

—No, supongo que no. Pero me habría obligado a borrarme de su clase y yo no quería. Al margen de su comportamiento fuera del aula, ese tío es uno de los mejores oncólogos del país y en ese momento me interesaba lo que me podía enseñar. Me parecía importante.

—¿Y ya no?

—Joder, no necesito licenciarme con matrícula de honor. Hay mañanas en que pienso que me conformaría sólo con licenciarme.

—Venga ya, lo estás haciendo genial.

—Lee hizo una pausa y luego dijo—: ¿Qué tal se lo tomó el hijo de puta cuando le mandaste a tomar por culo?

—Con buen humor. Y el vino estaba rico. De una añada de principios de los noventa, de unos viñedos familiares en Italia. Tengo la impresión de que siempre lo pide cuando invita a cenar a alguna alumna. No le mandé a tomar por culo, le dije que estaba enamorada de otra persona y también que no me parecía algo apropiado siendo su alumna, pero que en otras circunstancias habría estado encantada de considerar su oferta.

—Qué amable.

—Es que es verdad. Si no hubiera sido su alumna y si nunca hubiera conocido a Ig... Me puedo imaginar yendo con él al cine a ver una película extranjera o algo así.

—¡Venga ya! ¿No has dicho que era mayor?

—Lo suficiente como para apuntarse al Inserso.

Lee se hundió en la silla mientras experimentaba un sentimiento que le resultaba desconocido: asco. Y también sorpresa.

—Estás de broma.

—¿Y por qué no? Podría aprender sobre vinos, libros y cosas de las que no tengo ni idea. La vida desde el otro extremo del telescopio. Lo que se siente al estar en una relación inmoral.

—Sería un error.

—Yo creo que a veces hace falta cometerlos. Si no, es que piensas demasiado las cosas. Y ése el peor error que se puede cometer.

—¿Y qué hay de la mujer y de la hija del tipo?

—Ya. Sobre eso no sé nada. Claro que es su tercera mujer, así que supongo que no la pillaría desprevenida.

—Merrin entrecerró los ojos y añadió—: ¿Crees que todos los tíos se aburren tarde o temprano?

—Creo que la mayoría de los tíos fantasean con lo que no tienen. Yo no he estado en una relación en toda mi vida sin fantasear con otras chicas.

—Pero ¿en qué punto? ¿En qué momento un tío que tiene pareja empieza a pensar en otras chicas?

Lee miró al techo simulando que pensaba.

—No sé. ¿Quince minutos después de la primera cita? Depende de lo buena que esté la camarera.

Merrin sonrió satisfecha y dijo:

—A veces me doy cuenta de que Ig está mirando a una chica. No muchas. Cuando está conmigo se corta. Pero por ejemplo una vez, cuando estábamos en Cape Cod este verano y fui al coche a coger la crema para el sol y me acordé de que la tenía en la cazadora. No pensaba que estaría de vuelta tan pronto y estaba mirando a una chica tumbada boca abajo que hacía topless. Guapa, de unos diecinueve años. Cuando estábamos en el instituto le habría sacado los ojos, pero ahora no digo nada. No sé qué decir, soy la única chica con la que ha estado.

—¿De verdad? —preguntó Lee en tono incrédulo, aunque ya lo sabía.

—¿Crees que a lo mejor cuando llegue a los treinta y cinco años tendrá la sensación de que se comprometió conmigo demasiado pronto? ¿Crees que me echará la culpa de haberse perdido el sexo en el instituto y que fantaseará sobre las chicas que podía haber conocido?

—Estoy segura de que ya fantasea con otras chicas —dijo la compañera de piso de Merrin, que pasaba con un hojaldre relleno en la mano y el teléfono pegado a la oreja. Siguió hasta su habitación y se encerró dando un portazo. No porque estuviera enfadada, ni siquiera porque fuera consciente de lo que hacía, sino simplemente porque era del tipo de personas que dan portazos sin reparar en ello.

Merrin se recostó en su silla con los brazos cruzados.

—¿Verdadero o falso? Lo que acabo de decir.

—No digo que fantasee en serio. Es como lo de mirar a esa chica de la playa. Seguramente disfruta pensando en ello, pero es sólo eso, un pensamiento. Así que ¿qué importancia tiene?

Merrin se inclinó hacia delante y dijo:

—¿Crees que en Inglaterra se acostará con otras chicas? ¿Para sacarse las fantasías del cuerpo? ¿O crees que se sentirá como si nos estuviera traicionando a mí y a los niños?

—¿Qué niños?

—Los niños. Harper y Charlie. Llevamos hablando de ellos desde que tengo diecinueve años.

—¿Harper y Charlie?

—Harper para la niña, por Harper Lee. Mi novelista favorita, autora de un único libro. Charlie si es niño, porque a Ig le hace mucha gracia cómo imito al chino del anuncio, lo de
Peldón, Challi,
ya sabes.

La manera en que lo dijo le resultó antipática. Parecía absorta y feliz, y por su mirada distraída supo que se estaba imaginando a sus futuros hijos.

—No —dijo.

—¿No qué?

—Que Ig no se irá acostando por ahí con nadie. A no ser que tú lo hagas primero y se lo cuentes. Entonces supongo que sí, tal vez. Míralo desde el otro lado. ¿No crees que cuando tengas treinta y cinco años pensarás en lo que te has perdido?

—No —dijo con desinteresada convicción—. No me veo con treinta y cinco años y la sensación de haberme perdido cosas. Es una idea horrible.

—¿El qué?

—Tirarme a alguien sólo para poder contárselo.

—Ya no le miraba a él, sino a la ventana—. Sólo de pensarlo me pongo enferma.

Lo curioso era que parecía enferma de repente. Por primera vez Lee reparó en lo pálida que estaba, en los círculos rosáceos bajo sus ojos, en su pelo lacio. Sus manos jugueteaban con una servilleta de papel, la doblaban formando cuadrados más y más pequeños.

—¿Te encuentras bien? No tienes buena cara.

Esbozó una media sonrisa.

—Creo que he cogido algún virus, pero no te preocupes. A no ser que nos demos un beso con lengua, no te lo pegaré.

Cuando se marchó una hora después, estaba furioso. Así es como funcionaba Merrin. Le había atraído hasta Boston haciéndole pensar que estarían solos y después le había recibido en chándal, hecha un asco, con su compañera de piso dando la murga, y se habían pasado la noche hablando de Ig. De no ser porque le había dejado besarle un pecho unas semanas atrás, habría pensado que no estaba en absoluto interesada por él. Estaba hasta las narices de que jugara con él, de sus monsergas.

Pero conforme cruzaba el puente Zakim el pulso se le fue normalizando y empezó a respirar con mayor facilidad, y entonces se le ocurrió que en todo el tiempo que había estado con ella Merrin no había mencionado en ningún momento a la rubia princesa del hielo. Y eso le llevó a otra idea, que no había ninguna princesa del hielo, sólo Merrin poniéndole a prueba, excitándole, dándole qué pensar.

Y estaba pensando. Desde luego que sí. Pensaba en que Ig pronto se habría ido, al igual que su compañera de piso, y que en algún momento del otoño llamaría a la puerta de Merrin y cuando ella le abriera estaría sola.

Capítulo 34

L
ee tenía la esperanza de pasar un rato con Merrin a última hora de la noche, pero acababan de dar las diez cuando entró en New Hampshire y reparó en que tenía un mensaje de voz del congresista. Éste le hablaba con su voz lenta, cansada y migrañosa y decía que esperaba que pudiera pasarse a verle a la mañana siguiente para comentar con él una noticia. La forma en que lo dijo le hizo pensar a Lee que en realidad le gustaría verle aquella noche, así que en lugar de salirse por la I-95 y conducir al oeste hacia Gideon, continuó hacia el norte y tomó la salida a Rye.

Las once. Detuvo el coche en el camino de entrada a la casa del congresista, hecho de conchas marinas trituradas. La casa, una amplia mansión georgiana con un pórtico de columnas, presidía media hectárea de césped inmaculado. Las gemelas del congresista estaban jugando al croquet con sus novios en el jardín delantero, a la luz de los focos. Lee bajó del Cadillac y permaneció junto a él viéndolas jugar, dos muchachas esbeltas y bronceadas con vestidos de verano, una de ellas inclinada sobre el mazo mientras su novio, situado detrás, a su espalda, se ofrecía a ayudarla como excusa para restregarse contra ella. Las risas de las muchachas flotaban en una aire con ligero olor a mar, y Lee se sintió de nuevo en su elemento.

Las hijas del congresista le adoraban y cuando le vieron subir por el camino de entrada corrieron directamente hacia él. Kaley le rodeó el cuello con los brazos y Daley le plantó un beso en la mejilla. Veintiún años, bronceadas y felices, pero ambas habían tenido problemas, silenciados en su momento: excesos con el alcohol, anorexia, una enfermedad venérea. Lee les devolvió el abrazo, bromeó con ellas y les prometió que se uniría a la partida de croquet si podía, pero su piel se estremeció al tocarlas. Parecían chicas sanas y puras, pero en realidad eran tan rancias como cucarachas recubiertas de chocolate; una de ellas masticaba un chicle de menta y Lee se preguntó si no lo haría para disimular olor a cigarrillos, a hierba o incluso a polla. No habría cambiado una noche de sexo con las dos a la vez por una con Merrin, que, en cierto modo, seguía estando limpia, todavía tenía el cuerpo de una virgen de dieciséis años. Sólo se había acostado con Ig, y conociendo a Ig como le conocía Lee, eso apenas contaba. Lo más probable es que hicieran el amor con una sábana colocada entre los dos.

La mujer del congresista le recibió en la puerta, una mujer menuda con el pelo canoso y labios finos congelados en una rígida sonrisa por efecto del bótox. Le tocó la muñeca. A todos les gustaba tocarle, a la mujer y a las hijas, también al congresista, como si Lee fuera un amuleto de la suerte, una pata de conejo. Y de hecho lo era, él lo sabía muy bien.

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