—Perdona, Lee, pero... no estoy de humor.
—Claro que no. Lo que necesitas es una copa y alguien con quien hablar.
Le enseñó el porro y sonrió, porque sentía que debía sonreír en ese momento.
—Vamos a mi casa y si hoy no estás de humor lo dejamos para otro día.
—¿De qué hablas? —preguntó Merrin frunciendo el ceño, con las cejas muy juntas—. Quiero decir que no estoy de humor para bromas. ¿De qué estás hablando tú?
Lee se inclinó y la besó. Los labios de Merrin estaban fríos y húmedos. Se estremeció y dio un paso atrás, sorprendida. La cazadora se deslizó de sus manos, pero la sujetó para interponerla entre los dos.
—¿Qué estás haciendo?
—Sólo quiero que te sientas mejor. Si estás triste es en parte culpa mía.
—Nada es culpa tuya.
Merrin le miraba con los ojos muy abiertos y expresión desconcertada. Pero poco a poco iba cayendo en la cuenta de lo que ocurría. Parecía una niña pequeña. Era fácil mirarla y olvidarse de que tenía veinticuatro años y no era una jovencita virgen de dieciséis.
—No he roto con Ig por ti. No tiene nada que ver contigo.
—Excepto que ahora podemos estar juntos. ¿No era ése el motivo de todo este numerito?
Merrin dio otro paso atrás tambaleándose, con una expresión de suspicacia cada vez mayor y la boca abierta como disponiéndose a gritar. Sólo que no gritó. Se rió, una sonrisa forzada e incrédula. Lee hizo una mueca de dolor. Por un momento fue como oír a su madre riéndose de él.
Deberías pedir que te devuelvan el dinero.
—Joder —dijo Merrin—. Joder, Lee, coño. No es el momento para esa clase de bromas.
—Estoy de acuerdo.
Merrin le miró. La sonrisa pálida y confusa se le había borrado de la cara y ahora tenía la boca desfigurada con una mueca. Una fea mueca de asco.
—¿Eso es lo que crees? ¿Qué he cortado con Ig para poder follar contigo? Eres su amigo. Mi amigo. ¿Es que no entiendes nada?
Lee dio un paso hacia ella y le puso la mano en el hombro, pero Merrin le empujó. Esto sí que no se lo esperaba; se le enredó un zapato en una raíz y cayó al suelo de culo.
Miró a Merrin y sintió cómo algo crecía en su interior: una especie de rugido atronador que avanzaba por un túnel. No la odiaba por todo lo que le estaba diciendo, aunque desde luego era muy fuerte. Después de provocarle durante meses —años en realidad— ahora le ponía en ridículo por desearla. Lo que en realidad le enfurecía era la expresión de su cara. Esa mirada de asco, con los dientecillos afilados asomando bajo el labio superior.
—¿Entonces de qué me estabas hablando? —preguntó pacientemente, sintiéndose ridículo allí, sentado en el suelo—. ¿De qué hemos estado hablando todo este mes? Pensaba que querías tirarte a otros tíos. Pensaba que había cosas de ti, sentimientos a los que por fin querías enfrentarte. Sentimientos hacia mí.
—Dios —dijo Merrin—. Madre mía, Lee.
—Pidiéndome que te llevara a cenar por ahí, mandándome mensajes guarros sobre una supuesta rubia que ni siquiera existe. Llamándome a todas horas para saber a qué me dedico, si estoy bien.
Alargó una mano y la apoyó en el montón de ropa de Merrin, preparándose para ponerse de pie.
—Estaba preocupada por ti, gilipollas. Se acababa de morir tu madre.
—¿Te crees que soy idiota? La mañana en que murió te dedicaste a ponerme como una moto, restregándote contra mi pierna con el cadáver en la habitación de al lado.
—¿Cómo dices?
Hablaba en voz alta, aguda, histérica. Estaba haciendo demasiado ruido y Terry podría oírla, preguntarse por qué discutían. Lee asió la corbata metida en el zapato y cerró el puño mientras se ponía en pie. Merrin siguió hablando:
—¿Te refieres a que estabas borracho y te di un abrazo y empezaste a toquetearme? Te dejé porque te vi hecho polvo, Lee, eso es todo. To-do.
Se había echado a llorar otra vez. Se cubrió los ojos con una mano y la barbilla le temblaba. Con la otra mano seguía sujetando la cazadora.
—Esto es una mierda. ¿Cómo has podido pensar que quería cortar con Ig sólo para follar contigo? Antes muerta, Lee. Antes muer-ta. ¿Lo pillas?
—Ahora sí —dijo Lee y le arrancó la chaqueta de las manos, la tiró al suelo y le colocó el nudo de la corbata alrededor del cuello.
D
espués de que la golpeara con la piedra, Merrin dejó de resistirse y pudo hacer con ella lo que quiso. Aflojó la presión de la corbata en su garganta. Merrin volvió la cara de lado con los ojos en blanco y parpadeando de forma extraña. Un hilo de sangre le bajaba desde el arranque del pelo por la cara sucia y emborronada por el llanto.
Decidió que estaba ida, demasiado confusa como para hacer otra cosa que dejarse follar, pero entonces habló con voz extraña y distante.
—Está bien —dijo.
—¿Ah sí? —preguntó embistiendo con más fuerza, porque era la única forma de mantener la erección. No estaba disfrutando tanto como había pensado. Merrin estaba seca—. Te gusta, ¿eh?
Pero la había malinterpretado otra vez. No estaba hablando de si le gustaba.
—Me escapé —dijo.
Lee la ignoró y siguió concentrado en lo que estaba haciendo.
Merrin ladeó ligeramente la cabeza y alzó la vista hacia la gran copa del árbol bajo el que estaban.
—Me subí al árbol y me escapé —dijo—. Conseguí encontrar el camino de vuelta a casa. Estoy bien, Ig. A salvo.
Lee miró hacia las ramas y la hojas mecidas por la brisa pero no vio nada. No tenía ni idea de qué estaba hablando ni a qué miraba y no le apetecía preguntárselo. Cuando volvió la vista a su rostro algo había desaparecido de sus ojos y no pronunció una palabra más, lo que era una buena cosa, porque estaba asqueado y cansado de sus putas monsergas.
E
ra temprano cuando Ig recogió la horca de la fundición y regresó, todavía desnudo, al río. Se metió en el agua hasta las rodillas y permaneció quieto mientras el sol se elevaba en el cielo sin nubes y su luz le calentaba los hombros.
No supo cuánto tiempo había pasado hasta que vio una trucha, a menos de un metro de su pierna izquierda. Vadeaba en el lecho arenoso agitando la cola atrás y adelante y mirando el pie de Ig con expresión estúpida. Éste blandió la horca, cual Poseidón con su tridente, hizo girar el mango en la mano y la lanzó. Acertó a la primera, como si llevara años pescando con lanza, como si hubiera lanzado la horca miles de veces. No era tan diferente del lanzamiento de jabalina, que había enseñado en Camp Galilee.
Cocinó la trucha con su aliento en la orilla del río, expulsando una bocanada de calor directamente desde los pulmones lo suficientemente potente para distorsionar el aire y ennegrecer el pobre pescado, cuyos ojos se volvieron del color de una clara de huevo cocida. Todavía no era capaz de escupir fuego como un dragón, pero suponía que era cuestión de tiempo.
Emitir calor le resultaba sencillo. Todo lo que tenía que hacer era concentrarse en algo que le produjera placer odiar. La mayoría de las veces recurría a lo que había visto dentro de la cabeza de Lee. Cocinando a su madre a fuego lento en el lecho de muerte, cerrando el nudo de su corbata alrededor del cuello de Merrin para obligarla a dejar de gritar. Las vivencias de Lee se agolpaban ahora en su cabeza y era como tener la boca llena de ácido de batería de coche, un amargor tóxico y abrasador que necesitaba escupir.
Después de comer regresó al río para disfrutar observando a las truchas huir de él mientras culebras de agua se deslizaban alrededor de sus tobillos. Se inclinó para mojarse la cara y cuando la levantó estaba chorreando. Se pasó el dorso de una mano demacrada y roja por los ojos para quitarse el agua, pestañeó y miró su reflejo en el río. Tal vez era un efecto del agua, pero los cuernos parecían más grandes y las puntas empezaban a curvarse hacia dentro, como si fueran a encontrarse. Tenía la piel de un color rojo intenso y el cuerpo inmaculado y terso como la piel de una foca, el cráneo liso como el pomo de una puerta. Sólo la perilla, inexplicablemente, no se había quemado.
Movió la cabeza de un lado a otro, estudiando su perfil, y decidió que era la viva imagen de un Asmodeo joven y sátiro.
Su reflejo en el agua ladeó la cabeza y le miró con timidez.
¿Qué haces pescando aquí?
—dijo el diablo del agua—.
¿Acaso no eres pescador de hombres?
—¿Pesca recreativa tal vez? —preguntó Ig.
Su reflejo se retorció de risa, una aullido obsceno y convulso de cuervo divertido, tan súbito como una ristra de cohetes explotando. Ig alzó la cabeza al instante y comprobó que se trataba de un cuervo izando el vuelo desde Coffin Rock y sobrevolando el río corriente abajo. Ig jugueteó con su perilla, su barbita de conspirador, escuchando al bosque y su resonante silencio y entonces fue consciente de otro sonido, de voces que se aproximaban río arriba. Al poco se oyó también, en la distancia, el breve graznido de una sirena de policía.
Subió por la pendiente para vestirse. Todo lo que se había llevado consigo a la fundición había ardido con el Gremlin, pero recordó las ropas cubiertas de rocío olvidadas en las ramas del roble al inicio de la pista Evel Knievel, un abrigo negro manchado con el forro roto, una media negra desparejada y una falda de encaje azul que parecía sacada de un vídeo de Madonna de los ochenta. Tiró de las ropas y metió la falda por las piernas recordando el precepto del Deuteronomio 22:5, que el hombre no vestirá ropa de mujer, porque es abominable para Jehová, tu Dios, cualquiera que hace esto. Ig se tomaba muy en serio sus responsabilidades en tanto futuro señor de los infiernos. Puestos a hacer las cosas, mejor hacerlas bien. Se puso la media negra, pero como la falda le quedaba corta y se sentía ridículo, se enfundó también el abrigo retieso con un forro impermeable y harapiento.
Se puso en marcha, con la falda de encaje azul bailándole en los muslos, abanicando su culo rojo y desnudo, mientras arrastraba la horca por el suelo. No había llegado aún a la línea del bosque cuando vio un destello de luz dorada a su derecha, justo en la hierba. Se volvió buscando su origen y la luz parpadeó de nuevo dos veces, una chispa ardiente entre las hierbas que le enviaba un mensaje urgente e inconfundible:
Por aquí, colega, mira aquí.
Se inclinó y recogió la cruz de Merrin. Estaba caliente tras haber pasado toda una mañana al sol y su superficie tenía mil arañazos. La sujetó contra la boca y la nariz, imaginando que conservaría el aroma de Merrin, pero no olía a nada. El broche estaba roto de nuevo. Exhaló suavemente sobre ella, calentando el metal para reblandecerlo, y empleó sus uñas puntiagudas para enderezar el delicado bucle de oro. La estudió durante unos segundos y después la levantó y se la colocó alrededor del cuello, ajustando el cierre. Parte de él esperaba que chisporroteara y quemara, que se adhiriera a la carne roja de su pecho y le dejara una ampolla negra en forma de cruz, pero se limitó a descansar suavemente contra su piel. Claro que nada que hubiera pertenecido a Merrin podía hacerle daño. Respiró el dulce aire de la mañana y prosiguió su camino.
Habían encontrado el coche, que había sido arrastrado por la corriente hasta el banco de arena bajo el puente de Old Fair Road, donde los chicos del pueblo hacían anualmente su fogata para celebrar el final del verano. El Gremlin tenía el aspecto de haber intentado navegar río arriba, con las ruedas delanteras hundidas en el blando lecho de arena y la parte trasera sumergida en el agua. Unos cuantos coches de policía y una grúa estaban aparcados cerca de él y otros vehículos —de la policía, pero también de gente del pueblo que se había parado para mirar— estaban dispersos por la explanada de grava bajo el puente. Sobre éste había todavía más coches y gente asomada a la barandilla, mirando hacia abajo. Las radios de la policía crepitaban y murmuraban.
El Gremlin no parecía el de siempre, la capa de pintura había desaparecido por completo y la estructura de debajo estaba negra y completamente quemada. Un policía con botas de agua abrió la puerta del pasajero y del interior salió agua. Un pejerrey se deslizó en la corriente reflejando en sus escamas la luz iridiscente de la mañana y aterrizó en la arena con un
plaf.
El policía de las botas de goma lo devolvió de una patada al agua, donde se recuperó y desapareció.
Unos cuantos agentes de paisano estaban agrupados en la orilla bebiendo café y riendo sin mirar siquiera el coche. A Ig le llegaron retazos de su conversación, transportada por el claro aire de la mañana.
—¡... Coño es? ¿Un Civic, pensáis?
—... No sé. Un modelo viejo y hecho una mierda.
—... Alguien decidió empezar la fogata con dos días de antelación.
Despedían un ambiente de buen humor estival y de relajada y masculina indiferencia. Mientras la grúa arrancaba lentamente y echaba a andar, tirando del Gremlin, salió agua de las ventanillas traseras, que estaban hechas añicos. Ig vio que la matrícula trasera se había caído. Seguramente la delantera también. Lee se habría preocupado de quitarlas antes de arrastrar a Ig desde la chimenea de la fundición y meterle en el coche. La policía no sabía lo que había encontrado. Aún no.
Se abrió paso entre los árboles y se situó sobre unas rocas en una pendiente elevada para observar la orilla a través de los pinos, desde unos veinte metros de distancia. No miró abajo hasta que no escuchó un murmullo de risas. Miró por el rabillo del ojo y vio a Sturtz y Posada, de uniforme, de pie el uno junto al otro y sosteniéndose mutuamente la polla mientras orinaban entre los matorrales. Cuando se besaron, Ig tuvo que agarrarse a un árbol para no perder el equilibrio y caer sobre ellos. Se puso de nuevo a cubierto, donde no podían verle.