Cuernos (19 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
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—¿Estás bien? —preguntó Ig.

—Si lloro me duele. Tengo que aprender a no sentirme mal por las cosas.

Respiraba con fuerza, subiendo y encogiendo los hombros.

—Tenía que habértelo contado. Todo. Fue una putada venderte esas revistas, mentirte sobre para qué las vendía. Cuando te conocí mejor quise contarte la verdad, pero era demasiado tarde. Así no es como se trata a los amigos.

—No quiero hablar de eso. Ojalá no te hubiera dado el petardo bomba.

—Olvídalo —dijo Lee—. Yo la quería. Fue decisión mía, así que no te preocupes por eso. Sólo intenta no odiarme. En serio, necesito que por lo menos alguien no me odie.

No hacía falta que lo dijera. La visión de la sangre empapando el vendaje hizo que a Ig le temblaran las rodillas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pensar en cómo había bromeado con Lee sobre el petardo bomba, hablando de todas las cosas que podían volar juntos con él. Cómo se las había arreglado para alejar a Merrin de Lee, quien se había tirado al agua para sacarle cuando se estaba ahogando, una traición para la que no había expiación posible.

Se sentó junto a Lee.

—Te va a decir que no salgas más conmigo por ahí.

—¿Quién? ¿Mi madre? No, se alegra de que haya venido.

—No, tu madre no. Merrin.

—¿De qué hablas? Quería venir conmigo. Está preocupada por ti.

—¿Ah sí?

Lee hablaba con voz temblona, como si le hubiera entrado un ataque de frío. Después dijo:

—Ya sé por qué ha pasado esto.

—Fue un accidente de mierda, eso es todo.

Lee negó con la cabeza.

—Ha sido para recordarme.

Ig calló esperando a que siguiera, pero Lee no dijo nada.

—¿Recordarte qué?

Lee luchaba por contener las lágrimas. Se limpió la sangre de la mejilla con el dorso de la mano dejando un borrón largo y oscuro.

—¿Recordarte qué? —repitió Ig, pero Lee temblaba por el esfuerzo para reprimir los sollozos y nunca llegó a contestar la pregunta.

Capítulo 21

I
g se alejó de la casa de sus padres, del cuerpo destrozado de su abuela y de Terry y su terrible confesión sin saber con exactitud adonde se dirigía. Más bien sabía adonde no pensaba ir, ni al apartamento de Glenna ni al pueblo. Se sentía incapaz de ver otro rostro humano, de escuchar otra voz humana.

En su cabeza trataba con todas sus fuerzas de mantener una puerta cerrada mientras desde el otro lado dos hombres la empujaban, tratando de abrirse paso hasta sus pensamientos. Eran su hermano y Lee Tourneau. Necesitó toda su fuerza de voluntad para impedir que los invasores entraran en su último refugio, para mantenerlos fuera de su cabeza. No sabía lo que ocurriría cuando por fin lo consiguieran, algo que, estaba seguro, terminaría por suceder.

Condujo por la estrecha carretera estatal, atravesando extensos pastos iluminados por el sol y pasando debajo de árboles cuyas ramas colgaban sobre la carretera, pasillos de parpadeante oscuridad. Vio un carro de supermercado abandonado en una cuneta junto a la carretera y se preguntó por qué esos carros terminaban en ocasiones en un lugar así, donde no había nada. Demostraba que cuando alguien abandonaba algo ignoraba por completo qué uso harían de ello otras personas. Ig había abandonado a Merrin una noche —había dejado sola a su mejor amiga en el mundo en un ataque de ira inmadura y de superioridad moral— y mira lo que había pasado.

Recordó cuando había bajado por la pista Evel Knievel subido en el carro de supermercado diez años antes y se llevó la mano a la nariz en un gesto inconsciente; seguía torcida en el punto donde se la había roto. En su mente se formó involuntariamente una imagen de su abuela bajando la larga pendiente de la colina frente a la casa en su silla de ruedas, las grandes ruedas de goma trazando surcos en la ladera de hierba. Se preguntó qué se habría roto al chocar contra la cerca. Esperaba que fuera el cuello. Vera le había dicho que cada vez que le veía sentía ganas de morirse y para Ig sus deseos eran órdenes. Le gustaba pensar que siempre había sido un nieto atento. Si la había matado lo consideraría un buen comienzo. Pero todavía quedaba mucho trabajo por delante.

Le dolía el estómago y lo atribuyó a la infelicidad hasta que empezaron a sonarle las tripas y tuvo que admitir que en realidad estaba hambriento. Trató de pensar dónde podría conseguir comida con un mínimo de interacción humana y fue entonces cuando reparó en El Abismo, a la izquierda de la carretera.

Era el lugar de la última cena, donde había pasado su última noche con Merrin. Desde entonces no había vuelto y sospechaba que no sería bien recibido. Este pensamiento se lo tomó como una invitación y condujo hasta el aparcamiento.

Era primera hora de la tarde, ese intervalo indolente y atemporal que sigue al almuerzo y precede al momento en que la gente empieza a llegar a tomar una copa después del trabajo. Sólo había unos pocos coches aparcados que Ig supuso que pertenecían a los alcohólicos profesionales. El letrero de fuera decía:

ALITAS DE POLLO A 10 CENTAVOS Y CERVEZA BUDWEISER

A 2 DÓLARES.

DESPEDIDAS DE SOLTERA. ENTRA Y PREGÚNTANOS.

AUPA GIDEON SAINTS

Salió del coche con el sol a la espalda proyectando una sombra de casi tres metros de largo, una figura delgada y huesuda con cuernos negros que apuntaban a la puerta roja de El Abismo.

* * *

Cuando cruzó el umbral, Merrin ya estaba allí. Aunque el lugar estaba lleno de universitarios viendo el partido la localizó enseguida. Estaba sentada en su reservado habitual y se volvió para mirarle. La sola visión de Merrin —en especial cuando llevaban un tiempo separados— siempre tenía en él el peculiar efecto de hacerle pensar en su propio cuerpo. No la había visto en tres semanas y después de esta noche no volvería a verla hasta Navidades, pero entretanto habría cóctel de gambas y algunas cervezas y diversión entre las sábanas frescas y recién planchadas de la cama de Merrin. El padre y la madre de Merrin estaban de camping en Winnipesaukee y tenían su casa para los dos solos. A Ig se le secó la boca sólo de pensar en lo que le esperaba después de cenar, y una parte de él no entendía por qué se molestaban en comer y beber. Otra parte de él, sin embargo, sentía que era importante no tener prisa, tomarse su tiempo para disfrutar de la velada.

No era como si no tuvieran nada de qué hablar. Merrin estaba preocupada y no hacía falta ser un genio para entender por qué. Ig se marchaba a las doce menos cuarto del día siguiente en un vuelo de British Airways para trabajar con Amnistía Internacional y estarían separados por un océano durante medio año. Nunca habían pasado tanto tiempo sin verse.

Siempre sabía cuándo Merrin estaba preocupada por algo, conocía todos los síntomas. Se apartaba de él. Se dedicaba a alisar cosas con las manos —servilletas, su falda, las corbatas de él—, como si planchar estas prendas sin importancia sirviera para suavizar el camino hasta algún refugio futuro para los dos. Se olvidaba de reír y hablaba de las cosas con seriedad y madurez. Verla así le resultó gracioso, le hacía pensar en una niña pequeña vestida con las ropas de su madre. Era incapaz de tomarse su seriedad en serio.

No era lógico que estuviera preocupada. Aunque Ig sabía que la preocupación y la lógica rara vez van de la mano. Pero lo cierto es que ni siquiera habría aceptado el trabajo en Londres si ella no se lo hubiera dicho, si no le hubiera empujado a hacerlo. No estaba dispuesta a que dejara pasar esa oportunidad y había rebatido incansablemente todos sus argumentos en contra. Le había dicho que no le pasaría nada por probarlo seis meses. Que si lo odiaba siempre podía volver a casa. Pero no lo iba a odiar. Era justo el tipo de cosa que siempre había querido hacer, su trabajo ideal, los dos lo sabían. Y si le gustaba el trabajo —y así sería— y quería quedarse en Inglaterra, ella se reuniría con él. Harvard tenía un programa de intercambio con el Imperial College de Londres y su tutor de Harvard, Shelby Clarke, era el encargado de seleccionar a los candidatos; así que lo tenía muy fácil. En Londres podrían alquilar un apartamento. Ella le serviría té con pastas en bragas y después echarían un polvo a la inglesa. Ig se quedó sin argumentos, la palabra inglesa para «bragas» siempre le había resultado mucho más sexy que la americana. Así que aceptó el empleo y en verano se marchó a Nueva York para hacer un curso de formación y orientación de tres semanas. Y ahora había vuelto y Merrin ya estaba alisando cosas y a él no le sorprendía.

Caminó hasta la mesa abriéndose paso entre la concurrencia. Se inclinó para besarla antes de deslizarse en el asiento frente a ella. Merrin no le devolvió el beso en la boca, así que tuvo que conformarse con darle un beso rápido en la sien.

Tenía delante de ella una copa vacía de Martini y cuando llegó la camarera pidió otro y una cerveza para Ig. Éste la observó con placer. La suave línea de la garganta, el oscuro brillo de su pelo en la luz tenue, y al principio le siguió la corriente en lo que estaba diciendo, murmurando respuestas cuando se suponía que debía hacerlo y sólo escuchando a medias. No empezó a prestar realmente atención hasta que Merrin dijo que debía tomarse su estancia en Londres como unas vacaciones de su relación, e incluso entonces pensó que le estaba gastando una broma. No se dio cuenta de que hablaba en serio hasta que empezó a decir que sería bueno para los dos pasar tiempo con otras personas.

—¿Sin la ropa puesta? —preguntó Ig.

—No estaría mal —contestó, y se bebió medio Martini de golpe.

Fue la forma en que dio el trago más que lo que dijo lo que le asustó. Bebía para hacer acopio de valor y por lo menos se había tomado ya un Martini —tal vez dos— antes de que él llegara.

—¿Me consideras incapaz de esperar unos pocos meses? —preguntó. Se disponía a hacer un chiste sobre la masturbación, pero algo extraño le ocurrió antes de llegar a la frase graciosa. El aliento se quedó atrapado en la garganta y fue incapaz de seguir.

—No quiero preocuparme por lo que pasará de aquí a unos pocos meses. No podemos saber cómo te vas a sentir dentro de unos meses. O cómo me sentiré yo. No quiero que pienses que tienes que volver a casa sólo para estar conmigo. Ni que des por hecho que me voy a trasladar allí. Preocupémonos sólo del presente. Míralo de esta manera. ¿Con cuántas chicas has estado, en toda tu vida?

Ig la miró fijamente. Había visto muchas veces esa expresión de preocupación, de concentración, pero nunca hasta entonces le había dado miedo.

—Sabes perfectamente la respuesta —dijo.

—Sólo conmigo. Y nadie hace eso. Nadie pasa toda su vida con la primera persona con la que se acuesta. Ya no. No hay un solo hombre en el planeta que lo haga. Tiene que tener otras historias, al menos dos o tres.

—¿Así es como lo llamas? ¿Historias? Qué fina.

—Bueno, vale —dijo ella—. Tienes que follarte a unas cuantas personas más.

Se escuchó una ovación del público del local. Un clamor de aprobación. Un jugador había tocado base con la pelota en la mano.

Ig iba a decir algo pero tenía la boca pastosa y necesitó dar un trago de cerveza. En el vaso sólo quedaba un culo. No recordaba cuándo le habían servido la cerveza ni era consciente de habérsela bebido. Estaba tibia y salada, como un trago de mar. Había esperado hasta hoy, doce horas antes de que partiera al otro lado del océano, para decirle esto, para decirle...

—¿Estás rompiendo conmigo? ¿Quieres dejarme y has esperado hasta ahora precisamente para decírmelo?

La camarera estaba junto a su mesa con un cuenco de patatas fritas y una sonrisa rígida.

—¿Queréis pedir ya? —preguntó—. ¿O queréis beber algo más?

—Otro Martini y otra cerveza, por favor —dijo Merrin.

—No quiero otra cerveza —dijo Ig sin reconocer esa voz pastosa y hosca, casi infantil.

—Entonces dos Martinis de lima —dijo Merrin.

La camarera se retiró.

—¿De qué coño va esto? Tengo un billete de avión, un apartamento alquilado, una oficina. ¡Me esperan el lunes por la mañana para empezar a trabajar y me vienes con esta mierda! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que les llame mañana y les diga: «Gracias por darme un trabajo para el que había otros setecientos candidatos, pero creo que voy a pasar»? ¿Es una especie de examen para ver si me importas más que este trabajo? Porque si es así admitirás que es inmaduro e insultante.

—No, Ig. Quiero que te vayas y quiero que...

—Que me tire a otra.

Merrin encogió los hombros y a Ig le sorprendió lo feas que habían sonado sus palabras.

Pero Merrin asintió y tragó saliva.

—Más tarde o más temprano vas a acabar haciéndolo.

Ig tuvo un pensamiento absurdo formulado con la voz de su hermano:
Bueno, así son las cosas. Puedes vivir la vida como un lisiado o como un pringado cobarde.
No estaba seguro de que Terry hubiera pronunciado nunca esas palabras, pensó que se las había inventado por completo, y sin embargo le parecía recordarlas con la misma claridad con que alguien recuerda el estribillo de su canción favorita.

La camarera dejó con suavidad el Martini de Ig en la mesa y éste se lo llevó inmediatamente a la boca, bebiéndose un tercio de un trago. Era la primera vez que lo bebía y su sabor fuerte y azucarado le quemó la garganta y le cogió por sorpresa. El líquido descendió poco a poco por su garganta y le llegó a los pulmones. Su pecho era un horno de fundición y la cara le picaba por el sudor. Se llevó la mano al nudo de la corbata y forcejeó con él hasta soltarlo. ¿Por qué se habría puesto una camisa? Se estaba cociendo con ella. Era un infierno.

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