Read Cumbres borrascosas Online

Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (12 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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Pero aquello se acabó. La verdad es que cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto con un cesto de manzanas que acababa de recoger. La tarde oscurecía ya y la luna brillaba por encima de la tapia del corral pintando vagas sombras en los salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la escalera de la cocina y me pare un momento para aspirar el aire tranquilo y suave. Mientras miraba la luna, oí tras de mi una voz que preguntaba:

—Elena, ¿eres tú?

El acento profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver quien hablaba, algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el portal distinguí una silueta. Acercándome, hallé un hombre alto y moreno, con un traje negro. Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como para abrir.

«¿Quién será? —pensé—. No es la voz del señor Earnshaw».

—He pasado una hora esperando —me dijo—, quieto como un muerto. No me atrevía a entrar. ¿Es que no me conoces? ¡No soy un extraño para ti!

La luz de la luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba muy bien la expresión de aquellos ojos.

—¡Oh! —exclamé, levantando las manos con sorpresa, y aún dudando de si debía considerarle como a un visitante corriente—. ¿Es posible que sea usted?

—Sí; soy Heathcliff —respondió dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las que no salía ninguna luz—. ¿Están en casa? ¿Está Catalina? ¿No te satisface verme, Elena? No te asustes. Ea, dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea visitarla.

—No sé lo que le parecerá —dije—. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza. Sí; usted es Heathcliff… ¡Pero qué cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?

—¡Anda, anda! —me interrumpió impacientemente—. ¡Estoy que no vivo!

Entré; pero al llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir. Al fin les pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y, sin esperar su respuesta, abrí la puerta.

Se hallaban junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas del parque, el valle de Gimmerton cubierto por la bruma… «Cumbres Borrascosas» se alzaba al fondo, sobre la neblina. El edificio no se veía, pues está construido en la otra ladera de la colina. El paisaje, la habitación y los que había en ella estaban sumidos en una portentosa paz. Me era muy violento dar el recado, y ya principiaba a iniciar la marcha sin transmitirlo, cuando un impulso de demencia me hizo volverme y anunciar:

—Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla, señora.

—¿Qué desea?

—No se lo he preguntado —respondí.

—Bueno. Corre las cortinas y trae el té. Enseguida vengo.

Salió de la habitación y el señor me preguntó que quién había venido.

—Una persona que la señora no esperaba —dije—. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en casa del señor Earnshaw.

—¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién era?

—No le llame por esos nombres, señor —le rogué—, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando se fue, estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle.

El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer.

—Haz entrar a ese visitante.

Oí rechinar el picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que hasta borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su exaltación que le había ocurrido una tremenda desgracia.

—¡Eduardo, Eduardo! —exclamó, jadeante—. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto!

Y le abrazaba hasta casi ahogarle.

—Bien, bien —repuso su esposo, un poco mohíno—. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me parece que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto!

—Recuerdo que no te simpatizaba mucho —contestó Catalina—. Pero habéis de ser amigos ahora, aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que pase?

—¿Al salón?

—¿Pues adónde va a ser? —contestó ella.

Él algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró, contrariada.

—No —dijo—. No voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas… Una para el señor y la señorita Isabel, que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece mentira tanta felicidad!

Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.

—Hazle subir —me ordenó—, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas absurdidades. No hay por qué dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.

Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió en silencio, y le conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se ruborizó más aún, corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen a regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la transformación de Heathcliff.

Se había convertido en un hombre, alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado. Viendo su erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su semblante mostraba una expresión más firme y resuelta que el señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos persistía su natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle.

—Siéntese —dijo, al fin—. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le reciba con cordialidad. No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me complace a mí.

—Lo mismo digo —repuso Heathcliff—. Estaré con mucho gusto aquí una o dos horas.

Catalina no le quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera cuando dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos se pintaba el placer que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados. El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.

—Mañana pensaré haber soñado —exclamó—. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez. Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, nunca te has acordado de mí!

—Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces, Mientras esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias manos. La manera que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no recibirme la próxima vez de otro modo. Mas no… Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido tristemente. Perdóname… ¡Todo lo he hecho por ti!

—Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío —dijo el señor Linton, que se esforzaba por dominarse—. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed.

Catalina se sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora no probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió, le pregunté si se iba a Gimmerton.

—Voy a «Cumbres Borrascosas» —repuso—. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.

¡De manera que había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, pero de una forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de nosotros.

A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello.

—No puedo dormirme, Elena —me dijo como explicación—. Siento la necesidad de que alguien comparta mi dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y cosas rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se encuentra, según él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en cuanto algo le contraría siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido.

—No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya —contesté—. Ya sabe que de muchachos se odiaban. Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.

—Eso es signo de inferioridad —dijo Catalina—. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca, ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección.

—Está usted en un error, señora Linton —dije—: son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho, pero en cambio no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su carácter, porque si llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como usted misma.

—Si es así lucharemos hasta la muerte, ¿no? —repuso Catalina, echándose a reír—. Tengo tanta confianza en el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese.

Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.

—Ya lo estimo —dijo—, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona.

—¿Qué opina de su visita a «Cumbres Borrascosas»? —pregunté—. Al parecer, se ha corregido en todo y perdona a sus enemigos, como buen cristiano.

—Estoy tan admirada como tú —respondió ella—. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí, pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que lo tenía en abundancia le pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado que no comprenderá la imprudencia que comete buscando la amistad de aquél a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi hermano, que es tan codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra.

—Mal sitio es para vivir un joven —dije—. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?

—Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo es por Hindley, pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. La vuelta de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho, Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he soportado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy tan buena como un ángel!

Se marchó, pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el resultado de su decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un verdadero paraíso.

Heathcliff —en realidad debo decir ya el señor Heathcliff— era discreto al principio en las visitas que hacía a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía llegar con su presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, trató de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de encontrar otros motivos de inquietud.

El nuevo manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff. Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de traza muy infantil, muy inteligente y también de genio muy violento, si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad Isabel se había enamorado espontáneamente, sin que Heathcliff la correspondiera.

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