Hacía tiempo que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno, diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En respuesta, la señora Linton le mandó que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le hacía sufrir.
—¿Qué soy dura contigo, niña mimada? —dijo la señora—. ¿Cuándo he sido dura contigo?
—Ayer.
—¿Ayer? —exclamó su cuñada—. ¿Cuándo?
—Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde quisiera, para quedarte sola con él…
—¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no era interesante para ti —dijo Catalina, riendo.
—No —repuso la joven—. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí.
—¿Se habrá vuelto loca? —me dijo la señora Linton—. Voy a repetir nuestra conversación palabra por palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte.
—No me interesaba la conversación —repuso Isabel—. Me interesaba estar con…
—¿Con…? —interrogó Catalina.
—Con él, y por eso me obligaste a marchar —repuso Isabel—. Tú obras como el perro del hortelano, Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma.
—Eres una impertinente —dijo la señora Linton—. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es posible que desees que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no…
—Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo —contestó la muchacha— y estoy segura de que él me amaría si tú no te mezclaras entre ambos.
—¡Ni por un reino quisiera estar en tu caso! —dijo Catalina—. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de abrojos y piedras. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno, que aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le conoces. Atiende: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas, te pisotearía como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de casarse contigo sino es por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el amor del dinero. Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente hubiera pensado en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus redes.
Pero la señorita Linton miró con indignación a su cuñada.
—¡Qué vergüenza! —exclamó—. ¡Eres muchísimo peor que veinte enemigos, pérfida amiga!
—¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?
—Estoy segura —repuso Isabel—, y me horroriza verte.
—Está bien —contestó Catalina—. Yo te he dicho lo que debía. Ahora haz lo que quieras.
—¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! —exclamó Isabel llorando, cuando su cuñada salió de la habitación—. Todos están contra mí. Ella ha procurado truncar mi última esperanza. Pero ha mentido, ¿verdad, Elena? El señor Heathcliff es un alma digna y sincera y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a acordarse de Catalina.
—No se acuerde más de él, señorita —le aconsejé—. El señor Heathcliff es un pájaro de mal agüero: no le conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y jamás le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en «Cumbres Borrascosas», en donde vive el hombre a quien odia? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez peor desde que vino Heathcliff. Los dos se pasan la noche en vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Supe esto hace una semana: me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a acabar viendo al juzgado en casa, Elena. El uno antes se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a san Juan, ni a san Pedro, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y, ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da entre nosotros? Pues se levantan al atardecer, cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía del día siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su alcoba jurando, y el otro miserable se guarda los dineros, duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino. Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está hinchando la bolsa con el dinero del amo que en paz descanse. Hindley se precipita por el camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede». José, señorita Isabel, es un viejo bribón, pero no un mentiroso, y, ¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás con un hombre así?
—No te quiero oír, Elena —me contestó Isabel—. Te has puesto de acuerdo con los demás… ¡Con qué malevolencia tratáis todos de convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!
No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuvo poco tiempo para reflexionar sobre él. Al día siguiente se celebró un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca y permanecían calladas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho, y Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba limpiando la chimenea y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que éste entró y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho sin duda de buena gana.
—Llegas en momento oportuno —exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla—. Aquí tienes a dos mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas. Heathcliff: me enorgullezco de haber encontrado a alguien que aún te quiere mas que yo. Sin duda te sentirás halagado. No, no es Elena, no la mires… Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte el corazón sólo con verte. ¡En tus manos está llegar a ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! —exclamó, sujetando a la joven que, indignada, quería marcharse—. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en nuestro torneo de alabanzas y de admiraciones. Aún me ha dicho más, y es que si yo me separara de vosotros por un instante, te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente unida a la suya, mientras que yo sería relegada al olvido.
—¡Catalina! —replicó Isabel, procurando apelar a toda su dignidad—. Te agradeceré que te atengas a la verdad, y que no te chancees de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff, tenga la bondad de pedir a su amiga que me suelte. Ella olvida que usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que le divierte a ella.
Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había despertado. Isabel se volvio a su cuñada y le rogó que la dejase libre.
—¡Quizá! —contestó la señora Linton—. No quiero que me llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que quedarte. Heathcliff: ¿no te alegran mis agradables noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en comparación al que siente ella hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y no ha querido comer desde que ayer le hice separarse de tu lado.
—Creo —dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella— que no está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora, no siente deseo alguno de estar a mi lado.
Y miró fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos animales que se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que producen. La jovencita no podía más. Enrojeció y palideció en el espacio de pocos segundos, y, al ver que no lograba soltarse de Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varias sangrientas señales.
—¡Caramba, qué tigresa! —exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor—. ¡Por amor de Dios, vete y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido…! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojos!
—Le cortaría los dedos como osara amenazarme —respondió él brutalmente una vez que la joven hubo salido—. Pero ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio, ¿eh?
—Digo la verdad —repuso ella—. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se puso irritada porque le conté todos tus defectos a fin de aminorar la pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello. Sólo me he propuesto castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que la caces y la devores.
—Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo —contestó él—, a no ser que lo hiciera para proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muñeca. Lo habitual sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris, ponerle negros cada dos días esos ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.
—¡Pero si son encantadores! —le interrumpió Catalina—. Son ojos de paloma, ojos de ángel…
—Es la heredera de su hermano, ¿no? —preguntó él tras un corto silencio.
—Sentiría que lo fuese —contestó Catalina—. ¡Quiera el cielo que antes de que eso suceda, media docena de sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto, y recuerda que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los míos.
—No serían menos tuyos si los tuviera yo —observó Heathcliff—. Pero aunque Isabel sea boba, no creo que sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.
No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso olvidarlo. Pero el otro debió recordar aquello varias veces durante la tarde. Le vi sonreír sin motivo aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton salía de la habitación.
Decidí vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo confiaba muy poco en sus principios y tenía muy poca simpatía hacia sus sentimientos. Deseaba con ansiedad algo que librase a la «Granja» y a la vez a «Cumbres Borrascosas» de la mala influencia de Heathcliff. Las visitas de éste eran una obsesión para mí. Y creo que también para el amo. Su estancia en «Cumbres Borrascosas» nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión de que Dios había abandonado allí en pleno extravío a la oveja descarriada, y que el lobo acechaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.
En ocasiones, pensando a solas en todas estas cosas, me sentía presa de un terror repentino y, levantándome y poniéndome el sombrero, pensaba en ir a ver lo que sucedía en «Cumbres Borrascosas». Tenía la convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empedernido que estaba en sus vicios, me faltaba el valor para entrar en la casa, comprendiendo que mis palabras sólo podrían lograr efectos muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton, me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la propiedad. Era una tarde clara y fría. La tierra estaba triste por el invierno y el suelo del camino se extendía ante mi vista endurecido y seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca, que tiene grabadas las letras C. B. en su cara que mira al Norte; G., en la que mira al Este, y G. T. en la que da al Sudoeste. Esta piedra sirve para marcar las distintas direcciones: las «Cumbres», el pueblo y la «Granja». El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí. Y tuve la visión de que mi antiguo compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de pizarra.
—¡Pobre Hindley! —murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al instante, pero en el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me impulsaba.
«¡Podría haber muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico.
Mi angustia aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja, tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí. Pero, pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi Hareton, al que no veía hacía tiempo.
—¡Dios te bendiga, querido! —exclamé—. Hareton, soy Elena, tu ama.
Se apartó de mí y cogió un grueso pedrusco.
—Vengo a ver a tu padre, Hareton —le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos de mi figura no se acordaba.