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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (11 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan excitada que no admitía contradicción. Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:

—¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle.

—¡Cuánto barullo para nada! —repuse, aunque me sentía también bastante inquieta—. Se apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.

Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:

—¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de juicio!

—Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? —le interrumpió Catalina—. ¿Le has buscado como te mandé?

—Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable —respondió él—. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted. Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente como un niño.

A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogón un alud de piedras y hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y puso las manos a la lumbre.

—Ea, señorita —le dije, tocándole en un hombro—: usted se ha empeñado en matarse… ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra.

—No debe estar en Gimmerton —repuso José— y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga. Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los textos sacros…

Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.

Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma.

Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también, y decía:

—¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan descolorida?

—No me pasa otra cosa —contestó, malhumorada Catalina— sino que he cogido una mojadura y siento frío.

Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame:

—¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche junto al fuego.

—¿Toda la noche? —exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw—. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la tempestad…

Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.

La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me dijo—

—Cierra, Elena. Estoy agotada.

Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.

—Está enferma —aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia?

—Por andar detrás de los mozos, como de costumbre —se apresuró a decir José, dando suelta a su maldiciente lengua—. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras tanto, Elena —¡que es buena también!— vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino.

—¡Silencio, insolente! —gritó Catalina—. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas.

—Mientes, Catalina, estoy seguro… Y eres una condenada idiota —repuso su hermano—. No me hables de Linton por el momento… Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio, pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros.

—No he visto a Heathcliff esta noche —contestó Catalina, entre lágrimas—. Si le echas de casa, me iré con él. Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado…

Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas.

Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja», lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza. Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.

La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina fuese una niña, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un delito cuando la contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien Kenneth había hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple de Catalina. Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros como a esclavos, siempre que a él le dejara en paz.

Eduardo se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.

Hube de abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton tenía entonces cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se haría cargo el párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su catástrofe; besé al niño y salí. Desde entonces Hareton fue para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en el mundo.

En esto mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicio a que suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya. Mi cabeza está muy embotada y mis miembros entorpecidos.

Capítulo diez

El comienzo de mi vida de ermitaño ha sido poco venturoso. ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables senderos y los calmosos médicos rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante humano en torno mío, es la conminación de Kenneth de que debo permanecer en casa, sin salir, hasta que empiece el buen tiempo…

Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que, al parecer, son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de responsabilidades en mi enfermedad, y no me faltaban deseos de decírselo, pero ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora a mi cabecera hablándome de cosas que no son medicamentos? Su visita constituyó para mí un grato paréntesis en mi enfermedad.

Todavía estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que continúe relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi ama de llaves: seguramente le agradará que charlemos.

La señora Dean acudió.

—De aquí a veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor —dijo.

—¡Déjeme de medicinas! Quiero…

—Dice el doctor que debe usted suspender los polvos…

—¡Encantado! Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la costura y continúe relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su educación en el continente y volvió hecho un caballero? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más deprisa dedicándose a salteador de caminos?

—Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que había llegado a caer. Si le parece, continuaré explicándole a mi modo, si cree usted que no se fatigará y qué encontrará en ello algún entretenimiento. ¿Se siente usted mejor hoy?

—Mucho mejor.

—Cuánto me alegro.

Catalina y yo nos trasladamos a la «Granja de los Tordos», y ella comenzó portándose mejor de lo que yo esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía hallarse enamoradísima del señor Linton, y también demostraba mucho afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no se trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al espino. No es que los unos se hiciesen concesiones a los otros, sino que ella se mantenía en pie y los otros se inclinaban. ¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Porque bien se veía que Eduardo temía horrorosamente verla irritada. Procuraba disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba ofenderse a algún sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una cuchillada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los accesos hipocondriacos que invadían de vez en cuando a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se recobraba, ambos eran perfectamente felices y para su marido parecía que hubiera lucido el sol por primera vez.

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