El señor me mandó que encendiera la chimenea del salón hacía tanto tiempo abandonado, y que colocara en él su sillón junto a la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta habitación y se reanimó con el calor y con la vista de los objetos que le rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los que veía a diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo al oscurecer convencerla de volver a su cuarto, al que se negó a ir de nuevo, le arreglé un lecho en el sofá, en tanto que disponíamos otro aposento. Este cuarto donde está ahora usted fue el que arreglamos. Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente aliviada para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo estaba persuadida de que se curaría. De ello dependería también que el señor encontrase un nuevo consuelo en sus tribulaciones, ya que todos esperábamos el próximo nacimiento de un hijo.
Isabel, seis semanas después de su fuga, envió a su hermano una nota participándole su matrimonio con Heathcliff. Era una carta muy seca, pero llevaba una posdata a lápiz que dejaba entrever el remoto deseo de una reconciliación agregando que no había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora ya no tenía remedio. Linton no contestó, según se me figura, y quince días después yo recibí una larga carta, increíble en una recién casada que debía estar aún en plena luna de miel. Voy a leérsela porque la conservo. Todo recuerdo de un difunto es precioso, si se le sigue estimando como cuando vivía.
«Querida Elena:
»Al llegar anoche a “Cumbres Borrascosas”, me informo por primera vez de que Catalina ha estado y está todavía muy enferma. No creo oportuno escribirle. Me parece que mi hermano está muy disgustado conmigo, puesto que no me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme a alguien, te escribo a ti.
»Dile a Eduardo que desearía, con todo mi corazón volverle a ver, que mi alma volvió a la “Granja de los Tordos” a las veinticuatro horas de haber salido de ella, y que en ella está en este momento. Dile que experimento el mayor afecto hacia él y hacia Catalina y que yo no
puedo hacer lo que hace mi alma
(estas palabras están subrayadas en la carta), aunque creo que tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme. Pero que Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que se figure lo que le parezca más justo.»El resto de esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a dos preguntas.
»La primera es ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien con todos cuando vivías aquí? Porque yo no encuentro el modo de entenderme con los que me rodean.
»La segunda pregunta me interesa mucho: dime, Heathcliff, ¿es un ser humano? Y si lo es, ¿está loco? ¿O es un demonio? No hace falta que te explique los motivos de estas preguntas. Explícame tú, si puedes, cuando vengas a verme, qué clase de ser es éste con el que me he casado. No me escribas, pero cuando vengas procura que Eduardo te dé algún recado para mí.
»Te voy a relatar la acogida que me han hecho en la “Cumbres”, mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si yo fuera lo único que hubiera de malo y lo demás no existiera, creo que me pondría a bailar de jubilo!
»Al terminar de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual era ya de noche cuando nos apeamos en el patio enlosado de la quinta. Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su cortesía. Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano, esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y volver la espalda. Después se hizo cargo de los caballos, los llevó a la cuadra, y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si viviéramos en un castillo antiguo.
»Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una especie de sucia cueva que probablemente no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño robusto, con aspecto de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la boca.
»Debe ser el sobrino de Eduardo —pensé— y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así que debo darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones amistosas en esta casa.
»Me acerqué a él, y tratando de cogerle la mano, le dije:
»—¿Cómo estás, queridito?
»El me replicó con unas palabras ininteligibles.
»—¿Seremos amigos, Hareton? —agregué.
»Me respondió con un juramento y añadió la amenaza de lanzar a
Tragón
contra mí si no me marchaba.»—¡Arriba,
Tragón
! —gritó el desventurado, azuzando a un perro que había en un rincón. Y añadió, mirándome—: ¿Qué? ¿Te marchas?»El instinto de conservación me llevó a complacerle.
»Salí y esperé que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a quien le pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó:
»—¡Cha, cha, cha…! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué chachareo! ¡Cualquiera la entiende!
»—¡Digo que me acompañe a la casa! —grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de su grosería.
»—¡Quia! Tengo cosas más importantes que hacer.
»Y siguió ocupándose en sus menesteres, moviendo las mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro. Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía tener el segundo de apenado.
»Di la vuelta al patio y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que acudiese algún criado más servicial. Al poco rato, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos parecían una reproducción de los de Catalina.
»—¿Qué quiere? —me preguntó—. ¿Quién es usted?
»—Mi nombre de soltera era Isabel Linton —repuse—. Ya me conoce usted. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que con el consentimiento de usted.
»—¿De manera que él ha vuelto? —preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su mirada de lobo hambriento.
»—Sí —dije—, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un perro contra mí.
»—¡Veo que el maldito miserable ha cumplido su palabra! —rezongó el hombre mirando tras de mí como si buscase a Heathcliff.
»Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta y me disponía a marcharme, cuando él me mandó pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que constituía la única iluminación de la estancia. El suelo era de un tono gris y los platos que, siendo niña yo, me llamaban tanto la atención por su brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para que me llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos, completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto presentaba, que no me atreví a importunarle ya más.
»No te extrañarás, Elena, cuando te diga que me sentí muy triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces peor que la sociedad, y, sin embargo, situado a solo cuatro millas de mi antigua y agradable casa, donde habitan las únicas personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de cuatro millas nos separara el océano. Un abismo infranqueable, en todo caso…
»La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o un aliado contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a “Cumbres Borrascosas” para no tener que estar sola con él, por él sabía ya cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros asuntos.
»Durante un prolongado y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las ocho, las nueve, y mi acompañante continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el pecho y guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga exclamación que se le escapaba de vez en cuando. Procuré escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí embargada de tan lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis de lágrimas. Ni yo misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se detuvo ante mí. Aprovechando aquel instante, exclamé:
»—Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decirme, por favor, dónde está la doncella para ir a buscarla, ya que ella no viene a buscarme a mí?
»—No tenemos doncella —repuso—. Tendrá usted que cuidarse a sí misma.
»—¿Y dónde voy a dormir? —dije, sollozando.
»El cansancio y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad.
»—José le enseñará el cuarto de Heathcliff —contestó—. Abra la puerta, y le hallará allí.
»Cuando iba a obedecerle, agregó, con singular acento:
»—Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.
»—¿Por qué, señor Earnshaw? —inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía.
»—¡Mire esto! —contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble filo, que iba unida al arma—. ¿Verdad que constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues no hay ni una sola noche que pueda dominar el deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre abierta, es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente, aunque antes no dejo de pensar en múltiples razones que me aconsejan no efectuarlo. Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este demonio, porque, cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle.
»Miré el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de codicia que mi cara adoptó durante un segundo, asombró a aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido para examinarla, cerró la navaja y escondió el arma.
»—No me importa que le hable de esto —dijo—. Puede ponerle en guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted las relaciones que nos unen, puesto que no se espanta del peligro que él corre.
»—¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? —pregunté—. ¿No valdría más decirle que se fuera?
»—¡No! —clamó Earnshaw—. Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted persuadirle de hacerlo y será usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva todo, y luego le arrancaré también su sangre, y después el diablo se apoderará de su alma. ¡Cuando vaya al infierno, éste se volverá mil veces más horrible con su presencia!
»Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la noche pasada. Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía agradable en comparación.
»Él volvió a sus silenciosos paseos, y yo entonces empuñé el picaporte y corrí a la cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El contenido de la olla principiaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo. Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar algo que resultara comestible, ya que me sentía con apetito, y exclamé:
»—Voy a preparar la sopa.
»Le quité la vasija y comencé a despojarme de la ropa de montar.
»—El señor Earnshaw agregué— me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos, porque temo que me moriría de hambre.
»—¡Dios mío! —profirió—. ¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora, será cosa de marcharse! Creía que no tendría que marcharme nunca de esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.
»Me apliqué a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que suspirar al recordar las épocas en que tal trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de las aventuras perdidas me angustiaba, y a más angustia, más vivamente agitaba el batidor, y más deprisa caían en el agua los puñados de harina. José contemplaba furioso cómo cocinaba yo.
»—¡Qué barbaridad! —comentaba—. Te quedas sin sopa esta noche. Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería, y así concluirá antes. ¡Sí, hombre, sí! ¡Plaf! Me asombra que no se haya torcido el fondo del cacharro.
»El preparado que vertí en los tazones era, lo confieso, mucho menos que mediano. Había en la mesa cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y comenzó a beber dejando caer parte por las comisuras de la boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy enojado por mis escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que estaba sano. El chiquillo continuaba sorbiendo y babeando y me miraba con acritud.
»—Me voy a cenar a otro sitio —dije—. ¿No hay aquí algo parecido a un salón?
»—¡Salón! —se mofó José—. No, no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si no le gusta la de los amos, la nuestra.
»—Me voy arriba —repuse—. Enséñeme una habitación.
»Coloqué mi tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma. El hombre se levanto a regañadientes y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas divisiones.
»—Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una sopa —dijo—. En ese rincón hay un montón de trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su elegante vestido.
»Aquel cuarto era una buhardilla oliente a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban sacos de cereal.
»—¡Vaya! —dije molesta—. No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba.
»—¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquélla es la mía.
»Y me mostró otro camaranchón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y grande, sin cortinas y con una colcha de color.
»—Su alcoba no me interesa —dije—. Enséñeme la alcoba del señor Heathcliff.
»—Haberlo dicho antes —replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario—. Ya le hubiera contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este hombre no permite el paso a nadie.
»—¡Bonita casa y magníficos habitantes! —repuse—. Ya veo que la quinta esencia de la locura humana invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin, ¡no importa!, otras habitaciones habrá. ¡Dese prisa y muéstreme algún sitio donde poder instalarme!
»Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía ser la mejor. Había una buena alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de encina con cortinas carmesí modernas y costosas… Pero todo tenía el aspecto de haber sido maltratadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las sillas estaban estropeadas y grandes desperfectos afeaban los papeles de los muros.
»Me disponía a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe guía: