Se invitó al señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su hermana, pero no apareció ni se excuso siquiera. A Isabel no se la avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto, aparte de mi amo, solamente de criados y colonos.
Con gran extrañeza de los labriegos, Catalina no fue enterrada en el panteón de la familia Linton, ni entre las tumbas de los Earnshaw. Se abrió la fosa en un verde rincón del cementerio. El muro es tan bajo por aquel lado, que los matorrales trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su esposo yace ahora en el mismo sitio, y una sencilla lápida con una piedra gris al pie cubre el sepulcro de cada uno.
El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal tiempo. El viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habitación. Yo me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré. Pensando al principio que era una de las criadas, grité:
—¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?
—Perdona —contestó una voz que me era conocida—, pero sé que Eduardo está acostado y no he podido contenerme.
Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con las manos.
—He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí —continuó— y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo explicaré todo, únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y qué me busquen algunos vestidos en el armario.
La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel, y lleno de arañazos y magulladuras.
—¡Oh, señorita! —exclamé—. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche.
—Me iré aunque sea a pie —repuso—. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele.
Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té, y dijo:
—Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas, y no me lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que llevo de él.
Se quitó de los dedos un anillo de oro y lo tiró.
—Quiero pisotearla y quemarla luego —dijo con rabia pueril.
Y arrojó la sortija a la lumbre.
—¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que estaba levantado, me habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más necesario a fin de huir de mi… ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba, furioso! ¡Si llega a cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta ver cómo le aniquilaba.
—Hable más despacio, señorita —interrumpí—. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo ocurrido en esta casa.
—Tienes razón —repuso—. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una hora. No estaré aquí mucho más tiempo.
Llamé a una criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había decidido a abandonar «Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué no quería quedarse.
—Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que ésta es mi verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no puede soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se contraen en una expresión de odio. Ahora bien: como no puede soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda Inglaterra. Así pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le amaba, pero de un modo vago, y aun imaginar como le amaría si… Pero no: aunque me hubiese adorado, no habría dejado de mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto hacia este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de mi memoria.
—Vamos, calle —le dije—. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que él.
—No es un ser humano —repuso— y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y después de desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el corazón, Elena, y desde que desgarró el mío, no me es posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas de sangre. ¡No, no soy capaz de sentir nada!
Isabel rompió a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y continuó:
—Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su infernal prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle, sentí cierta satisfacción, luego despertó en mí el instinto de conservación, y huí. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos de nuevo!
»Como supondrás —prosiguió—, Earnshaw se proponía ir al entierro. No bebió —quiero decir que sólo se emborrachó a medias— y así estuvo hasta las seis, en que se acostó. A las doce se levantó con lo que se llama la resaca de la embriaguez: de un humor de perros, por tanto, y con tantas ganas de ir a la iglesia como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a beber. Heathcliff —¡me escalofría pronunciar su nombre!— casi no apareció por casa desde el domingo. No sé si le daban de comer los duendes o quién. Pero con nosotros no come hace una semana. Al apuntar el alba se encerraba en su habitación —¡como si temiese que alguien buscara su agradable compañía!— y allí se entregaba a fervientes plegarias.
»Pero te advierto que el dios que invocaba es sólo polvo y ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el propio demonio que le engendró a él. Terminadas estas magníficas oraciones —que duraban hasta enronquecer y ahogársele la voz en la garganta— se iba inmediatamente camino de la «Granja». ¡Cómo que me extraña que Eduardo no le haya hecho vigilar por un condestable! Por mi parte, aunque lo de Catalina me entristecía mucho, me sentía como si tuviese una fiesta al disfrutar de tal libertad. Así que recuperé mis energías hasta el punto de poder escuchar los sermones de José sin echarme a llorar y de poder andar por la casa con más seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables hasta el punto de que la horrible charla de Hindley me resultaba mejor que estar con ellos.
»Cuando Heathcliff está en casa —continuó diciendo Isabel— muchas veces tengo que reunirme con los dos en la cocina, para no morirme de hambre y para no tener que vagar a solas por las lóbregas y solitarias habitaciones. En cambio, ahora que no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una mesa al lado del hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que a su vez no se preocupa de mí. Ahora está más tranquilo que antes, aunque más huraño aun, y no se enfurece si no se le provoca. José asegura que Dios le ha tocado en el corazón y que se ha salvado como por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me importa. Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las doce. Me asustaba subir, y fuera se sentía caer la nieve a torbellinos. Yo pensaba en el cementerio y en la fosa recién abierta. Tan pronto como separaba los ojos del libro, la escena acudía a mi imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de mi, y acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo suficientemente embriagado, dejó de beber, y permaneció dos o tres horas sin despegar los labios. En la casa no se oía otro rumor que el del viento batiendo en las ventanas, el chirrido de la lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la vela. Hareton y José debían estar durmiendo. Yo me sentía muy triste, y de cuando en cuando suspiraba profundamente. De pronto, en medio del silencio, se sintió el ruido del picaporte de la cocina. Sin duda la tempestad había hecho regresar a Heathcliff más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta estaba cerrada con llave, hubo de desistir, y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me levanté, casi sin poder sofocar la exclamación que acudía a mis labios, lo que hizo que, mi compañero se volviera y me mirara.
»—Si no tiene usted nada que objetar —me dijo— haré esperar a Heathcliff cinco minutos.
—Por mí puede usted hacerle esperar toda la noche —repuse—. ¡Ea, eche la llave y corra el cerrojo!
»Earnshaw lo hizo así antes de que el otro llegase a la puerta principal. Luego acercó su silla a la mesa, y me miró como si quisiera hallar en mis ojos un reflejo del ardiente odio que llameaba en los suyos. Claro está que como él en aquel momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no pudo hallar completa correspondencia en mi mirada, pero aun así encontró en ella lo suficiente para animarle.
»—Usted y yo —expuso— tenemos cuentas que arreglar con el hombre que está ahí fuera. Si no fuésemos cobardes, podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es usted tan mansa como su hermano y está dispuesta a sufrir eternamente sin intentar desquitarse?
»—Estoy harta de soportarle —repliqué—, pero emplear la traición y la violencia es exponerse a emplear un arma de dos filos con la que puede herirse el mismo que las maneja.
»—¡La traición y la violencia son los medios que ha de utilizarse con quien emplea violencia y traición! —gritó Hindley—. Señora Heathcliff: no necesito de usted sino de que no intervenga ni grite. ¿Se siente capaz de hacerlo? Creo que debiera usted experimentar tanto placer como yo en asistir a la muerte de ese demonio. Él acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía. ¡Maldito sea! ¡Está llamando a la puerta como si fuera el amo! Prométame estar callada, y antes de que dé la una aquel reloj —y sólo faltan tres minutos— habrá quedado usted libre de ese hombre.
»Hablando de este modo, sacó el instrumento que te he descrito otra vez, Elena, y se dispuso a apagar la vela, pero yo se lo impedí.
»—No callaré —le dije—. No le toque. ¡Deje la puerta cerrada, pero no le haga nada!
»—¡Estoy resuelto y cumpliré lo que me propongo! —exclamó Hindley—. Haré justicia a Hareton y un favor a usted misma, aunque no quiera. Y ni siquiera tiene usted que preocuparse de salvarme. Catalina ya no vive, y nadie tiene por qué avergonzarse de mí. Ha llegado el momento de acabar.
»Tan fácil como con él me hubiera sido luchar con un oso o razonar con un perturbado. Sólo me quedaba una solución. Correr a la ventana y avisar a la presunta víctima.
»—Mejor será que no insistas en entrar —le avisé desde la ventana—. Si lo haces, el señor Earnshaw está dispuesto a dispararte un tiro.
»—Más te valdría abrirme la puerta —replicó Heathcliff, añadiendo algunas
galantes
expresiones que más vale no repetir.
»—Bien: pues allá tú —repliqué—. Yo he hecho lo que debía. Ahora, entra y que te mate si quiere.
»Cerré la ventana y me volví junto a la lumbre sin afectar por su suerte una hipócrita ansiedad que estaba muy lejos de sentir. Earnshaw, furioso, me increpó con violencia, acusándome de cobarde y diciéndome que aún amaba al villano. Pero en lo que yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de conciencia, era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw que Heathcliff le librara del peso de la vida y en lo muy conveniente que sería para mí que Hindley me librase de Heathcliff. Mientras yo reflexionaba sobre estos temas, el cristal de la ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció el negro rostro de aquel hombre. Pero como el batiente era demasiado estrecho para que pasase, sonreí, pensando que me hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello, y la ropa cubiertos de nieve, y sus dientes agudos como los de un antropófago brillaban en la oscuridad.
»—Ábreme, Isabel, o te arrepentirás —rugió.
»—No quiero cometer un crimen —repuse—. El señor Hindley te espera con un cuchillo y una pistola.
»—Ábreme la puerta de la cocina —respondió.
»—Hindley llegará antes que yo —alegué—. ¡Poco vale ese cariño que tienes hacia Catalina, cuando no arrostras por él un poco de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a tenderme sobre su tumba como un perro fiel. ¿No es verdad que ahora te parece que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que Catalina era la única alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder existir sin ella.
»—¡Ah! —exclamó Hindley dirigiéndose hacia mi—. ¿Está ahí Heathcliff? Si logro sacar el brazo podré…
»Temo que me consideres como una malvada, Elena. El caso es que yo no hubiera contribuido a que atentaran contra la vida de aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que experimenté una desilusión cuando alargó el brazo hacia Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo fue a cerrarse clavándose en la mano de su propio dueño. Heathcliff se lo quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo desgarraba la carne de Hindley. Después, con una piedra rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario, agotado por el dolor y por la pérdida de sangre, había caído desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba con la otra mano para impedirme que llamara a José. Le costó un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo arrastró y comenzó a vendarle la herida con brutales movimientos, maldiciéndole y escupiéndole a la vez con tanta violencia como antes le había pateado. Entonces, al soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió enseguida y bajó las escaleras a saltos.