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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (24 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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Yo estaba muy disgustada con ella y con la criada por lo que mutuamente se habían descubierto. Comprendía que Heathcliff sería enseguida informado del retorno de Linton con el hijo de Isabel y comprendía también que la joven no dejaría de preguntar a su padre acerca de aquel primo tan tosco. En cuanto a Hareton, que ya había reaccionado del disgusto que le produjera ser tomado por un criado, pareció lamentar la pena de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca a la puerta, y le quiso regalar un cachorrillo de los que había en la perrera. Ella le contempló con horror, suspendiendo sus lamentos para mirarle.

Tal antipatía hacia el joven me hizo sonreír. Él, en realidad, era un mozo bien formado, bien parecido y robusto, aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que hacía en la finca. Yo creía notar en su rostro mejores cualidades que las que su padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran florecido copiosamente de desarrollarse en un ambiente más apropiado. Me parece que Heathcliff no le había maltratado físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No le había enseñado a leer ni escribir ni le reprendía por ninguna de sus costumbres censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le ayudó a dar un paso hacia el bien, ni a separarle un paso del mal. José, con las adulaciones que le dedicaba en concepto de jefe de la familia, acabó de estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw eran niños cargaba sobre ellos todas las culpas, hasta agotar la paciencia del señor, ahora acusaba de todos los defectos de Hareton al usurpador de su herencia.

Cuando Hareton juraba, José no le reprendía. Dijérase que le agradaba verle seguir el mal camino. Creía que su alma estaba condenada, pero el pensar que Heathcliff tendría que responder de ello ante el tribunal divino le consolaba. Había infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le hubiera gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff, pero se lo impedía el temor que sentía hacia éste, por lo cual se limitaba a dirigirle vagas amenazas proferidas entre gruñidos. No es que yo crea estar bien informada de cómo se vivía entonces en «Cumbres Borrascosas», ya que hablo de oídas. Los colonos aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y duro para sus arrendatarios que todos los amos anteriores, pero la casa ahora, administrada por una mujer, tenía mejor aspecto, y las orgías de los tiempos de Hindley habían dejado de celebrarse. El nuevo amo era harto sombrío para gustar de compañía alguna, ni buena ni mala, y Heathcliff seguido siendo igual hasta la fecha.

En fin, con todo esto no adelanto nada en mi historia. La señorita Cati rechazó el regalo del cachorro y pidió sus perros. Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy mohínas, nos volvimos a casa. No pude obtener de la joven otra explicación de sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de Penninston, como yo supuse, y que al pasar junto a «Cumbres Borrascosas» había sido atacado su canino cortejo por los perros de Hareton. El combate duró bastante, hasta que sus amos respectivos lograron imponerse. Así entablaron los primos conocimiento. Cati dijo a Hareton adónde iba y él le sirvió de gula, mostrándole todos los secretos de la «Cueva Encantada». Mas como yo había caído en desgracia, no tuve la fortuna de saber lo que Cati hubiera visto en aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su improvisado guía había sido su favorito hasta el instante en que ella le ofendió llamándole criado, cuando la criada de Heathcliff le comunicó que era primo suyo. El lenguaje que Earnshaw había usado para con ella la tenía hondamente disgustada. Ella, que en la «Granja» era siempre «cariño», «amor mío», «ángel» y «reina», había sido injuriada por un extraño… No podía comprenderlo, y me costó mucho arrancarle la promesa de que no se lo contaría a su padre. Le dije que éste tenía mucha aversión hacia los habitantes de «Cumbres Borrascosas» y que se disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre todo, en que si su papá se enteraba de mi negligencia, originadora de su escapatoria, me despediría. A Cati la asustó esta perspectiva, y no dijo nada. Era, en el fondo, una jovencita muy bondadosa.

Capítulo diecinueve

Una carta de luto nos anunció la vuelta del amo. En ella se contenían instrucciones para preparar el luto de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres, y en vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la muerte de su desconocida tía). Finalmente me obligó a que fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros.

—Linton tiene seis meses justos menos que yo —me decía mientras pisábamos el verde césped de las praderas, bajo la sombra de los árboles—. ¡Cuánto me gustará tener un compañero con quien jugar! La tía Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos deprisa, Elena!

Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara a la verja. Nos sentamos en un recuesto del camino cubierto de hierba pero Cati no estaba tranquila un solo instante.

—¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos media milla, Elena? Sólo hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí…

Pero yo me negué. Al fin vimos el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más. Entretanto, yo miré dentro del coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la portezuela, para que el niño no se enfriase. Cati quería verle, pero su padre se obstinó en que le acompañara, y los dos subieron por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a la servidumbre.

—Querida —dijo el señor—; tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no podrá jugar mucho contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que duerma esta noche, ¿quieres?

—Sí, sí papá —respondió Catalina—, pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza siquiera.

El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a tierra.

—Mira a tu prima, Linton —le dijo, haciéndoles darse la mano—. Te quiere mucho, así que procura no disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre, el viaje se ha acabado, y no tienes que hacer más que pasarlo bien y divertirte.

—Entonces déjeme irme a acostar —contestó el niño soltando la mano de Cati y llevándosela a los ojos donde asomaban algunas lágrimas.

—Ea, hay que ser un niño bueno —murmure yo, mientras lo conducía adentro—. Va usted a hacer que llore su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole llorar.

Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste también. Subieron los tres a la biblioteca y allí se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le pasaba.

—Estoy mal en esta silla —repuso el muchacho.

—Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té —repuso pacientemente el señor.

Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si fuera un bebé. A él le agradó aquello y en su rostro se dibujó una sonrisa de complacencia.

—Esto le convendrá —dijo el amo—. Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de una niña de su misma edad le infundirá ánimos, y si desea adquirir fuerzas, lo conseguirá.

«Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», me dije bastante preocupada. Y me imaginé lo que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo una vela para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado de Heathcliff, deseaba hablar con el amo.

—¡Qué horas tan intempestivas, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje! —dije—. Voy a hablar yo primero con él.

José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las botas en la alfombrilla.

—Buenas noches, José —le dije—. ¿Qué te trae por aquí?

—Con quien tengo que hablar es con el señor Linton —repuso.

—El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy urgente, no podrá recibirte… Vale más que te sientes y me digas lo que sea.

—¿Cuál es el cuarto del señor? —contestó él mirando todas las puertas cerradas.

Viendo su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la presencia del importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver al otro día. Pero José me había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón, y empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a discutir:

—Heathcliff me envía a buscar a su hijo y no me iré sin él.

Eduardo permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su rostro. Se dolía del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso despertar al niño.

—Diga al señor Heathcliff —respondió con serenidad— que su hijo irá mañana a «Cumbres Borrascosas». Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis cuidados.

—No —insistió José, golpeando el suelo con el bastón—. Todo eso no conduce a nada. A Heathcliff no le importan nada la madre del niño ni usted. Lo que quiere es al chico, y ahora mismo.

—Esta noche no —repitió mi amo—. Váyase y transmita a su amo lo que le he dicho. Acompáñale, Elena. ¡Váyase…!

Y como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le sacó a la fuerza.

—¡Está bien! —gritó José mientras se iba—. Mañana vendrá mi amo y veremos si usted se atreve a echarle así.

Capítulo veinte

A fin de conjurar la posibilidad de qué se cumpliese aquella amenaza, el señor Linton, al día siguiente, muy de mañana, me encargó de que llevase al niño a casa de su padre en la jaca de Cati, y me advirtió:

—Como ahora no vamos a poder intervenir en el destino que le espera, sea bueno o malo, di únicamente a mi hija que el padre de Linton ha enviado a buscarle, pero no le digas dónde está para impedir que sienta deseos de ir a «Cumbres Borrascosas».

Linton no quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos al saber que se trataba de continuar el viaje. Pero yo le dije que era sólo cuestión de ir a pasar una temporada con su padre, el señor Heathcliff, que tenía muchos deseos de conocerle.

—¿Mi padre? —contestó—. Mamá nunca me habló de mi padre. Prefiero quedarme con el tío. ¿Dónde vive mi padre?

—Vive cerca de aquí —contesté—. Cuando esté usted fuerte puede venir andando. Debe usted alegrarse de verle y de estar con él, y debe procurar quererle como ha querido usted a su mamá.

—¿Cómo no me hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos? —preguntó Linton.

—Porque él tenía que estar aquí por sus asuntos —indiqué— y a su mamá su mala salud la obligaba a vivir en el sur.

—¿Y por qué no me habló de mi padre? Del tío me hablaba mucho, y me acostumbró a que le quisiera. Pero ¿cómo voy a querer a mi padre si no le conozco?

—Todos los niños quieren a sus padres —contesté—. Su madre no le hablaría para evitar que usted quisiera irse con él. Vamos. Un paseíto a caballo en una mañana tan hermosa es preferible a dormir una hora más.

—¿Vendrá con nosotros la niña de ayer? —me preguntó Linton.

—Ahora no —repuse.

—¿Y el tío?

—No. Yo le acompañaré.

Linton, sombrío, hundió la cara en la almohada.

—No me iré sin el tío —acabó diciendo—. No comprendo por qué se empeña usted en llevarme de aquí.

Yo traté de convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que apelar al auxilio del señor.

Al fin, el pobre niño salió, después de recibir muchas falsas promesas de que su ausencia sería breve y de que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia. El aire, el sol y la marcha reposada de
Minny
contribuyeron a alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la nueva casa.

—¿«Cumbres Borrascosas» es un sitio tan hermoso como la «Granja de los Tordos»? —me interrogó, mientras se volvía para lanzar una última mirada al valle, del cual se levantaba entonces una leve neblina hacia el azul.

—No tiene tantos árboles —contesté— y no es tan grande, pero desde allí se ve un hermoso panorama y el aire es más puro y más fresco. Puede que le parezca una casa algo antigua y lóbrega, pero es, en importancia, la segunda de la comarca. Y podrá usted dar paseos por los campos de las inmediaciones. Hareton Earnshaw, que es primo de la señorita Cati y hasta cierto punto de usted, le enseñará todo lo que hay de bonito en los alrededores. Cuando haga buen tiempo, puede usted coger un libro y marcharse a leer al campo. Se encontrará a veces con su tío, que suele pasearse por las colinas.

—¿Cómo es mi padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?

—Es tan joven como el tío —respondí—, pero tiene negro el cabello y los ojos. Es más alto y más grueso también, y a primera vista aparenta ser severo. Quizá no le parezca a usted cariñoso ni afable, pero trátele no obstante con cariño, y él le querrá a usted más que su tío, porque al fin es usted su hijo, naturalmente.

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