—Yo me califico de bokononista.
—¿Pero eso va contra la ley en este país, no?
—Da la casualidad de que tengo la suerte de ser americano. He podido decir que soy bokononista cada vez que se me antoja, y hasta la fecha, nadie me ha molestado lo más mínimo.
—Mi opinión es que hay que obedecer las leyes del país en el que uno se encuentra.
—No me dice usted nada nuevo.
Crosby se quedó lívido.
—¡Anda y que te zurzan!
—Anda y que te zurzan, nena —dijo Castle tranquilamente—, y que zurzan también al Día de la Madre y a las Navidades.
Crosby cruzó resueltamente el vestíbulo en dirección al recepcionista y dijo:
—Quiero denunciar a ese hombre de ahí, a ese mequetrefe, a ese supuesto artista. Tienen ustedes un bonito país que intenta atraer al turismo y conseguir nuevas inversiones en industrias. Tal y como me ha hablado ese hombre, no pienso volver a visitar San Lorenzo en mi vida, y a todo amigo que me pregunte acerca de San Lorenzo, le diré que no se acerque ni loco. Quizá consigan ustedes un bonito cuadro en esa pared, pero, bien sabe Dios que el mequetrefe que lo está haciendo es el hijo de perra más ofensivo y desalentador que he conocido en mi vida.
El recepcionista se quedó pálido.
—Señor...
—Le escucho —dijo Crosby furioso.
—Señor, ese hombre es el propietario del hotel.
H. Lowe Crosby y su esposa se marcharon del Casa Mona. Crosby lo llamó «el Hilton del mequetrefe» y pidió alojamiento en la embajada americana.
De modo que yo era el único huésped en un hotel de cien habitaciones.
Mi habitación era agradable. Daba, como todas las habitaciones, al Bulevar de los Cien Mártires caídos por la Democracia, al aeropuerto de Monzano y más al fondo, al puerto de Bolívar. El Casa Mona estaba construido como un estante de libros, con los laterales y el fondo macizo y la fachada de un cristal azul verdoso. La suciedad y la miseria de la ciudad, al dar a los lados y a la parte trasera del Casa Mona, resultaban imposibles de ver.
Mi habitación estaba refrigerada. Estaba casi helada, y al venir de aquel estridente calor y meterme en el frío, me constipé.
En mi mesita de noche había flores frescas, pero todavía no estaba hecha la cama. Ni siquiera había un almohadón en la cama. No había más que un colchón Beautyrest nuevo y pelado. Y faltaba papel higiénico en el baño.
De modo que salí al pasillo, a ver si encontraba alguna asistenta que pudiese proveerme de algunas cositas más. Fuera no había nadie, pero al otro extremo había una puerta abierta y se oían ligeras señales de vida.
Me dirigí hacia aquella puerta y me encontré con una amplia alcoba, con el suelo cubierto de ropas. La alcoba la estaban pintando, pero cuando yo aparecí, los dos pintores no estaban pintando. Estaban sentados en un banco instalado a todo lo largo del ventanal.
Tenían los zapatos quitados. Los ojos cerrados. Estaban uno frente al otro.
Apretaban con fuerza las plantas de sus desnudos pies.
Cada uno de ellos estaba cogido a sus propios tobillos, lo que les proporcionaba la rigidez de un triángulo.
Yo carraspeé.
Ambos se cayeron rodando del banco y fueron a dar contra las ropas esparcidas por el suelo. Cayeron de manos y rodillas, y en esa posición se quedaron, con los traseros al aire y las narices contra el suelo.
Esperaban que los matasen.
—Disculpen —dije asombrado.
—No diga nada —suplicó uno quejumbrosamente—. Por favor, no diga nada.
—¿Decir qué?
—Lo que ha visto.
—No he visto nada.
—Si dice usted algo... —dijo, y pegó la mejilla contra el suelo y levantó su mirada hacia mí de un modo suplicante—, ¡si dice usted algo, moriremos en el
ga-a-a-nchuh
!
—Oigan, amigos —dije—, o he venido demasiado pronto o demasiado tarde, pero les volveré a repetir que no he visto nada digno de contar a nadie. Pónganse en pie, por favor.
Se pusieron en pie. Aún tenían sus ojos clavados en mí. Temblaban encogidos. Al final los convencí de que nunca contaría lo que había visto.
Y lo que había visto, sin lugar a dudas, era el ritual bokononista del
boko-maru
, o la unión de las conciencias.
Nosotros, los bokononistas, creemos firmemente que es imposible estar con otra persona planta-con-planta sin amar a la persona, siempre que los pies de ambas estén limpios y bien cuidados.
El principio en el que se basa la ceremonia de los pies es este «Calipso»:
Nos tocaremos los pies, sí,
Con todas nuestras fuerzas
Y nos amaremos, sí,
Como amamos a la Madre Tierra.
Cuando regresé a mi habitación, encontré a Philip Castle, el mosaísta, historiador, autor de índices de sus propias obras y hotelero, instalando un rollo de papel higiénico en mi baño.
—Muchas gracias —dije.
—De nada.
—Esto es lo que yo llamo un hotel con corazón acogedor. ¿Cuántos propietarios de hotel se interesarían tan directamente por la comodidad de un huésped?
—¿Cuántos propietarios de hotel tienen un solo huésped?
—Antes tenía usted tres.
—Eran otros tiempos.
—¿Sabe usted? Quizá me meta donde no me importa, pero me cuesta comprender cómo una persona con su talento e intereses se siente atraído por el negocio hotelero.
Frunció el entrecejo, confundido.
—No parezco tan bueno con mis huéspedes como debiera serlo, ¿no?
—Conocí algunas personas en la Escuela de Hostelería de Cornell, y no puedo evitar tener la sensación de que todas ellas habrían tratado a los Crosby de un modo algo diferente.
Asintió incómodo.
—Ya sé, ya sé —agitó los brazos—. Ojalá supiera por qué coño construí este hotel, aunque supongo que para darle un sentido a mi vida. Un modo de estar ocupado, un modo de no sentirme solo. —Sacudió la cabeza—. O me hacía ermitaño o abría un hotel, no había término medio.
—¿No se crio usted en el hospital de su padre?
—Sí. Mona y yo crecimos allí.
—Y bien, ¿no está algo tentado de hacer con su vida lo que hizo su padre con la suya?
El joven Castle sonrió apenas, evitando una respuesta directa.
—Mi padre es una persona divertida, vaya si lo es —dijo—. Creo que le caerá a usted bien.
—Eso espero. No hay mucha gente que haya sido tan altruista como él.
—Una vez —dijo Castle—, tendría yo unos quince años, hubo un motín cerca de aquí, en un barco griego procedente de Hong Kong con rumbo a La Habana, cargado de muebles de mimbre. Los amotinados se hicieron con el control del barco, no supieron cómo llevarlo y se estrellaron contra las rocas cercanas al castillo de «papá» Monzano. El mar se tragó todo excepto las ratas. Las ratas y los muebles de mimbre llegaron a tierra.
Aquello parecía ser el final de la historia, pero no estaba seguro.
—¿Y entonces?
—Entonces, algunos cogieron muebles gratis y otros cogieron la peste bubónica. En el hospital de mi padre tuvimos mil cuatrocientas muertes en menos de diez días. ¿Alguna vez ha visto morir a alguien de peste bubónica?
—No he tenido esa mala suerte.
—Las glándulas linfáticas de la ingle y los sobacos se hinchan hasta alcanzar el tamaño de un pomelo.
—Le creo.
—Después de muerto, el cuerpo se pone negro. Aquí en San Lorenzo es como ir a vendimiar y llevar uvas de postre. Cuando la peste negra estaba en su apogeo, el Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla parecía Auschwitz o Buchenwald. Teníamos pilas de muertos de un tamaño tal que la apisonadora se atascaba al intentar empujar los cuerpos hacia la fosa común. Mi padre trabajó durante varios días sin pegar ojo, y trabajó no sólo sin pegar ojo, por desgracia tampoco salvó muchas vidas.
El relato horripilante de Castle quedó interrumpido al sonar mi teléfono.
—Dios mío —dijo Castle—, no sabía que ya habían conectado los teléfonos.
Cogí el auricular.
—¿Dígame?
Era el comandante general Franklin Hoenikker. Parecía estar sin aliento y muerto de miedo.
—¡Escuche! ¡Tiene usted que venir a mi casa inmediatamente! ¡Tenemos que hablar! ¡Puede tratarse de algo muy importante en su vida!
—¿No puede adelantarme algo?
—No, por teléfono no. Venga a mi casa. ¡Venga inmediatamente! ¡Por favor!
—Está bien.
—No le engaño. Se trata de algo realmente importante en su vida. Es lo más importante que le haya ocurrido nunca. —Colgó.
—¿De qué se trataba? —preguntó Castle.
—No tengo la menor idea. Frank Hoenikker quiere verme inmediatamente.
—Tómeselo con calma. Tranquilo. Es subnormal.
—Ha dicho que era importante.
—¿Cómo sabe él lo que es o no importante? Podría esculpirle a usted un hombre más válido en un simple plátano.
—En fin, de todas formas, acabe su historia.
—¿Por dónde iba?
—Por la peste bubónica. La apisonadora se había quedado atascada con los cadáveres.
—¡Ah sí! Bueno, una noche que no podía dormirme, me quedé con mi padre mientras trabajaba. Era todo lo que podíamos hacer para encontrar a un paciente vivo que cuidar. Cama tras cama no encontrábamos más que muertos. Y a mi padre le entró la risa tonta. No podía parar. Se salió fuera, en plena noche, con su linterna, y siguió riéndose tontamente. Estuvo haciendo bailar el haz de luz de la linterna por encima de las pilas de muertos que había fuera. Me puso la mano en la cabeza, ¿y sabe lo que me dijo aquel hombre maravilloso? —me preguntó Castle.
—No.
—Hijo —me dijo mi padre—, algún día todo esto será tuyo.
Fui a casa de Frank en el único taxi de San Lorenzo.
Pasamos por lugares de una indigencia repugnante. Subimos por la ladera del monte McCabe. El aire se hizo más frío. Había niebla.
La casa de Frank había sido anteriormente el hogar de Néstor Aamons, padre de Mona, arquitecto del Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla.
Aamons la había diseñado.
La casa se levantaba sobre los dos lados de una cascada. Tenía una terraza colgante que se adentraba en el vapor que subía de la cascada. Se trataba de una ingeniosa celosía de postes y vigas de acero muy finas, cuyos intersticios formaban aberturas diferentes rellenas con piedra del lugar, cristal, o cubiertas de lona.
La casa no daba tanto la impresión de cerramiento, sino más bien la de que un hombre hubiese trabajado sus caprichos en ella.
El criado me recibió atentamente y me dijo que Frank no había llegado todavía a casa. Se le esperaba de un momento a otro. Frank había dado la orden de que se me agasajara, y que me quedara a cenar y dormir esa noche. El criado, que dijo llamarse Stanley, era el primer sanlorenzano rellenito que veía.
Stanley me condujo a mi habitación, me condujo por todo el corazón de la casa, bajando por unas escaleras de piedra viva, una escalera resguardada o desguarnecida por unos rectángulos de acero dispuestos al azar. Mi cama era una goma espuma sobre un estante de piedra, un estante de piedra viva. Las paredes de mi alcoba eran de lona. Stanley me enseñó cómo enrollarlos para arriba o para abajo, a elección mía.
Le pregunté a Stanley si no había nadie más en casa, y me dijo que sólo estaba Newt. Newt, dijo, se encontraba fuera en la terraza colgante, pintando un cuadro. Angela, dijo, se había ido a visitar el Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla.
Yo salí a la mareante terraza, levantada sobre la cascada, y me encontré con el pequeño Newt dormido en una hamaca.
El cuadro en el que Newt había trabajado estaba instalado en un caballete junto a la barandilla de aluminio. El marco era un paisaje nubloso de cielo, mar y valles.
El cuadro de Newt era pequeño, negro y verrugoso.
Consistía en unas rayas hechas sobre un engrudo gomoso y negro. Las rayas formaban una especie de telaraña y yo me pregunté si no serían aquellas las redes adherentes de la futilidad humana, colgadas de una noche sin luna, para que se secaran.
No desperté al enano, autor de aquella cosa espeluznante. Me puse a fumar, escuchando voces imaginarias en los sonidos del agua.
Lo que despertó al pequeño Newt fue una explosión procedente de muy abajo. La explosión hizo carambola en el valle y se dirigió hacia Dios. Había sido un cañón del puerto de Bolívar, me contó el mayordomo. Lo disparaban todos los días a las cinco.
El pequeño Newt dio un brinco.
Aún medio dormido, se puso las manos llenas de pintura negra en la boca y en la barbilla, dejándose unos manchurrones negros. Se restregó los ojos, rodeándoselos también de manchurrones negros.
—Hola —me dijo adormilado.
—Hola —le dije—, me gusta su cuadro.
—¿Comprende lo que es?
—Supongo que significará cosas distintas según quien lo mire.
—Es una cuna de gato.
—Ajá —dije—. Muy bueno. Las rayas son las cuerdas, ¿o me equivoco?
—Es uno de los juegos más antiguos que hay, la cuna de gato. Lo conocen hasta los esquimales.
—No me diga.
—Durante quizá cien mil años o más, los adultos han hecho bailar marañas de cuerda ante las caras de sus hijos.
—Uhmm.
Newt se quedó enroscado en la silla. Alargó sus manos llenas de pintura como si tuviese entrelazada entre ellas una cuna de gato.
—No me extraña que los niños crezcan locos. Una cuna de gato no es más que un montón de equis entre las manos de una persona, y las criaturas miran y miran una y otra vez todas esas equis...
—¿Y?
—
Pues que ni maldito gato ni maldita cuna que valga
.
Entonces apareció Angela Hoenikker Conners, la hermana de Newt, con Julian Castle, padre de Philip y fundador del Hogar de Esperanza y Misericordia. Castle llevaba un holgado traje de lino blanco y una corbata de gasa. El bigote descuidado. Era calvo. Estaba escuálido. Era un santo, creo yo.
Se presentó a sí mismo ante Newt y ante mí, en la terraza colgante. Al hablar con la boca torcida como los gángsters de las películas, estropeaba cualquier referencia a su posible santidad.
—Sé que es usted un seguidor de Albert Schweitzer —le dije.
—A distancia... —Hizo una mueca burlona y criminal—. Nunca he conocido a tal caballero.