De pronto me vi corriendo de cabeza hacia Newt y Angela, los cuales huían de sus propias camas.
Nos paramos todos en seco y analizamos encogidos aquellos ruidos de pesadilla que nos rodeaban, y los atribuimos a la radio, al lavavajillas y a la bomba, que se habían reincorporado a la vida ruidosa al volver el fluido eléctrico.
Los tres nos espabilamos lo suficiente para ser conscientes de que nuestra situación era cómica, que habíamos reaccionado con comportamientos cómicamente humanos ante una situación que nos parecía mortal pero no lo era. Y para hacer gala del dominio que ejercía sobre mi falaz sino, apagué la radio.
Todos nos reímos por lo bajito.
Y nos desafiamos, para quedar bien, a ver quién era el mejor conocedor de la naturaleza humana, la persona con el sentido de humor más ágil.
Newt era el más ágil. Me hizo ver que en mis manos llevaba el pasaporte, mi cartera y mi reloj de pulsera. Yo no tenía ni idea de lo que había agarrado en el pretendido umbral de la muerte, no sabía siquiera que hubiese agarrado algo.
Pero ataqué alborozadamente preguntándole a Angela y a Newt por qué motivo llevaban los dos unos termos pequeñitos, unos termos idénticos de color rojo y gris, con cabida para unas tres tazas de café.
Tampoco se habían enterado de que llevasen semejantes termos. Se asombraron de ver que los llevaban en las manos.
Unos nuevos estallidos procedentes de fuera les libraron de dar explicaciones. Me fui a averiguar inmediatamente qué eran aquellos estallidos, y con un descaro tan injustificado como mi pánico anterior, investigué, encontrándome fuera con Frank Hoenikker que intentaba reparar un generador a motor puesto sobre un camión.
El generador era nuestra nueva fuente de electricidad. El motor a gasolina con el que funcionaba estaba dando petardazos y echando humo. Frank intentaba arreglarlo.
Junto a él estaba la celestial Mona. Esta le observaba gravemente, como siempre.
—¡Tengo noticias para ti, chico! —me dijo a voces y me llevó de nuevo a casa.
Angela y Newt seguían en el salón, pero de algún modo y en alguna parte se las habían arreglado para deshacerse de sus peculiares termos.
El contenido de los termos, naturalmente, eran partículas del legado del doctor Felix Hoenikker, eran partículas del
wampeter
de mi
karass
, eran pedacitos de
hielo-nueve
.
Frank me llevó a un rincón.
—¿Estás bien despierto?
—Tan despierto como siempre.
—Espero que estés realmente bien despierto, porque tenemos que hablar ahora mismo.
—Empieza.
—Busquemos un poco de intimidad. —Frank le dijo a Mona que se pusiese cómoda—. Te llamaremos si te necesitamos.
Me quedé mirando a Mona, derretido, y pensé que nunca había necesitado a nadie tanto como a ella.
Volvamos a Franklin Hoenikker, el niño con cara de pillo y el timbre de voz y la convicción de un matasuegras. Yo había oído decir en el ejército que tal o cual hombre hablaba como alguien con el culo de papel. Pues bien, ese hombre era Franklin Hoenikker. El pobre Frank casi no había tenido experiencia en hablar a nadie, ya que había pasado una infancia clandestina como el Agente Secreto X-9.
Ahora, esperando resultar cordial y persuasivo, me decía frases que él consideraba brillantes, frases tales como «Me gusta tu estilo» y «Quiero hablarte sin tapujos, de hombre a hombre».
Y me hizo bajar a lo que él llamaba su «guarida» para que pudiésemos «... llamar al pan pan y al vino vino, y llamar a las cosas por su nombre».
De modo que bajamos las escaleras cortadas en el acantilado, y llegamos a una caverna natural que estaba debajo y detrás de la cascada. Había unas mesas de dibujo, tres sillas escandinavas, pálidas y peladas, un estante con libros de arquitectura, libros en alemán, francés, finés, italiano e inglés.
Todo estaba iluminado con luz eléctrica, luces que latían con el jadeo del generador a motor.
Y lo más chocante de aquella caverna era que había imágenes pintadas en las paredes, pintadas con el atrevimiento de un jardín de infancia, pintadas con los colores lisos de la arcilla, la tierra y el carbón del hombre primitivo. No necesité preguntarle a Frank de cuándo databan las pinturas de la caverna. Por el tema podía saberlo. No eran pinturas de mamuts, de tigres con dientes de sable u osos fálicos de las cavernas.
El tema eterno de las pinturas eran diferentes aspectos de la infancia de Mona Aamons Monzano.
—¿Y es..., es aquí donde trabajaba el padre de Mona? —pregunté.
—Exacto. Su padre fue el finés que diseñó el Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla.
—Ya.
—Pero no te he traído aquí abajo para hablar de eso.
—¿Se trata de algo referente a tu padre?
—Es referente a
ti
. —Frank me puso la mano en el hombro y me miró a los ojos. El efecto era terrorífico. Frank pretendía inspirarme camaradería, pero su cabeza me pareció una grotesca lechuza pequeña cegada por la luz y encaramada a un palo largo y blanco.
—Sería mejor que fueses al grano.
—No tiene sentido andarse por las ramas —dijo—. Sé juzgar muy bien a la gente, aunque sea yo el que lo diga, y tu estilo me gusta.
—Gracias.
—Creo que tú y yo podríamos hacer buenas migas.
—No me cabe la menor duda.
—Ambos tenemos cosas que ensamblan.
Le agradecí que me quitara la mano del hombro. Ensambló sus dedos como si fuesen ruedas dentadas. Una mano le representaba a él, supongo, la otra me representaba a mí.
—Nos necesitamos mutuamente. —Accionó los dedos para mostrarme cómo funcionaban las ruedas dentadas.
Guardé silencio durante un rato, aunque por fuera me mostré amable.
—¿Entiendes lo que quiero decir? —me preguntó Frank al final.
—Qué tú y yo vamos a
hacer
algo juntos.
—Exacto. —Frank dio una palmada—. Tú eres una persona de mundo, acostumbrada al contacto con la gente, y yo soy un técnico, acostumbrado a trabajar entre bastidores, y haciendo que las cosas funcionen.
—¿Cómo puedes saber qué tipo de persona soy yo? Acabamos de conocernos.
—Tu ropa, tu modo de hablar. —Volvió a ponerme la mano en el hombro—. Me gusta tu estilo.
—Eso ya lo has dicho.
Frank estaba frenético. Quería que yo captara sus pensamientos, que lo hiciera con entusiasmo, pero yo aún seguía en las nubes.
—¿Debo pensar que... me estás ofreciendo algún tipo de empleo aquí, aquí en San Lorenzo?
Dio una palmada. Frank estaba encantado.
—¡Exacto! ¿Qué te parecerían cien mil dólares al año?
—¡Dios mío! —exclamé— ¿Y qué tendría que hacer?
—Prácticamente nada. Tendrías que beber todas las noches en copas de oro, vaciar platos de oro y tener un palacio todo tuyo.
—¿Qué empleo es ese?
—Presidente de la República de San Lorenzo.
—¿Presidente? ¿Yo? —Se me cortó la respiración.
—¿Y quién si no?
—¡De eso nada!
—No digas que no hasta que lo hayas pensado realmente. —Frank me observaba con impaciencia.
—¡No!
—Realmente no lo has pensado.
—Lo he pensado lo bastante para saber que es una locura.
Frank volvió a ensamblar sus dedos a modo de ruedas dentadas.
—Trabajaríamos
juntos
. Yo te respaldaría todo el tiempo.
—Muy bien. Así, si me fulminasen por delante, también te darían a ti.
—¿Fulminar?
—¡Si me disparasen! ¡Me asesinasen!
Frank estaba perplejo.
—¿Por qué iba alguien a dispararte?
—Por ser presidente.
Frank meneó la cabeza.
—En San Lorenzo nadie
quiere
ser presidente. —Me aseguró—. La religión lo prohíbe.
—¿También lo prohíbe
tu
religión? Yo creía que ibas a ser
tú
el próximo presidente.
—Yo... —dijo, y le costó seguir. Parecía estar viendo fantasmas.
—¿Tú qué? —pregunté.
Se puso frente al manto de agua que servía de cortina a la caverna.
—La madurez, tal y como yo la entiendo —me dijo—, es saber cuáles son tus limitaciones.
En su definición de la madurez no se alejaba de Bokonon. «La madurez —nos dice Bokonon—, es una decepción amarga que no tiene remedio, a menos que se diga que la risa es el remedio para todo.»
—Sé que tengo mis limitaciones —prosiguió Frank—. Son las mismas limitaciones que tuvo mi padre.
—¿Ah sí?
—Tengo un montón de buenas ideas, igual que las tuvo mi padre —nos dijo Frank, a mí y a la cascada—, pero mi padre no servía para enfrentarse con el público, y yo tampoco.
—¿Aceptarás el empleo? —preguntó Frank impaciente.
—No —le dije.
—¿Conoces a alguien que
pueda
querer el empleo? —Frank estaba dando un ejemplo clásico de lo que Bokonon llama
duffle
.
Duffle
, para Bokonon, es cuando el destino de miles de miles de personas se pone en manos de un
stuppa
. Un
stuppa
es un niño obnubilado.
Me reí.
—¿He dicho algo divertido?
—No me hagas caso cuando río —le supliqué— En ese sentido, mi perversión es notable.
—¿Te ríes de mí?
Negué con la cabeza.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—La gente siempre se ha burlado de mí.
—Habrán sido suposiciones tuyas.
—La gente me decía cosas. No eran suposiciones
mías
.
—A veces la gente es cruel sin querer —le insinué, pero no le habría dado mi palabra de honor.
—¿Sabes lo que solían decirme?
—No.
—Solían decirme: «¡Eh, tú, X-9, ¿dónde vas?»
—Pues no parece tan grave.
—Así es como me llamaban —dijo Frank con restos de resentimiento—. Agente Secreto X-9.
No le aclaré que ya lo sabía.
—¿Dónde vas, X-9? —repitió Frank como si fuera el eco.
Me imaginé a los guasones, y los lugares en los que el Sino les habría finalmente abucheado y postergado. Los chistosos que le habían dicho cosas a Frank estarían seguramente bien colocados en empleos mortalmente aburridos en la Compañía General de Forjas y Fundiciones, en la Central eléctrica de Ilium, en la Compañía Telefónica...
Y aquí tenía yo al Agente Secreto X-9, un comandante general, ofreciéndose a hacerme rey... en una caverna con una cascada tropical por cortina.
—Realmente se habrían quedado sorprendidos si me hubiese parado a decirles adónde iba.
—¿Quieres decir que de algún modo presentías que ibas a terminar aquí? —Era una pregunta bokononista.
—Iba a la Jack's Hobby Shop —dijo, sin ningún sentido del anticlímax.
—¿Eh?
—Todos sabían que iba allí, pero no sabían realmente lo que allí sucedía. Se habrían quedado realmente sorprendidos, sobre todo las chicas, si se hubiesen enterado de lo que
realmente
sucedía. Las chicas se creían que yo no sabía nada de chicas.
—¿Y qué sucedía
realmente
?
—Me tiraba a la esposa de Jack todos los días. Por eso me quedaba siempre dormido en el instituto. Por eso nunca rendía al máximo.
Frank despertó de sus sórdidos recuerdos.
—Venga, sé presidente de San Lorenzo. Con tu personalidad serías verdaderamente bueno. ¿Vale?
La noche, la caverna, la cascada. El ángel de piedra de Ilium...
Y los doscientos cincuenta mil cigarrillos y los tres mil litros de alcohol, y las dos esposas, ninguna esposa...
Sin un amor que me espere en alguna parte...
La lánguida vida de un escritorzuelo manchado de tinta...
Pabu
, la luna, y
Boraisi
, el sol, sus hijos...
Todo era una conspiración para constituir un
vin-dit
cósmico, un poderoso impulso hacia el bokononismo, hacia la creencia de que Dios dirigía mi vida y de que Dios me tenía una tarea asignada.
Y yo por dentro,
sarooneaba
, o lo que es lo mismo, transigía con las aparentes exigencias de mi
vin-dit
.
Por dentro, consentía en convertirme en el próximo presidente de San Lorenzo.
Por fuera, aún tenía mis reservas, mis sospechas.
—Debe de haber una trampa —desconfiaba yo.
—No hay ninguna trampa.
—¿Habrá elecciones?
—Nunca las ha habido. Sólo anunciaremos quién es el nuevo presidente.
—¿Y nadie se opondrá?
—Aquí nadie se opone a nada. No les interesa lo más mínimo. Les da igual.
—
Tiene
que haber una trampa.
—Hay una especie de trampa —reconoció Frank.
—¡Lo sabía! —Empecé a recelar de mi
vin-dit
—. ¿Cuál es? ¿Qué trampa es?
—Bueno, en realidad no es una trampa, ya que si no quieres, no estás obligado. Aunque
sería
una buena idea.
—Oigamos esa gran idea.
—Bueno, si vas a ser presidente, creo que la verdad es que deberías casarte con Mona. Pero no estás obligado, si no quieres. Tú mandas.
—¿Me aceptaría?
—Si a mí me aceptaba, te aceptará a ti. No tienes más que preguntárselo.
—¿Y por qué iba Mona a decir que sí?
—
Los libros de Bokonon
auguran que Mona se casará con el próximo presidente de San Lorenzo —dijo Frank.
Frank trajo a Mona a la caverna de su padre y nos dejó solos.
Al principio tuvimos dificultades en hablar. A mí me daba vergüenza.
Mona llevaba un sayo diáfano. Un sayo azul celeste. Un sayo sencillo, ligeramente cogido a las caderas con un hilo de gasa y todo el resto eran formas de Mona. Tenía pechos como granadas o lo que ustedes quieran. En todo caso, en nada se parecían a los pechos de una jovencita.
Sus pies, todo menos desnudos. Tenía las uñas exquisitamente arregladas, y sus livianas sandalias eran de oro.
—¿Cómo..., cómo estás? —pregunté. El corazón me daba martillazos.
La sangre me hervía en las orejas.
—No se pueden cometer equivocaciones —me aseguró.
Yo no sabía que aquel era el saludo habitual de todo bokononista cuando conoce a una persona tímida. De modo que respondí con una febril discusión de si se podía o no cometer equivocaciones.