—Albert Schweitzer debe de estar seguramente enterado de su labor, como lo está usted de la suya.
—Quizá sí y quizá no. ¿Le ha visto usted alguna vez?
—No.
—¿Cuenta con verle alguna vez?
—Quizá le vea algún día.
—Bueno —dijo Julian Castle—, en caso de que se cruce usted con el doctor Schweitzer en uno de sus viajes, puede usted decirle que
no
es mi héroe. —Encendió un puro enorme.
Cuando el puro ya ardía, me señaló con el cabo rojo.
—Puede decirle que no es mi héroe —dijo—, pero también puede decirle que gracias a él, Jesucristo
si
lo es.
—Creo que se alegrará de oír eso.
—Me importa un rábano que se alegre o no. Esto es algo entre Jesucristo y yo.
Julian Castle y Angela se acercaron al cuadro de Newt. Castle hizo un agujero enroscando el dedo índice, y entornó los ojos a través del agujero para ver el cuadro.
—¿Qué le parece? —le pregunté.
—Es
negro
. ¿Qué es esto, el infierno?
—Significa lo que significa —dijo Newt.
—Pues entonces es el infierno —refunfuñó Castle.
—Hace un momento me han dicho que era una cuna de gato —dije.
—La información secreta siempre es útil —dijo Castle.
—No me parece muy bonito —protestó Angela—. Me parece feo, pero no sé nada de arte moderno. A veces me gustaría que Newt tomara algunas clases, así sabría con certeza si hace algo o no.
—¿Es usted autodidacta? —le preguntó Julian Castle a Newt.
—¿No lo es todo el mundo? —preguntó Newt a su vez.
—Muy buena respuesta. —Castle se mostró respetuoso.
Yo me encargué de explicar el significado más profundo de la cuna de gato, ya que Newt no parecía dispuesto a volver con la misma cantinela.
Y Castle asintió sabiamente.
—¡De modo que este cuadro refleja la carencia de significado de absolutamente todo! No podría estar más de acuerdo.
—¿
De verdad
está usted de acuerdo? —pregunté—. Hace un minuto ha dicho usted algo sobre Jesús.
—¿Sobre quién? —dijo Castle.
—Sobre Jesucristo.
—¡Ah! —dijo Castle—, sobre Ese. —Se encogió de hombros—. La gente tiene que decir algo sólo para mantener su cavidad bucal en perfecto funcionamiento, así tendrán una buena cavidad bucal en caso de que haya algo realmente importante que decir.
—Ya veo. —Supe que no me iba a resultar fácil escribir un artículo popular sobre él. Tendría que centrarme en sus santas acciones e ignorar por completo las cosas satánicas que pensaba y decía.
—Puede usted citarme —dijo—. El hombre es despreciable, y el hombre no hace nada que valga la pena hacer y no sabe nada que valga la pena saber.
Se inclinó y le estrechó la mano, llena de pintura, al pequeño Newt.
—¿Vale?
Newt asintió con la cabeza, al parecer con la sospecha momentánea de que el asunto se había llevado un poco lejos.
—Vale.
Entonces el santo se encaminó hacia el cuadro de Newt y lo sacó del caballete. Nos miró a todos radiante.
—Una basura, como cualquier otra cosa.
Y tiró el cuadro por la terraza colgante. El cuadro salió volando por los aires, perdió velocidad, retrocedió como un boomerang, y cortó la cascada.
Poco podía decir el pequeño Newt.
Angela fue la primera en hablar.
—Tienes pintura por toda la cara, cariño. Ve a lavarte.
—Dígame, doctor —le dije a Julian Castle—. ¿Qué tal está «papá» Monzano?
—Y yo qué sé.
—Pensaba que quizá le había estado tratando usted.
—No nos hablamos... —Castle sonrió—. Mejor dicho, él no me habla. Lo último que me dijo, y de esto hará unos tres años, fue que lo único que me libraba del gancho era mi ciudadanía americana.
—¿Qué ha hecho usted para ofenderle? Aparece aquí y con su propio dinero funda un hospital gratuito para su gente...
—A «papá» no le gusta cómo tratamos a los pacientes —dijo Castle—, sobre todo cuando se están muriendo. En el Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla, oficiamos los últimos sacramentos de la Iglesia bokononista a aquellos que así lo desean.
—¿Cómo son los últimos sacramentos?
—Es todo muy simple. Empiezan con una letanía responsiva. ¿Quiere usted hacer los responsos?
—Si no le importa, ahora mismo no tengo la muerte tan cerca.
Me lanzó un guiño aterrador.
—Hace usted bien en tener cuidado. La gente que recibe los últimos sacramentos, muere siguiendo una pauta. Sin embargo, creo que podríamos preservarle a usted de hacer todo el ritual completo si no nos tocáramos los pies.
—¿Los pies?
Me habló de la actitud bokononista en lo referente a los pies.
—Eso explica algo que vi en el hotel. —Le hablé de los dos pintores que estaban en el alféizar de la ventana.
—Funciona, ¿sabe? —dijo—. La gente que lo hace se siente realmente mejor, tanto uno con otro como con el mundo.
—Uhmm.
—
Boko-maru
.
—¿Cómo dice?
—Así se llama esto de los pies —dijo Castle—. Funciona. Soy muy agradecido con las cosas que funcionan. No hay tantas cosas que
funcionen
, ¿sabe?
—Supongo que no.
—Probablemente no podría llevar mi hospital si no fuese por las aspirinas y el
boko-maru
.
—De todo esto deduzco —dije— que todavía quedan unos cuantos bokononistas en la isla, por mucha ley y por mucho
ga-a-a-nchuh
...
Se rio.
—¿Pero aún no se ha enterado usted?
—¿Enterarme de qué?
—En San Lorenzo todo el mundo es bokononista devoto, a pesar del
ga-a-a-nchuh
—Cuando hace años Bokonon y McCabe se hicieron cargo de este miserable país —dijo Julian Castle— echaron a los curas, y entonces Bokonon, cínica y chistosamente, se inventó una nueva religión.
—Lo sé —dije.
—En fin, cuando ya era evidente que ninguna reforma en el gobierno o en la economía harían a la gente menos miserable, la religión se convirtió en el único instrumento de la esperanza. El enemigo del pueblo era la verdad, porque la verdad era algo horrible, de modo que Bokonon se asignó la tarea de proporcionarle al pueblo mentiras cada vez mejores.
—¿Y cómo llegó a convertirse en un proscripto?
—Fue idea suya. Le pidió a McCabe que le proscribiera, a él y a su religión, con el fin de darle más emoción y más gustillo a la vida religiosa del pueblo. A propósito, escribió un poemita sobre esto.
Castle citó el poema, el cual no aparece en
Los libros de Bokonon
:
Y dije adiós al poder.
Y mis motivos expliqué:
Que una buena religión
Es una forma de traición.
—Bokonon también sugirió el gancho como el castigo apropiado para los bokononistas —dijo Castle—. Era algo que había visto en la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud. —Guiñó un ojo diabólicamente—. También para darle más emoción.
—¿Y murió mucha gente en el gancho?
—No, no, al principio no. Al principio fue todo puro cuento. Astutamente se hizo circular rumores de que se ejecutaba a la gente, pero en realidad nadie conocía a una sola persona que hubiese sido ejecutada. McCabe se lo pasó en grande profiriendo sanguinarias amenazas contra los bokononistas, algo que era todo el mundo. Y Bokonon se buscó un acogedor escondite en la jungla donde escribía y predicaba todo el día, y comía manjares que sus discípulos le traían. McCabe organizó entonces a todos los parados, algo que prácticamente era todo el mundo, en grandes grupos de cazadores de Bokonon. Más o menos cada seis meses, McCabe anunciaba triunfalmente que Bokonon estaba rodeado de un cerco de acero que implacablemente se iba cerrando. Y entonces los líderes del implacable cerco debían informar a McCabe, apenados y apopléjicos, de que Bokonon había hecho lo imposible. ¡Se había escapado, se había evaporado, había vivido para predicar un día más! ¡Milagro!
—McCabe y Bokonon no lograron elevar lo que todo el mundo entiende por nivel de vida —dijo Castle—. La realidad era que la vida era tan corta y tan salvaje y tan ruin como siempre. Pero la gente ya no tenía que prestar tanta atención a la amarga realidad. Conforme fue aumentando la leyenda viviente del cruel tirano de la ciudad y la del benévolo santo de la jungla, fue asimismo aumentando la felicidad de la gente. Todos estaban contratados como actores con dedicación exclusiva en una obra que entendían, una obra que cualquier ser humano de cualquier parte entendía y aplaudía.
—O sea, que la vida se convirtió en una obra de arte —dije maravillado.
—Sí. Sólo había un problema.
—¿Ah sí?
—El drama era muy violento para el alma de los dos actores principales, McCabe y Johnson. De jóvenes, se habían asemejado mucho más, los dos habían sido mitad ángel, mitad pirata. Pero el drama exigía que la mitad pirata de Bokonon y la mitad angelical de McCabe se marchitaran, y tanto McCabe como Bokonon pagaron un precio espantoso, el de la agonía, a cambio de la felicidad del pueblo. McCabe conociendo la agonía del tirano, y Bokonon conociendo la agonía del santo. Ambos se volvieron, para todos los efectos, dementes.
Castle encorvó el dedo índice de su mano izquierda.
—Y fue entonces cuando la gente empezó de verdad a morir en el
ga-a-a-nchuh
.
—¿Y nunca atraparon a Bokonon? —pregunté.
—McCabe no se volvió nunca tan loco. Nunca hizo un esfuerzo realmente serio para atrapar a Bokonon. Habría sido muy fácil.
—¿Por qué no le atrapó?
—McCabe estuvo siempre lo bastante cuerdo para darse cuenta de que sin el hombre sagrado contra quien luchar, su propia existencia se convertiría en algo carente de sentido. «Papá» Monzano también piensa así.
—¿Y la gente sigue muriendo en el gancho?
—Es una fatalidad inevitable.
—Me refiero —dije— a si «papá» realmente ejecuta a la gente de ese modo.
—Ejecuta a uno cada dos años, sólo para que no decaiga el asunto, por decirlo de algún modo. —Suspiró levantando la mirada hacia el cielo del atardecer—. Tela, tela, tela.
—¿Cómo dice?
—Es lo que decimos los bokononistas —dijo— cuando tenemos la sensación de que suceden cosas misteriosas.
—¿Usted? —me quedé asombrado— ¿También usted es bokononista?
Se quedó mirándome sin alterarse.
—Y usted también, ya se dará cuenta.
Angela y Newt estaban en la terraza colgante con Julian Castle y conmigo. Tomábamos unos cócteles. Frank aún no había pronunciado palabra.
Tanto Angela como Newt, por lo que vi, eran bebedores empedernidos. Castle me contó que su época de playboy la había pagado con un riñón, y que desgraciadamente se veía obligado, por fuerza, a limitarse a beber ginger ale.
Angela, cuando ya llevaba unas cuantas copas en el cuerpo, se quejó de cómo había estafado la sociedad a su padre.
—Con todo lo que él dio, qué poco le dieron.
Le insistí para que me diera algunos ejemplos de la mezquindad del mundo y obtuve algunas cifras exactas.
—La Compañía General de Forjas y Fundiciones le daba una prima de cuarenta y cinco dólares por cada patente que produjera su trabajo —dijo Angela—. Es la misma prima que les pagan a todos los de la empresa. —Meneó la cabeza lastimeramente—. ¡Cuarenta y cinco dólares, piense por un momento para qué fueron algunas de esas patentes!
—Uhmm —dije—. Me imagino que tendría también un sueldo.
—Lo más que ganó fue veintiocho mil dólares al año.
—Pues no está nada mal.
Angela se enfurruñó.
—¿Sabe lo que ganan las estrellas de cine?
—Un montón, a veces.
—¿Sabe que el doctor Breed ganaba diez mil dólares al año más que mi padre?
—Ciertamente era una injusticia.
—Estoy harta de injusticias.
Estaba tan chillonamente atormentada que cambié de tema. Le pregunté a Julian Castle qué habría sido, según él, del cuadro que había tirado cascada abajo.
—Hay una aldea allá abajo —me dijo—, mejor dicho, cinco o diez chozas. Y a propósito, es ahí donde nació «papá» Monzano. La cascada va a parar a un gran cuenco de piedra.
—Los aldeanos tienen una red hecha con tela metálica, que tienden a través de una mella que hay en el cuenco. El agua fluye por la mella y forma una corriente.
—Y usted cree que el cuadro de Newt está ahora en la red, ¿no? —pregunté.
—Este es un país pobre, por si aún no lo ha notado —dijo Castle—. No hay nada que permanezca mucho tiempo en la red. Supongo que el cuadro de Newt estará ya secándose al sol, junto a la colilla de mi puro. Un metro cuadrado de lienzo engomado, los cuatro palos pulidos e ingleteados del tensor, algunas tachuelas también, y un puro, suponen en conjunto una buena pesca para un hombre realmente pobre.
—A veces es que me pondría a dar gritos —dijo Angela—, cuando pienso lo mucho que le pagan a otra gente y lo poco que le pagaban a mi padre con lo mucho que dio. —Angela estaba al borde de una melopea llorona.
—No llores —le suplicó Newt dulcemente.
—A veces no puedo evitarlo —dijo.
—Ve a buscar tu clarinete —le apremió Newt—. Eso siempre te alivia.
Al principio pensé que como sugerencia era bastante cómica. Pero por la reacción de Angela, me di cuenta de que la sugerencia era seria y práctica.
—Cuando me pongo así —nos dijo Angela a Castle y a mí—, a veces es lo único que me alivia.
Pero era demasiado tímida para sacar el clarinete inmediatamente. Tuvimos que estar suplicándole que tocara, y Angela tuvo que tomar dos copas más.
—Es realmente maravillosa —aseguró el pequeño Newt.
—Me encantaría oírle tocar —dijo Castle.
—Está bien —dijo Angela al final, mientras se ponía en pie tambaleándose—. Está bien, tocaré.
Cuando Angela ya no podía oírnos, Newt se disculpó por ella.
—Ha tenido una mala racha. Necesita descansar.
—¿Ha estado enferma? —pregunté.
—Su marido es endiabladamente mezquino con ella —dijo Newt. Nos hizo ver que odiaba al guapo y joven marido de Angela, el extremadamente afortunado Harrison C. Conners, presidente de Fabri-Tek—. Su marido aparece por casa raras veces, y cuando aparece, va borracho y generalmente cubierto de carmín.