El xilófono de Mona estaba cerca de la cama. Al parecer, la noche anterior Mona había intentado aliviar a «papá» con música.
—¿«Papá»? —susurró Frank.
—Adiós —jadeó «papá». Sus ojos ciegos se le abrían de par en par.
—He traído a un amigo.
—Adiós.
—Va a ser el próximo presidente de San Lorenzo. Será mucho mejor presidente de lo que habría sido yo.
—¡Hielo! —gimoteó «papá».
—Pide hielo —dijo Von Koenigswald—, y cuando se lo traemos no lo quiere.
«Papá» hizo girar sus ojos. Relajó el cuello, quitándose el peso de su cuerpo, que reposaba sobre la coronilla, y volvió entonces a arquear el cuello.
—Da igual —dijo— quién sea el presidente de... —No terminó.
Yo terminé por él.
—¿San Lorenzo?
—San Lorenzo —asintió. Se las ingenió para sonreír de un modo criminal—. Buena suerte —graznó.
—Gracias, señor —dije.
—¡Da igual! Bokonon. Coja a Bokonon.
Traté de dar una respuesta sofisticada a esto último. Recordé que, por el bien del pueblo, había que perseguir siempre a Bokonon, pero no había que atraparle nunca.
—Le cogeré.
—Dígale...
Me acerqué algo más con el fin de oír el mensaje de «papá» para Bokonon.
—Dígale que lamento no haberle matado —dijo «papá».
—Se lo diré.
—
Usted
lo matará.
—Sí, señor.
«Papá» consiguió controlar su voz lo suficiente para dar la orden.
—¡Pero
de verdad
!
Yo no dije nada. No estaba ansioso por matar a nadie.
—Le enseña al pueblo mentiras y más mentiras, una tras otra. Mátele y enseñe al pueblo la verdad.
—Sí, señor.
—Usted y Hoenikker, enséñenle al pueblo la ciencia.
—Sí, señor. Lo haremos —le prometí.
—La ciencia es una magia que
funciona
.
Se quedó callado, relajado, cerró los ojos, y entonces susurró:
—Las honras fúnebres.
Von Koenigswald dijo que pasara el doctor Vox Humana. El doctor Vox Humana sacó el calmado pollo de la sombrerera, y se preparó para oficiar las honras fúnebres cristianas tal y como él las concebía.
«Papá» abrió un ojo.
—Usted no —le escupió—, ¡fuera de aquí!
—¿Cómo dice? —preguntó el doctor Vox Humana.
—Soy un miembro de la fe bokononista —resolló «papá»—. ¡Fuera de aquí, maldito cristiano!
De modo que tuve el privilegio de presenciar los últimos sacramentos de la fe bokononista.
Hicimos un esfuerzo por encontrar a alguien, entre los soldados o entre el servicio, que admitiera conocer los últimos sacramentos y se los oficiara a «papá». No conseguimos ningún voluntario, lo cual no era nada sorprendente, con un gancho y un calabozo tan cerca.
Entonces el doctor Von Koenigswald dijo que él podría intentarlo. Nunca había oficiado los últimos sacramentos, pero había visto hacerlo a Julian Castle cientos de veces.
—¿Es usted bokononista? —le pregunté.
—Estoy de acuerdo con una idea bokononista: todas las religiones, incluida el bokononismo, sólo son mentiras.
—¿Y le resultará a usted molesto, en tanto que científico —pregunté— llevar a cabo un ritual como este?
—Soy un científico muy malo. Haré cualquier cosa con tal de que un hombre se sienta mejor, aunque sea algo acientífico, y ningún científico que se precie diría algo así.
Y se subió al bote dorado con «papá». Se sentó en la popa, pero la estrechez del ángulo le obligó a tener la dorada caña del timón bajo un brazo.
Von Koenigswald llevaba sandalias sin calcetines, y se las quitó. Entonces replegó las mantas a la altura de los pies de la cama, dejando al desnudo los pies de «papá». Apoyó las plantas de sus pies a las de los pies de «papá», adoptando la posición clásica del
boko-maru
.
—
Tioz creú el-parru
—canturreó el doctor Von Koenigswald.
—
Tioz criú el parro
—dijo a modo de eco «papá» Monzano.
«Dios creó el barro», era lo que habían dicho, cada uno en su dialecto. Ahora dejaré a un lado los dialectos de la letanía.
—Dios se sintió solo —dijo Von Koenigswald.
—Dios se sintió solo.
—De modo que Dios le dijo a una parte del barro: «¡Levántate!»
—De modo que Dios le dijo a una parte del barro: «¡Levántate!»
—«Mira todo lo que he creado», dijo Dios, «las montañas, el mar, el cielo, las estrellas.»
—«Mira todo lo que he creado», dijo Dios, «las montañas, el mar, el cielo, las estrellas.»
—Y yo fui parte del barro que tuvo que levantarse y mirar a mi alrededor.
—Y yo fui parte del barro que tuvo que levantarse y mirar a mi alrededor.
—Qué suerte la mía, qué suerte la del barro.
—Qué suerte la mía, qué suerte la del barro. —Por las mejillas de «papá» fluían las lágrimas.
—Yo, barro, me levanté y vi la buena obra que Dios había hecho.
—Yo, barro, me levanté y vi la buena obra que Dios había hecho.
—Va muy bien, Dios.
—Va muy bien, Dios —dijo «papá» con toda su alma.
—Dios, sólo Tú podrías haberlo hecho. Te aseguro que yo no habría podido.
—Dios, sólo Tú podrías haberlo hecho. Te aseguro que yo no habría podido.
—A Tu lado me siento muy poco importante.
—A Tu lado me siento muy poco importante.
—El único modo de poder sentirme mínimamente importante es pensar en todo el barro que ni siquiera llegó a levantarse y mirar a su alrededor.
—El único modo de poder sentirme mínimamente importante es pensar en todo el barro que ni siquiera llegó a levantarse y mirar a su alrededor.
—Cuánto conseguí yo, y qué poco consiguió la mayor parte del barro.
—Cuánto conseguí yo, y qué poco consiguió la mayor parte del barro.
—¡
Cra-sias pur-el go-nó
! —exclamó Von Koenigswald.
—¡
Cre-sies pour-le gu-nó
! —se asfixiaba «papá».
Lo que habían dicho era: «¡Gracias por el honor!»
—Ahora el barro vuelve a yacer y se va a dormir.
—Ahora el barro vuelve a yacer y se va a dormir.
—¡Y que el barro tenga estos recuerdos!
—¡Y que el barro tenga estos recuerdos!
—¡Cuántas variedades interesantes de barro erguido conocí!
—¡Cuántas variedades interesantes de barro erguido conocí!
—Amé todo lo que vi.
—Amé todo lo que vi.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Ahora iré al cielo.
—Ahora iré al cielo.
—Apenas puedo esperar...
—Apenas puedo esperar...
—Saber con seguridad lo que fue mi
wampeter
...
—Saber con seguridad lo que fue mi
wampeter
...
—Y quién estaba en mi
karass
...
—Y quién estaba en mi
karass
...
—Y todas las buenas obras que nuestro
karass
hizo por ti.
—Y todas las buenas obras que nuestro
karass
hizo por ti.
—Amén.
—Amén.
Pero «papá» no murió ni fue al cielo, no aquel día.
Le pregunté a Frank cuál sería el mejor momento para anunciar mi ascenso a la presidencia. Pero Frank no era de gran ayuda, no tenía ideas. Lo dejó todo en mis manos.
—Yo creía que ibas a respaldarme —protesté.
—Sólo en lo referente a asuntos
técnicos
. —Frank era muy rígido a ese respecto. Yo no debía violar su integridad como técnico, y no debía hacerle exceder los límites de su trabajo.
—Ya.
—Trata a la gente como quieras, por mí no hay problema. Eso es responsabilidad
tuya
.
Me chocaba y me irritaba que Frank abdicara de todo lo humano de ese modo tan brusco, por lo que le dije con sarcasmo intencionado:
—¿Te molestaría decirme, de un modo puramente técnico, qué está previsto para el día de hoy?
Y obtuve una respuesta estrictamente técnica:
—Reparar el grupo electrógeno y organizar el espectáculo aéreo.
—¡Vaya! Entonces, uno de mis primeros triunfos como presidente será devolverle la electricidad a mi pueblo.
Frank no le vio la gracia, y se cuadró ante mí.
—Lo intentaré, señor. Haré todo lo que pueda por usted, señor. Pero no puedo asegurarle cuánto tiempo necesitaremos antes de que el país vuelva a dar frutos, señor.
—Eso es lo que quiero, un país fructífero.
—Haré lo que pueda, señor. —Frank volvió a cuadrarse.
—¿Y eso del espectáculo aéreo? —pregunté— ¿Qué es?
Obtuve otra rígida respuesta.
—Señor, a la una de esta tarde, seis aviones de las Fuerzas Aéreas Sanlorenzanas sobrevolarán el palacio y dispararán contra objetivos marítimos. Es parte de la celebración del Día de los Cien Mártires caídos por la Democracia. El embajador americano proyecta asimismo echar una corona de flores al mar, señor.
De modo que decidí, provisionalmente, que Frank anunciara mi apoteosis inmediatamente a continuación de la ceremonia de la corona de flores y del espectáculo aéreo.
—¿Qué te parece? —le dije a Frank.
—Usted manda, señor.
—Creo que será mejor que tenga un discurso preparado —le dije—. Con algún tipo de juramento inserto, para darle un aire solemne, oficial.
—Usted manda, señor. —Cada vez que Frank pronunciaba esas palabras, parecían proceder de más y más lejos, como si descendiendo por los peldaños de una escalera se adentrara en un profundo pozo, y yo, en cambio, estuviese obligado a permanecer arriba.
Y descubrí con pesar que el hecho de que yo hubiese aceptado ser el jefe, le proporcionaba a Frank total libertad para hacer lo que más deseaba hacer en el mundo, para hacer lo que había hecho su padre: recibir los honores y todos los bienes materiales, y escapar al mismo tiempo de cualquier responsabilidad humana. Con su descenso a un calabozo espiritual, lo estaba consiguiendo.
De modo que redacté mi discurso en una sala redonda y desnuda, al pie de una torre. Había una mesa y una silla. Y el discurso que redacté era también redondo y desnudo, así como escaso en florituras.
Era un discurso optimista. Era humilde.
Y me resultó imposible no contar con el apoyo de Dios. Anteriormente nunca había necesitado tal apoyo, y por lo tanto nunca había creído que tal apoyo estuviese a mi disposición.
Ahora bien, vi que tenía que creer en ello, y creí.
Por otra parte, necesitaría la ayuda de la gente. Solicité una lista de los invitados que asistirían a los actos y vi que Julian Castle y su hijo no figuraban. Envié a unos mensajeros para que les invitaran inmediatamente, ya que sabían de mi pueblo más que nadie, excepción hecha de Bokonon.
En cuanto a Bokonon...
Consideré el pedirle que se uniera a mi gobierno, lo cual ocasionaría una especie de bonanza para mi pueblo. Y pensé en ordenar que se quitara inmediatamente, en medio de un gran regocijo, el terrible gancho que colgaba fuera, en las puertas del palacio.
Pero entonces caí en la cuenta de que una bonanza debía ofrecer algo más que un santo en una situación de poder. También debía haber un montón de manjares que comer, para todo el mundo; y bonitas viviendas, para todo el mundo; y buenas escuelas y una buena salud y buenos tiempos, para todo el mundo; y trabajo para todo aquel que quisiera trabajar, cosas que Bokonon y yo no estábamos en situación de ofrecer.
De modo que el bien y el mal debían seguir separados, el bien en la jungla, y el mal en palacio. Y el posible entretenimiento que hubiese en eso, era todo lo que podíamos proporcionar a la gente.
Alguien llamó a la puerta. Un criado me dijo que los invitados habían empezado a llegar.
De modo que me metí el discurso en el bolsillo y subí la escalera de caracol de la torre. Llegué a la almena más alta de mi castillo y contemplé a mis invitados, a mis criados, a mi acantilado y a mi templado mar.
Cuando pienso en toda aquella gente que estaba en la más alta de mis almenas, pienso en el «Calipso ciento diecinueve» de Bokonon, en el que nos invita a cantar con él:
¿Dónde andará mi pandilla?
Le oí a un hombre triste decir.
Y le susurré al oído
Tu pandilla ya anda lejos de aquí.
Allí se encontraban el embajador Horlick Minton y su señora; H. Lowe Crosby, el fabricante de bicicletas, y su Hazel; el humanitario y filántropo Julian Castle y su hijo Philip, escritor y hotelero; el pequeño Newton Hoenikker, el pintor de cuadros, y su musical hermana, Mrs. Harrison C. Conners; mi celestial Mona; el comandante general Franklin Hoenikker, y un conjunto de veinte burócratas y militares sanlorenzanos.
Muertos, en estos momentos, casi todos muertos.
Como dice Bokonon: «Nunca es un error decir adiós.»
Había un
buffet
en mis almenas, un
buffet
cargado de manjares del país: currucas asadas metidas en abriguitos hechos con sus propias plumas de un color verde azulado, cangrejos de tierra color lavanda extraídos de sus caparazones, desmenuzados y fritos con aceite, y metidos de nuevo en sus caparazones, alevines de barracuda rellenos de pasta de plátano, y sobre galletas de harina de maíz, sin levadura y sin sazonar, bocaditos de albatros hervido.
Resultaba, según me dijeron, que al albatros le habían disparado desde la misma atalaya donde se encontraba el
buffet
.
Se ofrecieron dos bebidas, las dos sin hielo: Pepsi-Cola y ron del país. La Pepsi-Cola se servía en copas altas de plástico, y el ron se servía en cortezas de coco. Fui incapaz de identificar el dulce aroma del ron, aunque no sé por qué, me recordaba mi adolescencia.
Frank sí pudo decirme el nombre del aroma.
—Acetona.
—¿Acetona?
—Se utiliza en la cola para maquetas de aviones.
No bebí ron.
El embajador Minton hizo todo un saludo diplomático y glotón con su coco, aparentando adorar a toda la humanidad, y adorar todas las bebidas que la sustentaban, pero no le vi beber, y casualmente, llevaba consigo un tipo de bulto que no había visto nunca. Un bulto semejante al estuche de una trompa, cuyo contenido resultó ser la corona de flores conmemorativa que se iba a lanzar al mar.