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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Cuna de gato (20 page)

BOOK: Cuna de gato
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A la única persona que vi bebiendo ron fue a H. Lowe Crosby, que evidentemente carecía del sentido del olfato. Crosby estaba disfrutando, bebiéndose la acetona que tenía en su coco, sentado encima de un cañón y taponándole la boca al cañón con su gran trasero. Estaba contemplando el mar a través de un enorme par de gemelos japoneses. Contemplaba los objetivos instalados sobre corchos que se tambaleaban anclados a poca distancia de la costa.

Los objetivos eran recortes de cartón con forma humana.

Los seis aviones de las Fuerzas Aéreas Sanlorenzanas tenían que bombardear y disparar contra esos objetivos, en lo que sería una demostración de poder.

Cada objetivo era la caricatura de algún personaje real, y el nombre del personaje estaba pintado por delante y por detrás del objetivo.

Pregunté quién era el caricaturista y me enteré de que era el doctor Vox Humana, el sacerdote cristiano. Estábamos juntos codo con codo.

—No sabía que también tenía usted talento para estas cosas.

—Ah sí. De joven me costó mucho decidir qué camino seguir.

—Creo que su elección fue la correcta.

—Pedí ayuda del cielo.

—Y la obtuvo.

H. Lowe Crosby le pasó los gemelos a su mujer.

—El que está más cerca es el Joe Stalin, y el Fidel Castro está anclado justo a su lado.

—También está Hitler —dijo Hazel encantada, con una risita—. Y Mussolini, y un japonés.

—Y está Karl Marx.

—Y el káiser Guillermo con su sombrero con punta y todo —dijo Hazel amorosamente—. No esperaba volver a verle.

—Y está Mao. ¿Ves a Mao?

—¿No
le
van a dar? —preguntó Hazel— ¿No
le
van a dar la mayor sorpresa de su vida? Han tenido una idea muy graciosa.

—Prácticamente han puesto a todos los enemigos que la libertad ha tenido —declaró H. Lowe Crosby.

103
Opinión de un médico sobre los efectos de una huelga de escritores

Ninguno de los invitados sabía todavía que yo iba a ser el presidente. Ninguno sabía cuán cerca de la muerte estaba «papá». Frank anunció oficialmente que «papá» descansaba cómodamente y que enviaba a todos muchos saludos.

El programa de actos incluía, como anunció Frank, que el embajador Minton lanzara su corona de flores al mar, en honor a los Cien Mártires. Acto seguido, los aviones dispararían contra los objetivos instalados en el mar, y finalmente el mismo Frank diría unas palabras.

Pero no anunció a los presentes que inmediatamente después de su discurso, habría un discurso pronunciado por mí.

O sea, que me había tratado como a un periodista invitado. Me dediqué por lo tanto a
granfallonear
de un lado para otro inofensivamente.

—¿Qué hay, mami? —le dije a Hazel Crosby.

—¡Hombre, si es mi chico! —Hazel me dio un perfumado abrazo y le dijo a todo el mundo—: ¡Este chico en un
hoosier
!

Los Castle, padre e hijo, se mantenían separados del resto de los asistentes. Después de tanto tiempo de no ser recibidos en el palacio de «papá», ahora sentían curiosidad por saber el motivo de haber sido invitados.

El joven Castle me llamó «notición».

—Buenos días, notición. ¿Qué hay de nuevo en el juego de las palabras?

—Lo mismo podría preguntarle yo a usted —respondí.

—Estoy pensando en convocar una huelga general de escritores hasta que la humanidad recobre por fin el sentido. ¿La apoyaría usted?

—¿Acaso los escritores tienen derecho a la huelga? Sería igual que una huelga de policías o bomberos.

—O de profesores de universidad.

—O de profesores de universidad —confirmé y meneé la cabeza—. No, no creo que mi conciencia me permitiera apoyar una huelga semejante. Cuando un hombre se hace escritor, creo que asume la sagrada obligación de crear belleza, cultura y bienestar a toda máquina.

—Es que no dejo de pensar en el impacto que causaría en la gente el que de pronto no hubiese más libros nuevos, más obras nuevas, nuevas historiografías, poemas nuevos...

—¿Y se sentiría usted orgulloso cuando la gente empezara a caer como moscas? —pregunté.

—Antes se morirían como perros rabiosos, creo yo, gruñéndose y clavándose los dientes unos a otros, y mordiéndose la cola.

Me volví al mayor de los Castle.

—Señor, ¿cómo muere un hombre cuando se le priva del consuelo de la literatura?

—De uno de estos modos —dijo—: de petrificación del corazón o de atrofia del sistema nervioso.

—Supongo que ninguno de los dos será muy agradable —insinué.

—No —dijo el mayor de los Castle—. Ustedes dos, por el amor de Dios, sigan escribiendo,
por favor
.

104
Sulfatiazol

Mi celestial Mona no se me acercó, ni me incitó con miradas lánguidas para que acudiera a su lado. Se puso de anfitriona, presentando a Angela y a Newt a los sanlorenzanos.

Cuando reflexiono ahora sobre el significado de esa chica y recuerdo su indiferencia ante el colapso de «papá» y ante nuestros esponsales, dudo si darle una estimación sublime o mediocre.

¿Representaba la forma más elevada de la espiritualidad femenina?

¿O era una anestesiada, una frígida, una pardilla, ¡vamos!, una aturullada adicta al xilófono, al culto de la belleza y al
boko-maru
?

Nunca lo sabré.

Bokonon nos dice:

Los amantes son mentirosos,

Que a sí mismos se mienten.

Los honrados carecen de pasión,

Y como ostras son sus ojos.

O sea, que mis órdenes están claras, supongo. Debo recordar a Mona como a un ser sublime.

—Dígame —apelé al joven Philip Castle, en el Día de los Cien Mártires caídos por la Democracia—, ¿ha hablado usted hoy con su amigo y admirador H. Lowe Crosby?

—No me ha reconocido con traje, zapatos y corbata —respondió el joven Castle—, ya hemos tenido una agradable charla sobre bicicletas. Quizá tengamos otra.

Descubrí que ya no me parecía divertido que Crosby quisiera fabricar bicicletas en San Lorenzo. Como autoridad suprema de la isla, quería ardientemente una fábrica de bicicletas. De un modo repentino, se despertó en mí un gran respeto por lo que era H. Lowe Crosby y por lo que este podía hacer.

—¿Cómo cree usted que el pueblo de San Lorenzo se tomaría la industrialización? —le pregunté a los Castle, padre e hijo.

—El pueblo de San Lorenzo —me dijo el padre— sólo está interesado en tres cosas: en la pesca, en la fornicación y en el bokononismo.

—¿No cree usted que se interesarían por el progreso?

—Ya saben un poco lo que es. Sólo hay un aspecto del progreso que realmente les entusiasma.

—¿Cuál?

—La guitarra eléctrica.

Pedí disculpas y volví a reunirme con los Crosby.

Frank Hoenikker estaba con ellos, explicándoles quién era Bokonon y de qué estaba en contra.

—Está en contra de la ciencia.

—¿Cómo alguien, en su sano juicio, puede estar en contra de la ciencia? —preguntó Crosby.

—En estos momentos yo estaría muerta si no fuera por la penicilina —dijo Hazel—. Y mi madre también.

—¿Qué edad tiene su madre? —pregunté.

—Ciento seis años. ¿No es maravilloso?

—Sí, lo es —dije conforme.

—Y también estaría viuda si no fuera por la medicina que le dieron aquella vez a mi marido —dijo Hazel. Tuvo que preguntarle a su marido el nombre de la medicina—. Cariño, ¿cómo se llamaba la sustancia esa que te salvó la vida aquella vez?

—Sulfatiazol.

Y cometí el error de coger un canapé de albatros de una bandeja que pasaba.

105
El quitadolores

Dio la casualidad, «se supone que dio la casualidad», diría Bokonon, de que la carne de albatros me sentó tan mal que me puse enfermo en cuanto tragué el primer bocado. Me vi obligado a bajar al galope por la escalera de caracol en busca de un cuarto de baño. Me serví de uno que estaba contiguo a la alcoba de «papá».

Salía arrastrándome, algo aliviado, cuando me encontré con el doctor Schlichter von Koenigswald, que venía del dormitorio de «papá». Tenía una mirada salvaje. Me cogió por el brazo y me gritó:

—¿Qué es eso? ¿Qué era lo que llevaba colgado al cuello?

—¿Cómo dice?

—¡Se lo ha tomado! Sea lo que fuera lo que había en ese cilindro, «papá» se lo ha tomado y ahora está muerto.

Me acordé del cilindro que «papá» llevaba colgado al cuello, e hice una conjetura obvia de lo que podía contener.

—¿Cianuro?

—¿Cianuro? ¿El cianuro convierte a un hombre en cemento en un segundo?

—¿Cemento?

—¡Mármol! ¡Hierro! En mi vida he visto un cadáver tan rígido. ¡Golpéele usted donde quiera y obtendrá un sonido de marimba! ¡Venga, venga! —Von Koenigswald me llevó a empujones hasta el dormitorio de «papá».

En la cama, en el bote dorado, había un espectáculo repugnante. «Papá» estaba muerto, pero su cadáver no era de esos que uno dice: «por fin ha descansado».

«Papá» tenía la cabeza doblada hacia atrás de un modo inaudito. Todo su peso descansaba, en la coronilla y en las plantas de los pies, y el resto del cuerpo formaba un puente cuyo arco se levantaba hacia el techo. Su forma era la de un morillo.

Era obvio que había muerto de lo que contenía el cilindro que llevaba al cuello, ya que en una mano sostenía el cilindro, que estaba destapado, y tenía los dedos pulgar e índice de la otra mano clavados entre los dientes, como si acabasen de soltar una pizca de alguna cosa.

El doctor Von Koenigswald deslizó el escálamo, sacándolo del reborde del bote dorado, le dio unos golpecitos a «papá» en la barriga con el escálamo de acero y, ciertamente, «papá» hacía el ruido de una marimba.

Y «papá» tenía los labios, las narices y los globos de los ojos vidriosos, cubiertos de una escarcha blanca azulada.

Ahora estos síntomas ya no son ninguna novedad, bien lo sabe Dios, pero en aquel momento sí lo fueron. «Papá» Monzano era el primer hombre de la historia que moría de
hielo-nueve
.

Apunto este hecho por si puede ser de algún valor. «Anótalo todo», dice Bokonon, y lo que nos está diciendo en realidad, por supuesto, es lo inútil que es escribir o leer historia. «Sin unos apuntes precisos del pasado, ¿cómo esperamos que los hombres y mujeres eviten cometer graves errores en el futuro?», pregunta Bokonon irónicamente.

De modo que repito: «Papá» Monzano era el primer hombre de la historia que moría de
hielo-nueve
.

106
Lo que dicen los bokononistas cuando se suicidan

Von Koenigswald, el gran humanitario con el terrible déficit de Auschwitz en su cuenta de buenas obras, fue el segundo en morir de
hielo-nueve
.

Estaba hablando del rigor mortis, un tema que yo había sacado a colación.

—Al rigor mortis no se llega en unos segundos —afirmaba—. Le di la espalda a «papá» sólo un instante. Estaba delirando...

—¿Qué decía? —pregunté.

—Hablaba del dolor, del hielo, de Mona, de todo. Y entonces dijo: «Ahora destruiré el mundo entero.»

—¿Y qué quiso decir con eso?

—Es lo que dicen los bokononistas cuando están a punto de suicidarse. —Von Koenigswald se dirigió a una palangana llena de agua, con la intención de lavarse las manos—. Cuando me volví a mirarlo —me dijo Von Koenigswald, con las manos suspendidas en el agua—, estaba muerto, tan duro como una estatua, igual como le ha visto usted. Y le pasé los dedos por los labios, tenían un aspecto tan extraño...

Von Koenigswald metió las manos en el agua.

—¿Qué producto químico podría...? —La pregunta fue desvaneciéndose.

Von Koenigswald levantó las manos, llevándose detrás toda el agua de la palangana. Ya no era agua, sino un hemisferio de
hielo-nueve
.

Von Koenigswald tocó con la punta de su lengua el enigma blanco azulado.

En sus labios floreció la escarcha. Se quedó sólidamente congelado. Se tambaleó y se desplomó.

El hemisferio blanco azulado se hizo pedazos. Los trozos saltaron por todo el suelo.

Yo me dirigí a la puerta y me desgañité pidiendo ayuda.

Los soldados y los criados vinieron corriendo.

Les ordené que trajesen a Frank, a Newt y a Angela inmediatamente a la habitación de «papá». ¡Por fin había visto el
hielo-nueve
!

107
¡Mirad, recrearos!

Dejé que los tres hijos de Felix Hoenikker entraran al dormitorio de «papá» Monzano. Cerré la puerta y me apoyé contra ella. Yo estaba de un humor amargo y grandioso. Ya sabía lo que era el
hielo-nueve
. Lo había visto con frecuencia en mis sueños.

No había duda de que Frank le había dado el
hielo-nueve
a «papá». Y parecía seguro que si Frank estimó oportuno darle el
hielo-nueve
, también participaban Angela y el pequeño Newt.

De modo que les eché la bronca a los tres, pidiéndoles explicaciones por su monstruosa criminalidad. Les dije que les había descubierto y que lo sabía todo acerca de ellos y acerca del
hielo-nueve
. Intenté asustarles diciendo que el
hielo-nueve
era un medio de acabar con la vida en la tierra. Les impresioné tanto, que ni siquiera pensaron en preguntarme cómo sabía lo del
hielo-nueve
.

—¡Mirad, recrearos!

Bueno, como nos dice Bokonon: «Dios nunca escribió una buena obra dramática en Su Vida.» A la escena de la habitación de «papá» no le faltaron hechos y refuerzos espectaculares, y mi discurso de apertura fue el adecuado.

Sin embargo, la primera respuesta de uno de los Hoenikker destruyó toda la magnificencia.

El pequeño Newt vomitó.

108
Frank nos dice qué hacer

Y entonces todos quisimos vomitar.

Ciertamente, Newt había hecho lo que era de esperar.

—No podía estar más de acuerdo —le dije a Newt. Y les dije cabreado a Angela y a Frank—. Ahora que sabemos la opinión de Newt, me gustaría oír la de ustedes.

—Ech —dijo Angela, encogiéndose y con la lengua fuera. Se había puesto color masilla.

—¿También es esa su opinión? —le pregunté a Frank—. General, ¿son esas sus palabras? ¿Ech?

Frank enseñaba los dientes, los tenía apretados, y respiraba de un modo superficial y sibilante a través de ellos.

—Igual que el perro —murmuró el pequeño Newt, con la mirada baja puesta en Von Koenigswald.

BOOK: Cuna de gato
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