Cuna de gato (21 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Cuna de gato
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—¿Qué perro?

Newt susurró la respuesta. Fue un susurro en el que apenas se oyó el viento. Pero la acústica de aquella habitación con muros de piedra era tal, que todos pudimos oír el susurro con la claridad del repique de una campana de cristal.

—En Nochebuena, cuando murió mi padre.

Newt hablaba consigo mismo, y cuando le pedí que me hablara del perro, la noche en que murió su padre, se me quedó mirando como si me hubiese infiltrado en un sueño. Le parecí irrelevante.

Su hermano y su hermana, sin embargo, sí formaban parte del sueño, y en lo más profundo de su pesadilla, habló con su hermano. Le dijo a Frank:

—Tú se lo diste.

—Así es como conseguiste este trabajito, ¿verdad? —le preguntó Newt a Frank, perplejo—. ¿Qué le contaste, que tenías algo mejor que la bomba H?

Frank ignoró la pregunta. Sólo miró atentamente a su alrededor, abarcando toda la habitación. Aflojó los dientes, y empezó a chasquearlos rápidamente, parpadeando a cada chasquido. Estaba recobrando el color, y esto fue lo que dijo:

—Vamos, hay que limpiar todo esto.

109
Frank se defiende

—General —le dije a Frank—, esa debe de ser una de las declaraciones más convincentes hechas este año por un comandante general. Como mi asesor técnico, ¿de qué modo
nos
recomienda, tal y como usted ha muy bien señalado, «limpiar todo esto»?

Frank me dio una respuesta directa. Chasqueó los dedos y le vi apartarse de la causa de todo este desorden, identificándose, con orgullo y energía crecientes, con los purificadores, salvadores del mundo y hombres de la limpieza.

—Escobas, recogedores, un soplete, un hornillo y cubos —ordenó chasqueando los dedos una y otra vez.

—¿Pretende usted emplear el soplete para los cuerpos? —pregunté.

Frank estaba tan cargado de pensamientos técnicos que prácticamente zapateaba al ritmo de sus dedos.

—Barreremos los pedazos grandes del suelo, los fundiremos en un cubo encima del hornillo. Después recorreremos cada centímetro cuadrado del suelo con el soplete, por si acaso queda algún cristal microscópico. En cuanto a los cuerpos y a la cama... —Frank tuvo que pensar un poco más.

»¡Una pira funeraria! —exclamó, realmente satisfecho de sí mismo—. Haré construir fuera una pira funeraria enorme, y haremos que saquen los cuerpos y la cama y los echen encima.

Y emprendió su marcha para ordenar que construyeran la pira funeraria y buscar todo lo que necesitábamos para limpiar la habitación.

Angela le detuvo.

—¿Cómo
pudiste
? —quiso saber Angela.

Frank se liberó de los brazos de su hermana. Su sonrisa vítrea desapareció y por un instante se puso desdeñosamente repugnante, instante en que le dijo a Angela con todo el desprecio posible:

—¡Me compré un empleo, igual que tú te compraste un marido ardiente y Newt se compró una semana en Cape Cod con una enana rusa!

Frank recuperó su sonrisa vítrea.

Y se marchó, dando un portazo.

110
El decimocuarto libro

«A veces el
pool-pah
—nos dice Bokonon—, excede la capacidad humana de hacer comentarios.» Bokonon, en un momento dado de
Los libros de Bokonon
, traduce
pool-pah
como «una tormenta de mierda» y en otro momento, como «la cólera de Dios».

Por lo que Frank había dicho antes de dar el portazo, deduje que la República de San Lorenzo y los tres Hoenikker, no eran los únicos que tenían
hielo-nueve
. Por lo visto, los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas también lo tenían. Los Estados Unidos lo habían conseguido a través del marido de Angela, cuyas instalaciones en Indianapolis estaban, comprensiblemente, rodeadas de vallas electrificadas y pastores alemanes homicidas. Y la Rusia Soviética se había hecho con el
hielo-nueve
a través de la pequeña Zinka de Newt, la atractiva duende del ballet ucraniano.

No pude hacer comentario alguno.

Incliné la cabeza y cerré los ojos. Y esperé a que Frank regresara con las humildes herramientas necesarias para limpiar un dormitorio que, entre todos los dormitorios del mundo, era un dormitorio infectado de
hielo-nueve
.

Y en algún rincón de aquel olvido violeta y aterciopelado, oí que Angela me decía algo. No fue algo en su propia defensa, fue en defensa del pequeño Newt:

—Newt no se lo dio a esa mujer. Ella lo
robó
.

Encontré que la explicación carecía de interés.

«¿Qué esperanza puede tener la humanidad —pensé— cuando hay hombres como Felix Hoenikker que dan juguetes como el
hielo-nueve
a niños que son tan cortos de vista como casi todos los hombres y mujeres?»

Y recordé
El decimocuarto libro de Bokonon
, que había leído íntegramente la noche anterior.
El decimocuarto libro
se titula «¿Qué puede esperar un hombre sensato de los hombres del planeta, dadas las experiencias del último millón de años?»

Leer
El decimocuarto libro
no lleva mucho tiempo. Consiste en una palabra y un punto.

Dice así:

«Nada.»

111
Paréntesis

Frank regresó con escobas y recogedores, un soplete y un hornillo de petróleo, un cubo viejo y guantes de plástico.

Nos pusimos los guantes para que las manos no se nos contaminaran de
hielo-nueve
. Frank instaló el xilófono de la celestial Mona y puso el respetable cubo encima.

Del suelo recogimos los pedazos más grandes de
hielo-nueve
, los echamos al humilde cubo, y se derritieron. Se convirtieron en la respetable y dulce agua de siempre.

Angela y yo barrimos el suelo, y el pequeño Newt buscó por debajo de los muebles cualquier fragmento de
hielo-nueve
que se nos pudiese haber escapado. Frank iba detrás de las escobas con la llama purificadora de su soplete.

La obtusa serenidad de las mujeres de la limpieza y de los conserjes que trabajan a altas horas de la noche se apoderó de nosotros. En un mundo lleno de inmundicias, nosotros al menos limpiábamos nuestro rinconcito.

Y escuché que mi voz les pedía a Newt, Angela y Frank, en un tono coloquial, que me hablasen de la Nochebuena en que murió el viejo, y que me hablasen del perro.

Y puerilmente seguros de que con la limpieza lo arreglaban todo, los Hoenikker me contaron el cuento.

El cuento decía así:

Aquel fatídico día de Nochebuena, Angela fue al pueblo a comprar lucecitas para el árbol de Navidad, y Newt y Frank se fueron a dar un paseo por la solitaria playa invernal, donde se encontraron con el Labrador negro. Era un perro simpático, como lo son todos los Labradores, y siguió a Frank y al pequeño Newt hasta casa.

Felix Hoenikker murió, murió en su silla blanca de mimbre mirando el mar, mientras sus hijos estaban fuera. El viejo había estado todo el día fastidiando a sus hijos con alusiones al
hielo-nueve
, enseñándoles el
hielo-nueve
metido en una botella con una etiqueta en la que había dibujado una calavera y unos huesos cruzados y escrito: «¡Peligro! ¡
Hielo-nueve
! ¡Mantener en lugar seco!»

Durante todo el día había estado jorobando a sus hijos, regocijándose con frases como esta: «Vamos, estrujaros un poco los sesos. Os he dicho que su punto de fusión es de 45,7 °C, y os he dicho que está compuesto sólo de hidrógeno y oxígeno, nada más. ¿Cómo se explica eso? Pensad un poco. No tengáis miedo de estrujaros los sesos. No se os van a romper.»

—Siempre estaba diciéndonos que nos estrujásemos los sesos —dijo Frank, recordando los viejos tiempos.

—Yo dejé de estrujarme los sesos a-la-edad-de-no-sé-cuán-tos-años —confesó Angela, apoyándose en su escoba—. Ni siquiera podía escucharle cuando hablaba de ciencia. Yo sólo asentía y fingía estar estrujándome los sesos, pero mis pobres sesos, en lo que a ciencia se refería, tenían menos aguante que un liguero viejo.

Al parecer, antes de sentarse en su silla de mimbre y morir, el viejo estuvo jugando a hacer amasijos en la cocina con agua, ollas, cazuelas y
hielo-nueve
. Tuvo que estar convirtiendo el agua en
hielo-nueve
y viceversa, ya que todas las ollas y todas las cazuelas estaban en las repisas de la cocina. Pero había también un termómetro para la carne, o sea, que el viejo tuvo que estar tomándole la temperatura a todo.

El viejo sólo tuvo intención de sentarse en su silla para hacer un paréntesis, ya que dejó la cocina hecha un desastre. Una cacerola de
hielo-nueve
solidificado era parte del desastre: no hay duda de que pensaba fundirlo todo, reducir el suministro de materia blanca azulada a una astilla y meterla en una botella, tras un breve paréntesis.

Pero como nos dice Bokonon: «Todo el mundo puede hacer un paréntesis, pero nadie sabe cuánto tiempo durará.»

112
El ridículo de la madre de Newt

—Nada más entrar, debería haberme dado cuenta de que estaba muerto —dijo Angela volviéndose a apoyar en su escoba—. La silla de mimbre no hacía ningún ruido. Cuando mi padre estaba sentado en ella, siempre sonaba, crujía, aunque estuviese dormido.

Pero Angela supuso que su padre estaba durmiendo y se puso a adornar el árbol de Navidad.

Newt y Frank llegaron con el Labrador. Se dirigieron a la cocina para buscar algo de comer que darle al perro, y se encontraron con los amasijos del viejo.

En el suelo había agua y el pequeño Newt cogió un trapo y secó el suelo. Después tiró el trapo empapado a la repisa.

Y dio la casualidad, de que el trapo cayó dentro de la cacerola que contenía el
hielo-nueve
.

Frank pensó que dentro de la cacerola había alguna crema para pasteles, y bajando el brazo, le enseñó la cacerola a Newt para hacerle ver lo que su descuido con el trapo había provocado.

Newt desprendió el trapo de la superficie y vio que este había adquirido una textura muy peculiar, metálica y sinuosa, como hecho de una malla dorada finamente tejida.

—El motivo por el que digo «malla dorada» —dijo el pequeño Newt en el dormitorio de «papá»— es porque me acordé enseguida del bolsito de mamá, y de la sensación que producía aquel bolsito.

Angela explicó sentimentalmente que de niño, Newt había atesorado el bolsito dorado de su madre. Llegué a la conclusión de que se trataba de un bolsito ridículo para las noches de gala.

—Me produjo una sensación tan divertida. Nunca había tocado nada igual hasta entonces —dijo Newt, examinando su antiguo cariño por el bolsito—. Me pregunto qué habrá sido de él.

—Yo me pregunto qué habrá sido de muchas cosas —dijo Angela. La pregunta sonó como un eco lejano, amargo y perdido en el tiempo.

En cualquier caso, con el trapo que producía la misma sensación que el bolsito, ocurrió que Newt se lo enseñó al perro y el perro lo lamió, quedándose tieso, congelado.

Newt fue entonces a contarle a su padre lo del perro tieso, y se dio cuenta de que su padre también estaba tieso.

113
La historia

Finalmente acabamos con todo el trabajo en el dormitorio de «papá».

Pero aún había que llevar los cuerpos hasta la pira funeraria. Decidimos que esto había que hacerlo con mucha pompa, y que debíamos posponerlo hasta que los actos en honor a los Cien Mártires caídos por la Democracia hubiesen finalizado.

Lo último que hicimos fue poner en pie a Von Koenigswald para poder descontaminar el lugar en el que había yacido. Y lo escondimos, de pie, en el ropero de «papá».

No estoy seguro de por qué lo escondimos. Supongo que para simplificar el cuadro.

El relato de cómo Newt, Angela y Frank se habían repartido el suministro mundial de
hielo-nueve
aquel día de Nochebuena, se desvaneció al llegar a los detalles del delito en sí. Los Hoenikker no recordaban haber dicho nada que justificase el haberse apropiado del
hielo-nueve
como de un objeto personal. Hablaron de lo que era el
hielo-nueve
, recordando cómo el viejo se estrujaba los sesos, pero de ética no se dijo nada.

—¿Y quién hizo el reparto? —pregunté.

Los Hoenikker tenían tan olvidados sus recuerdos del incidente que les resultaba difícil facilitarme incluso ese detalle fundamental.

—No fue Newt —dijo finalmente Angela—. De eso estoy segura.

—O fuiste tú o fui yo —reflexionó Frank tras mucho cavilar.

—Tú sacaste los tres tarros de Mason del estante de la cocina —dijo Angela—. Hasta el día siguiente no conseguimos los tres termos.

—Exacto —confirmó Frank—, y entonces tú cogiste un punzón de picar hielo y picaste el
hielo-nueve
de la cacerola.

—Exacto —dijo Angela—. Eso hice, y entonces alguien trajo del baño unas pinzas.

Newt levantó su manita.

—Fui yo.

Angela y Newt se quedaron asombrados al recordar lo emprendedor que había sido el pequeño Newt.

—Fui yo quien recogió los pedacitos y los puso en los tarros de Mason —refirió Newt, sin molestarse en ocultar lo orgulloso que debió sentirse.

—¿Y qué hicisteis con el perro? —pregunté ya abatido.

—Lo metimos en el horno —me dijo Frank—. Era lo único que se podía hacer.

«¡Ay, la historia! —escribe Bokonon—. ¡Leer y llorar!»

114
Cuando sentí la bala entrar en mi corazón

De modo que una vez más volví a subir la escalera de caracol de mi torre y una vez más llegué a la almena más alta de mi castillo, y una vez más volví a contemplar a mis invitados, a mis criados, a mi acantilado y a mi templado mar.

Los Hoenikker estaban conmigo. Habíamos cerrado con llave la puerta de «papá» y habíamos hecho correr el rumor entre el servicio de que «papá» se sentía mucho mejor.

Fuera, cerca del gancho, unos soldados levantaban una pira funeraria, pero no sabían para qué era la pira.

Aquel día había muchos, muchos secretos.

Tela, tela, tela.

Pensé que los actos debían empezar igualmente, y le dije a Frank que le insinuara al embajador que pronunciara ya su discurso.

El embajador Minton se dirigió al parapeto orientado al mar, con la corona de flores aún metida en la caja, y pronunció un discurso asombroso en honor a los Cien Mártires caídos por la Democracia. Dignificó a los muertos, a su país, y dignificó las vidas inmoladas diciendo «Cien Mártires caídos por la Democracia» en el dialecto de la isla. El fragmento en dialecto sonó gracioso y fluido en sus labios.

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