Entró en la cocina y buscó un cuchillo pequeño de pelar fruta, bien afilado, luego se sentó en el sofá del cuarto de estar, apoyó el filo del cuchillo en la parte interna del antebrazo.
Sólo para poder pasar la noche. Mañana iría a buscar ayuda. Se decía a sí misma que no podía continuar de aquella manera. Bebiendo su propia sangre. Se decía a sí misma: esto tiene que cambiar. Pero ahora y hasta que…
Se le llenó la boca de saliva, húmeda, expectante. Se cortó. Profundamente.
Oskar quitó la mesa y su padre fregó. El eider estaba, por supuesto, muy bueno. Sin perdigones. No quedó mucho que fregar en los platos. Después de comerse la mayor parte del ave y casi todas las patatas, limpiaron los platos rebañándolos con pan blanco. Era lo más rico de todo. Echar sólo salsa en el plato y mojarla con trozos de pan blanco esponjoso que casi se deshacían y luego se fundían en la boca.
Su padre no era precisamente «bueno cocinando», pero había tres platos: el revuelto de sobras, los arenques fritos y las aves lacustres, que le salían bordados a fuerza de hacerlos. Al día siguiente seguro que comían revuelto con las patatas y la carne de ave que había sobrado.
Oskar había pasado la hora antes de la comida en su cuarto. Tenía habitación propia en casa de su padre; estaba un poco desangelada en comparación con la de la ciudad, pero a él le gustaba. En su otro dormitorio tenía láminas y pósters, un montón de cosas que cambiaba todo el tiempo.
Éste sin embargo no cambiaba nunca, y eso era precisamente lo que le gustaba.
Se mantenía igual que cuando tenía siete años. Cuando entraba allí, con su peculiar olor a humedad flotando en el aire tras el rápido calentamiento anterior a su llegada, era como si nada hubiera ocurrido desde… hacía mucho tiempo.
Aquí había todavía tebeos del Pato Donald y de Bamse comprados durante los veranos de varios años. Ya no leía aquellos tebeos en la ciudad, pero aquí sí lo hacía. Se sabía las historias de memoria, pero las volvía a leer.
Mientras los olores de la cocina se fueron colando en la habitación, había estado tumbado en su cama leyendo un viejo tebeo del Pato Donald. El Pato Donald, los sobrinos y el Tío Gilito viajaban a un país lejano donde no existía el dinero y las cápsulas de los frascos de tranquilizantes del Tío Gilito se convertían en moneda fuerte.
Cuando dejó de leer se entretuvo un rato con los señuelos, anzuelos y plomos que tenía guardados en un viejo costurero que le había dado su padre. Preparó un nuevo sedal con anzuelos sueltos, cinco, y ató el señuelo en el extremo para la pesca de arenques del próximo verano.
Después cenaron, y cuando su padre terminó de fregar jugaron a las cinco en raya.
A Oskar le gustaba estar sentado así con su padre, con el papel cuadriculado sobre la mesa estrecha, con las cabezas inclinadas sobre el papel, cerca el uno del otro. El fuego crepitando en la cocina.
Oskar tenía cruces y su padre círculos, como de costumbre. Su padre no le dejaba ganar y hasta hacía unos años había sido mucho mejor que él, aunque Oskar ganara alguna partida de vez en cuando. Pero ahora la cosa estaba más igualada. Quizá tuviera que ver con lo mucho que él había trabajado con el cubo de Rubik.
Las partidas podían extenderse sobre la mitad del papel, lo que redundaba en beneficio de Oskar. Tenía buena memoria para acordarse de los casilleros en blanco que podían ocuparse dependiendo de lo que su padre hiciera, disimular un avance como si fuera una defensa.
Aquella noche era Oskar el que ganaba.
Tres partidas seguidas habían quedado ya cerradas y marcadas con una O encima. Sólo una partida pequeña, en la que Oskar se distrajo pensando en otras cosas, llevaba una P. Oskar puso una cruz, dejando dos líneas de tres abiertas en el centro de las que su padre sólo podía cerrar una.
—Bueno, parece que he encontrado a mi contrincante.
—Eso parece.
Por respeto a las reglas, su padre cerró una de las líneas y Oskar completó la otra para tener cuatro. Su padre cerró un lado y Oskar puso su quinta cruz, hizo un círculo alrededor de todo y puso una bonita O. Su padre se rascó la barba de dos días y echó mano a otro papel, amenazándolo con el lápiz.
—Esta vez voy a ganar yo sea como sea.
—Siempre se puede soñar. Tú empiezas.
Cuando llevaban cuatro cruces y tres círculos llamaron a la puerta. Al momento se abrió y se oyeron ruidos de alguien sacudiéndose la nieve de los pies.
—Hola, ¿hay alguien en casa?
Su padre levantó la vista del papel, se echó para atrás en la silla y miró hacia la entrada. Oskar se mordió los labios.
No.
Su padre saludaba con la cabeza al recién llegado.
—Vamos, entra.
—Se agradece.
Pasos torpes y blandos de alguien que andaba por el pasillo con calcetines gordos en los pies. Un instante después entró Janne en la cocina y dijo:
—Bueno. Pero si estáis aquí pasándolo bien.
Su padre hizo un gesto señalando a Oskar.
—Sí, ya conoces a mi hijo Oskar.
—Claro —dijo Janne—. Hola, Oskar. ¿Qué tal?
—Bien.
Hasta ahora. Lárgate de aquí.
Janne avanzó torpemente hasta la mesa de la cocina, los calcetines de lana se le habían deslizado hasta los talones y se movían delante de los dedos de los pies como si fueran aletas deformadas. Acercó una silla y se sentó.
—Vaya, estáis jugando a las cinco en raya.
—Sí, aunque el chico ya es muy bueno y no consigo ganarle.
—No, no. Habrá entrenado en la ciudad, ¿no? ¿Te atreves a echar una partida conmigo? ¿Eh, Oskar?
Oskar negó con la cabeza. No quería ni mirar a Janne a la cara, sabía lo que iba a ver. Ojos acuosos, la boca abierta con una sonrisa ovejuna; sí, Janne tenía el aspecto de una oveja vieja y su pelo rubio, encrespado, no hacía más que reforzar esa impresión. Era uno de los «colegas» de su padre, enemigos de Oskar.
Janne se frotaba las manos haciendo un ruido como de lija y, a contraluz del pasillo, Oskar pudo distinguir pequeñas partículas de piel cayendo suavemente hasta el suelo. Janne tenía algún tipo de enfermedad cutánea que, especialmente durante el verano, hacía que su cara pareciera como una naranja roja podrida.
—Bueno, aquí estáis calentitos y bien.
Siempre dices eso. Lárgate de aquí con esa cara asquerosa y esas viejas palabras.
—Papá, ¿no vamos a terminar la partida?
—Sí, claro, pero cuando se reciben invitados…
—Vosotros jugad.
Janne se echó hacia atrás en la silla y parecía como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Pero Oskar sabía que la batalla estaba perdida. Ya se había terminado. Ahora pasaría lo de siempre.
Habría querido gritar, hacer añicos algo, especialmente a Janne, cuando su padre se dirigió a la despensa y sacó una botella, cogió dos copitas y lo puso todo encima de la mesa. Janne se frotó las manos y las partículas de piel se pusieron a danzar.
—Bueno, bueno. De manera que tienes un poco en casa…
Oskar miraba el papel con la partida inacabada.
Allí
tenía que haber puesto la siguiente cruz.
Pero no habría más cruces que poner aquella tarde. Ni círculos. Nada.
La botella gorgoteó débilmente cuando su padre la inclinó sobre las copitas. El ligero cono invertido de cristal se llenó de un líquido transparente. Parecía tan pequeño y tan frágil en la tosca mano de su padre. Casi desaparecía.
Sin embargo lo desbarataba todo. Absolutamente todo.
Oskar estrujó el papel con la partida inacabada y lo echó a la cocinilla. Su padre no dijo nada. Janne y él habían empezado a hablar de algún conocido que se había roto la pierna. Pasaron luego a comentar las roturas de piernas que ellos mismos habían sufrido y otras de las que habían oído hablar; volvieron a llenar los vasos.
Oskar se quedó sentado frente a la cocinilla con la portezuela abierta contemplando cómo ardía el papel y se convertía en cenizas. Luego buscó las otras partidas y las quemó también.
Su padre y Janne cogieron la botella y las copitas y se fueron al cuarto de estar; su padre le dijo algo así como: «Venir y hablar un poco», y Oskar contestó que «luego, quizá». Siguió sentado contemplando el fuego. El calor le acariciaba la cara. Se levantó, cogió el cuaderno que había encima de la mesa, quitó las hojas que estaban sin usar y lo quemó. Cuando el cuaderno, con tapas y todo, se había carbonizado, buscó los lápices y los quemó también.
El hospital tenía algo de especial a esas horas de la tarde. Maud Carlberg estaba sentada en la recepción contemplando el vestíbulo de la entrada casi vacío. La cafetería y el kiosco ya estaban cerrados, sólo había algunas personas que deambulaban como fantasmas bajo el techo alto.
A aquellas horas de la tarde le gustaba imaginar que era
ella,
y sólo ella, la que vigilaba el inmenso edificio que era el hospital de Danderyd. Lo cual lógicamente no era verdad. Si surgía cualquier tipo de problema no tenía más que apretar un botón y aparecería un vigilante en menos de tres minutos.
Tenía un juego al que solía jugar para matar el tiempo las últimas horas de la tarde.
Elegía un oficio, un lugar de residencia y los antecedentes elementales de una persona. Quizá alguna enfermedad. Luego le atribuía todo al primero que se acercara a ella. Normalmente el resultado era… divertido.
Podía imaginarse por ejemplo a un piloto que vivía en la calle Götgatan y que tenía dos perros a los que solía cuidar un vecino cuando el piloto se encontraba fuera volando. Resulta que el vecino estaba secretamente enamorado del piloto. El gran problema de éste, él o ella, era que le parecía ver personas pequeñas de color verde con gorros de color rojo nadando entre las nubes cuando él, o ella, estaba volando.
Bien. Luego, no tenía más que esperar.
A lo mejor, después de un rato, se presentaba una señora mayor con aspecto deteriorado. Una mujer piloto. Seguro que se había bebido a escondidas demasiadas botellitas de licor de esas que dan a los pasajeros en los aviones y había visto personas de color verde, por eso la habían despedido. Ahora se pasaba el día en casa con los perros. Pero el vecino seguía aún enamorado de ella.
Así pasaba Maud el tiempo.
A veces se reprendía a sí misma por el juego, porque eso evidentemente le impedía recibir a la gente con la debida seriedad. Pero no podía dejarlo. Justo en ese momento estaba esperando a un cura cuya pasión eran los coches deportivos de alta gama y le gustaba coger autoestopistas con la intención de redimirlos.
¿Hombre o mujer? ¿Viejo o joven? ¿Qué aspecto tendría alguien así?
Maud, con la barbilla apoyada en las manos, miraba hacia la entrada. No había mucha gente hoy. Ya había pasado la hora de las visitas a los pacientes ingresados, y los nuevos que habían acudido con indisposiciones el sábado por la tarde, normalmente relacionadas de una u otra forma con el alcohol, entraban por urgencias.
La puerta giratoria empezó a moverse. Puede que llegara ahí el cura de los coches deportivos.
Pero no. Ésta era una de esas veces en las que tenía que desistir. Era un niño. Una niña pequeña y delgada de unos… diez, doce años.
Maud empezó a imaginarse una serie de acontecimientos que condujeran a que la niña se
convirtiera
finalmente en «aquel cura», pero lo dejó enseguida. La niña parecía muy desdichada.
La pequeña se acercó al enorme plano del hospital en el que líneas de distintos colores señalaban el camino que se debía seguir para llegar a tal o cual sitio. Pocos adultos se orientaban, así que ¿cómo iba a poder hacerlo un niño?
Maud se inclinó hacia delante y la llamó en voz baja:
—¿Puedo ayudarte en algo?
La chica se volvió hacia ella sonriendo tímidamente y se acercó hasta la recepción. Su pelo estaba mojado, algunos copos de nieve que aún no se habían deshecho brillaban blancos en contraste con el cabello negro. No tenía la vista fija en el suelo como suelen hacer los niños en un ambiente extraño para ellos, no, sus ojos oscuros y tristes miraban fijamente a Maud mientras avanzaba hacia el mostrador. Un pensamiento, claro como una impresión sonora, relampagueó en la cabeza de Maud.
Tengo que darte algo. ¿Qué puedo darte?
Tontamente empezó a pensar con rapidez en lo que había en los cajones de su escritorio. ¿Un lápiz? ¿Un globo?
La niña se colocó delante del mostrador. Sólo el cuello y la cabeza sobresalían por encima del borde.
—Perdón…, estoy buscando a mi papá.
—¿Ah, sí? ¿Está aquí ingresado?
—Sí, no sé muy bien…
Maud miró hacia las puertas, recorrió el vestíbulo con la mirada y se detuvo en la niña que no llevaba ni siquiera una cazadora. Sólo un jersey negro de cuello alto en el que relucían las gotas de agua y los copos de nieve bajo los focos de la recepción.
—¿Has llegado aquí totalmente sola, pequeña? ¿Tan tarde?
—Sí, yo… sólo quería saber si está aquí.
—Entonces, vamos a ver. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—¿No lo
sabes
?
La niña agachó la cabeza, como si estuviera buscando algo en el suelo. Cuando la alzó de nuevo le brillaban los grandes ojos negros y le temblaba el labio inferior.
—No, es que él… Pero
está
aquí.
—Pero, pequeña…
Maud sintió cómo se le desgarraba el pecho y trató de ganar tiempo; se agachó y sacó un rollo de papel de cocina del cajón de debajo del escritorio, arrancó un trozo y se lo tendió a la chica. Por fin podía darle algo, aunque no fuera más que un trozo de papel.
La chica se sonó, y se secó los ojos como si fuera una persona mayor.
—Gracias.
—Pues, es que entonces no sé… ¿qué es lo que le pasa?
—Es… lo ha cogido la policía.
—Pues entonces será mejor que vayas a preguntarles a ellos.
—Sí, pero es que lo tienen aquí. Porque está enfermo.
—¿Qué enfermedad tiene?
—Él… yo sólo sé que la policía lo tiene aquí. ¿Dónde está?
—Probablemente en el último piso, pero allí no se puede entrar sin haberlo… acordado antes con ellos.
—Sólo quería saber adónde dan sus ventanas, así podría… no sé.
La niña empezó a llorar de nuevo. A Maud se le hizo un nudo en la garganta tan grande que le dolía. Así que quería saberlo para poder estar fuera del hospital… en la nieve, mirando hacia la ventana de su padre. Maud se tragó las lágrimas.