—Pero si quieres puedo llamar. Estoy segura de que podrás…
—No. Está bien. Ahora ya sé. Ahora ya puedo… Gracias. Gracias.
La pequeña se alejó de la recepción, fue hacia las puertas giratorias.
Dios mío, cuántas familias destrozadas.
Después se esfumó tras las puertas y Maud se quedó allí mirando hacia el sitio por el que había desaparecido. Algo no encajaba.
Maud hizo un repaso mental del aspecto de la niña, de cómo se movía. Había algo que no encajaba, algo que… le llevó medio minuto descubrir qué era: no llevaba zapatos.
Maud se levantó deprisa de la recepción y corrió hasta las puertas. Sólo podía abandonar su puesto en circunstancias muy especiales. Decidió que ésta era una de ellas. Irritada, avanzó dando pasitos en la puerta giratoria
deprisa, deprisa
y salió hasta el aparcamiento. No se veía a la niña por ningún sitio. ¿Qué podía hacer? Habría que llamar a los de asuntos sociales; no se habían asegurado de que tuviera a alguien que se hiciera cargo de ella, era la única explicación. ¿Quién era su padre?
Maud dio una vuelta por el aparcamiento sin poder encontrarla. Corrió un poco a lo largo del hospital, en dirección al metro. Ni rastro. De vuelta a la recepción trató de decidir a quién tenía que llamar, qué debía hacer.
Oskar estaba echado en su cama esperando al hombre lobo. Le bullía el pecho; de rabia, de desesperación. Desde el cuarto de estar le llegaban las voces cada vez más altas de Janne y de su padre, mezcladas con la música del radiocasete. Los Hermanos Djup. Oskar no podía distinguir las palabras, pero se sabía la canción de memoria:
Vivimos en el campo, y pronto lo entendimos
,
necesitábamos algo en la pocilga.
Vendimos la vajilla y compramos un cerdo…
Después de lo cual todo el grupo empezaba a imitar los distintos sonidos de los animales de la granja. Normalmente, los Hermanos Djup le parecían divertidos. Ahora los odiaba. Porque colaboraban. Cantando su estúpida canción para Janne y para su padre mientras ellos se emborrachaban.
Él ya sabía lo que iba a pasar.
Dentro de una hora más o menos la botella estaría vacía y Janne se iría a casa. Entonces su padre empezaría a dar vueltas en la cocina, recorriéndola de un extremo a otro durante un rato, y al final se acordaría de que tenía que hablar con Oskar.
Entraría en la habitación del muchacho, pero ya no sería su padre. Sólo una torpe masa apestando a alcohol que necesitaba ternura y compasión. Querría que Oskar se levantara de la cama para poder hablar un poco. De lo mucho que todavía quería a la madre de Oskar, de cuánto quería a Oskar, pero ¿le quería Oskar a él? Farfullaría todas las injusticias que se habían cometido contra su persona y en el peor de los casos se calentaría y perdería los estribos.
No pegaba nunca, no, eso no. Pero el cambio que se producía en los ojos de su padre en aquellos momentos era lo más terrible que Oskar había visto. Entonces no quedaba ni rastro de lo que realmente era, sólo un monstruo que se hubiera metido dentro de su cuerpo tomando el mando sobre él.
La persona en la que se convertía cuando estaba borracho no tenía nada que ver con lo que era mientras estaba sobrio. En aquellos momentos era un consuelo imaginar que su padre era un hombre lobo, que en realidad había otro ser
completamente distinto
dentro de él. Así como la luna incitaba a la fiera que había en el hombre lobo, el alcohol incitaba a aquel ser que había dentro de su padre.
Oskar cogió un tebeo de Bamse, intentó leer pero no podía concentrarse. Se sentía… abandonado. Dentro de una hora o así estaría solo con el Monstruo. Y lo único que podía hacer era esperar.
Tiró el tebeo contra la pared y se levantó de la cama, buscó su cartera. El abono del metro y dos notas de Eli. Puso las dos notas de Eli la una al lado de la otra en la cama.
AHORA PERMITE QUE EL DÍA ENTRE POR LA VENTANA Y DEJA FUERA MI VIDA.
El corazón.
NOS VEMOS ESTA NOCHE, ELI
.
Y la otra:
HUIR ES VIVIR. QUEDARSE, LA MUERTE. TUYA, ELI.
Los vampiros no existen.
La noche estaba oscura al otro lado de la ventana. Oskar cerró los ojos y se imaginó el camino de vuelta a Estocolmo, las casas, las fincas y los campos pasaron a gran velocidad. Llegó volando al patio de Blackeberg, atravesó su ventana y allí estaba ella.
Abrió los ojos y miró hacia el rectángulo negro de la ventana. Allí fuera. Los Hermanos Djup acababan de cantar una canción acerca de una bicicleta pinchada. Janne y su padre se reían de algo, con risas demasiado altas. Algo cayó al suelo.
¿Qué monstruo eliges tú?
Oskar se volvió a guardar las notas de Eli en la cartera y se vistió. Salió con sigilo al pasillo y se puso los zapatos, la cazadora y el gorro. Permaneció quieto unos segundos, escuchando el ruido que llegaba del cuarto de estar.
Se volvió para marcharse, pero vio algo y se detuvo.
En la repisa del zapatero que había en la entrada estaban sus viejas botas de goma, las que había usado cuando tenía cuatro, cinco años quizá. Recordaba que siempre habían estado allí, aunque no había nadie que pudiera usarlas. A su lado, las enormes botas de goma de su padre de la marca Tretorn, una de ellas arreglada en el talón con uno de esos parches que se usan para los neumáticos de las bicicletas.
¿Por qué las habría conservado?
Oskar lo comprendió. Dos personas crecían de esas botas dándose la espalda la una a la otra. La espalda ancha de su padre al lado de la estrecha espalda de Oskar. El brazo de Oskar extendido, su mano en la de su padre. Caminaban con sus botas sobre una roca, quizá fueran a buscar frambuesas, quizá…
Oskar lanzó un suspiro. Estaba a punto de ponerse a llorar. Extendió la mano para acariciar las pequeñas botas. Se oyó una salva de carcajadas en el cuarto de estar. Era la voz de Janne, distorsionada. Estaría imitando a alguien, se le daba muy bien eso.
Los dedos de Oskar se cerraron alrededor de la caña de la bota. Sí. No sabía por qué, pero eso le hacía sentirse bien. Abrió la puerta de la calle con cuidado y la cerró tras de sí. La noche era heladora; la nieve, un mar de pequeños diamantes a la luz de la luna.
Con las botas bien agarradas en la mano empezó a caminar hacia la carretera.
El vigilante dormía. Habían mandado a un policía joven después de que el personal del hospital se quejara de que tenían que tener a una persona ocupada todo el tiempo vigilando a Håkan. La puerta, no obstante, estaba cerrada con una llave de seguridad para la que se necesitaba un código. Por eso el vigilante se atrevía a dormir.
Sólo había una pequeña lámpara encendida y Håkan, acostado, estudiaba las borrosas sombras del techo como si fuera un hombre sano tumbado en la hierba mirando las nubes. Buscaba formas y figuras en las sombras. No sabía si podía leer, pero tenía ganas de hacerlo.
Había perdido a Eli y lo que había dominado su vida anterior estaba a punto de volver. Le caería una larga condena, y ese tiempo en la cárcel iba a dedicarlo a leer todo aquello que no había leído y acerca de todo aquello que se había prometido a sí mismo leer.
Estaba entretenido repasando todos los títulos de Selma Lagerlöf cuando un sonido chirriante interrumpió sus pensamientos. Prestó atención. Volvió a chirriar. Venía de la ventana.
Volvió la cabeza todo lo que pudo, mirando hacia allí. Contra el cielo negro destacaba una figura oval más clara, iluminada por la lámpara. Al lado, otra figura más pequeña que se movía de un lado para otro. Una mano. Hacía señas. La mano arañó la ventana y se volvió a oír el ruido chirriante y desagradable.
Eli.
Håkan se alegró de no estar conectado a ningún electrocardiógrafo cuando su corazón empezó a latir a toda velocidad, a temblar como un pájaro en una red. Veía su corazón explotándole en el pecho, arrastrándose por el suelo hasta la ventana.
Entra, querida. Entra.
Pero la ventana estaba cerrada, y, aun en el caso de que no hubiera sido así, sus labios eran incapaces de formar las palabras que dieran a Eli acceso a la habitación. A lo mejor podía hacer un gesto que significara lo mismo, aunque nunca había acabado de comprender aquello del todo.
¿Podré?
Con gran dificultad sacó una pierna de la cama, después la otra. Apoyó los pies en el suelo, intentó ponerse en pie. Las piernas se negaban a soportar su peso después de haber estado diez días inmóviles. Se apoyó en la cama y a punto estuvo de caerse de lado.
El tubo del goteo se tensó tanto que tiraba de la piel donde estaba la vía. Había algún tipo de alarma conectada al tubo, un fino cable eléctrico que corría paralelo a él. Si desconectaba alguno de los extremos del tubo, saltaría la alarma. Acercó el brazo al pie del gotero de manera que el tubo se aflojó y se volvió hacia la ventana. La pequeña figura oval estaba todavía allí, esperándole.
Tengo que hacerlo.
El pie de suero tenía ruedas, la batería de la alarma estaba sujeta debajo de la bolsa. Se alargó hacia él, consiguió agarrarlo. Apoyándose en el aparato logró levantarse despacio, muy despacio. La habitación daba vueltas ante su único ojo cuando intentó dar el primer paso; se paró. Escuchó. La respiración del vigilante seguía siendo tranquila.
A paso de hormiga consiguió arrastrarse por la habitación. En cuanto las ruedas del gotero hacían el menor ruido, se paraba a escuchar. Algo le decía que aquélla iba a ser la última vez que vería a Eli, y no pensaba…
cagarla.
Su cuerpo estaba tan cansado como después de una maratón cuando por fin llegó hasta la ventana y apretó su cara contra ella, de manera que la película de gelatina que cubría su piel se pegó contra el cristal e hizo que su cara empezara a arder de nuevo.
Sólo el par de centímetros que había entre los dos cristales separaba su ojo de los de su amada. Eli puso su mano sobre el cristal, como para acariciarle la cara destrozada. Håkan mantenía su ojo tan cerca como podía de los de Eli y, no obstante, la imagen empezó a deformarse. Los ojos negros de la niña desaparecían, se volvieron borrosos.
Había dado por supuesto que sus glándulas lacrimales estaban quemadas, como todo lo demás, pero no era así. Las lágrimas arrasaron su ojo y le cegaron. Su párpado provisional no daba abasto y, con mucho cuidado, se enjugó el ojo con la mano mientras todo su cuerpo temblaba.
Buscó el mecanismo de cierre de la ventana. Lo giró. Le caían mocos por el agujero donde antes había estado su nariz, goteando sobre el marco de la ventana cuando consiguió abrirla.
El aire frío inundó la habitación. Sólo era cuestión de tiempo que el vigilante se despertara. Håkan alargó su brazo y tendió su mano sana hacia Eli. Ésta se subió al alféizar de la ventana, tomó su mano entre las suyas y la besó:
—Hola, amigo mío.
Håkan asintió lentamente para confirmar que oía. Retiró su mano de las de Eli y le acarició la mejilla. Su piel era como seda helada bajo su mano.
Todo se agolpó en su cabeza.
No iba a pudrirse en la celda de ninguna cárcel rodeado de letras sin sentido. Ser vejado por otros presos porque había cometido el que a sus ojos era el peor de los crímenes. Iba a estar con Eli. Iba a…
Eli se agachó cerca de él, acurrucada en el alféizar de la ventana.
—¿Qué quieres que haga?
Håkan retiró la mano de la mejilla de la niña y señaló su cuello. Eli meneó la cabeza.
—Entonces, tendría que… matarte. Después.
Håkan apartó la mano del cuello, la puso sobre la cara de Eli. Posó el dedo meñique un momento en los labios de la pequeña. Luego volvió a llevar la mano sobre sí mismo.
Señaló de nuevo el cuello.
Su aliento formaba nubes blancas de vaho, pero no tenía frío. Oskar había bajado en diez minutos hasta la tienda. La luna le había acompañado desde la casa de su padre, jugando al escondite detrás de las copas de los abetos. Miró el reloj. Las diez y media. Había visto en el horario que había en la entrada que el último autobús de Norrtälje salía a las doce y media.
Cruzó la explanada que había delante de la tienda, iluminada por las luces de la gasolinera, y se dirigió hacia la calle Kappellskärsvägen. No había hecho nunca dedo y su madre se pondría como loca si llegaba a enterarse. Entrar en el coche de una persona desconocida…
Empezó a andar más deprisa, pasó por delante de un par de chalés iluminados. Allí dentro vivía gente que estaba a gusto. Los niños dormidos en sus camas sin la preocupación de que sus padres entraran y los despertaran para ponerse a decir bobadas.
Esto es culpa de papá, no mía.
Miró las botas que aún llevaba en la mano; las tiró a la cuneta, se paró. Ahí estaban: dos cocos oscuros en la nieve a la luz de la luna.
Mamá no me dejará volver aquí nunca más.
Su padre iba a notar que se había ido dentro de… una hora más o menos. Luego saldría a buscarle, llamándolo. Después telefonearía a su madre. ¿Seguro que lo haría? Probablemente. Para saber si Oskar había llamado. Su madre se daría cuenta de que su padre estaba borracho cuando le contara que Oskar se había ido, y se montaría una…
Espera. Así.
Cuando llegara a Norrtälje llamaría a su padre desde una cabina y le diría que se iba a Estocolmo, que iba a pasar la noche en casa de un amigo y que luego volvería a casa de su madre al día siguiente como si no hubiera pasado nada.
De esa manera su padre iba a tener su castigo sin que supusiera una catástrofe.
Bien. Y así…
Oskar bajó a la cuneta y recogió las botas, se las metió en los bolsillos de la cazadora y siguió hacia la carretera principal. Ya estaba arreglado. Ahora era Oskar el que decidía adónde iba y la luna lo miraba con cariño iluminando sus pasos. Alzó la mano saludándola y empezó a cantar:
—«Aquí llega Fritiof Andersson, trae el sombrero nevado…».
Ya no se sabía más, así que en vez de cantarla la tarareó.
Después de unos cientos de metros llegó un coche. Él ya lo había oído cuando todavía estaba bastante lejos; se detuvo y sacó el dedo. El coche pasó delante de él, se paró y dio marcha atrás. La puerta del copiloto se abrió, dentro había una mujer, algo más joven que su madre. Nada que temer.
—Hola. ¿Adónde quieres ir?
—A Estocolmo. Bueno, a Norrtälje.
—Pues a Norrtälje voy yo, así que… —Oskar se agachó para entrar en el coche—. Se me olvidaba. ¿Saben tu papá y tu mamá dónde estás?