—¿Sí?
El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.
—Dorado. ¿Hay dorado?
—Dorado, sí, claro.
Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus orejas.
—¿Mate o metálico?
El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo se inclinó sobre los botes y dijo:
—Metálico… parece bien.
Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la cazadora para no tener que abrir la cartera.
Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con cuidado la cartera, sacar el cubo.
Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá
llevara
ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba desmontarlo para mirar, arriesgándose a estropearlo.
El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de despedida.
Ya dentro de la estación del metro, se detuvo.
Si Eli piensa… que yo…
Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no quería de
ninguna
manera que…
Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el kiosco. En los periódicos. En el
Expressen
. Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que había vivido con Eli.
Oskar se acercó y hojeó el diario. Cinco páginas dedicadas a la búsqueda en el bosque de Judarn… asesino ritual… antecedentes y, luego, otra página más con la foto. Håkan Bengtsson… Karlstad… paradero desconocido durante ocho meses… la policía solicita de los ciudadanos… si alguien ha observado…
La angustia volcó sus dardos en el pecho de Oskar.
Alguien más que le haya visto, que sepa dónde vivía…
La mujer del kiosco sacó la cabeza por la ventanilla.
—¿Lo vas a comprar o qué?
Oskar negó con la cabeza y tiró el periódico. Luego echó a correr. Cuando llegó al andén se dio cuenta de que no había enseñado la tarjeta al vigilante. Dio una patada en el suelo, se chupó los nudillos, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ven ya, por favor, metro, ven.
Lacke estaba medio tumbado en el sofá mirando con los ojos entornados hacia el balcón en el que se encontraba Morgan tratando, sin éxito, de atraer a un pardillo que estaba posado en el balcón de al lado. El sol en su descenso quedaba justamente detrás de la cabeza de Morgan, irradiando una aureola de luz alrededor de su pelo.
—Sííí… vamos, ven. Que no soy peligroso.
Larry estaba sentado en un sillón siguiendo un curso de español de la televisión sueca. En la pantalla aparecían personas en actitud forzada y siguiendo un guión que decían:
—Yo tengo un bolso.
—¿Qué hay en el bolso?
Morgan movió la cabeza de modo que a Lacke le dio el sol en los ojos, los cerró mientras oía a Larry mascullar:
—Ke haj en el bålså.
El piso olía a tabaco y a polvo. El aguardiente se había terminado. La botella vacía estaba sobre la mesa del sofá al lado de un cenicero rebosante. Lacke se quedó mirando las marcas que en el tablero de la mesa habían dejado las colillas mal apagadas; se deslizaban ante sus ojos, como lentos escarabajos.
—Ona kamisa y pantalånes.
Larry cloqueaba para sí:
—… pantalånes.
No le creyeron. Bueno, sí, le creyeron, pero se resistían a interpretar los acontecimientos como él lo hacía.
—Combustión espontánea —había dicho Larry, y Morgan le pidió que lo deletreara.
Sólo que la combustión espontánea está exactamente igual de bien documentada y científicamente probada que la existencia de los vampiros. Es decir, en absoluto.
Pero uno prefiere creer en el despropósito que menos le obliga a actuar. No pensaban ayudarle. Morgan había escuchado con cara seria el relato de Lacke acerca de lo que había pasado en el hospital, pero cuando llegó a aquello de aniquilar al causante de todo, había dicho:
—Entonces, ¿lo que quieres decir es que nos convirtamos en cazadores de vampiros, o algo así? Tú, Larry y yo. Que preparemos estacas y cruces y… No, perdona, Lacke, pero a mí me cuesta un poco… verlo de esa manera, la verdad.
El pensamiento inmediato de Lacke al ver sus caras escépticas y desconfiadas fue:
Virginia me habría creído.
Y el dolor había vuelto a hacer presa en su persona. Era él quien no había creído a Virginia, y por eso ella había… él habría preferido pasarse unos años en la cárcel como causante de un asesinato por compasión que tener que vivir con aquella imagen grabada en la retina.
Su cuerpo retorciéndose en la cama mientras la piel se pone negra, empieza a echar humo. El camisón del hospital, resbalándose sobre el vientre, deja al descubierto su sexo. El ruido de los barrotes de acero mientras sus caderas se agitan, arriba y abajo en un demencial coito con un hombre invisible, mientras las llamas le suben por las piernas; ella grita, grita y el olor a pelo quemado, a piel quemada llena la habitación; sus ojos aterrados se encuentran con los míos y unos segundos después se ponen blancos, empiezan a cocer… revientan…
Lacke se había bebido más de la mitad de lo que había en la botella. Morgan y Larry se lo habían permitido.
—… pantalånes.
Lacke intentó levantarse del sofá. La nuca le pesaba tanto como el resto del cuerpo. Apoyándose en la mesa, consiguió enderezarse. Larry se incorporó para echarle una mano.
—Lacke, joder… duerme un poco.
—No, tengo que ir a casa.
—¿Qué tienes que hacer en casa?
—Es que tengo que… arreglar un asunto.
—¿No tendrá nada que ver con eso… de lo que hablas?
—No, no.
Morgan entró desde el balcón mientras Lacke se encaminaba a tientas hacia la salida.
—¡Oye, tú! ¿Adónde vas?
—A casa.
—Entonces te acompaño.
Lacke se dio la vuelta esforzándose por mantenerse derecho, por parecer lo más sobrio posible. Morgan se acercó a él con las manos preparadas por si se caía. Lacke meneó la cabeza, le dio una palmada en el hombro a Morgan.
—Quiero estar tranquilo, ¿vale? Quiero estar tranquilo. De verdad.
—¿Te las arreglarás tú solo, entonces?
—Sí, me las arreglaré.
Lacke asintió varias veces, se quedó fijo en aquel gesto, se vio obligado a interrumpirlo conscientemente para no permanecer allí parado, luego se volvió y fue hasta la entrada, se puso los zapatos y el abrigo.
Sabía que estaba muy borracho, pero lo había estado tantas veces que ya era una especie de rutina desconectar sus movimientos del cerebro, realizarlos de forma automática. Habría podido jugar a los palillos chinos, al menos un poco, sin que le temblaran las manos.
Desde dentro del piso le llegaron las voces de los otros.
—¿No deberíamos…?
—No. Si dice que no, tendremos que respetarlo.
Salieron de todos modos a la entrada para despedirlo. Le abrazaron algo embarazados. Morgan le cogió de los brazos, volviendo la cabeza para poder mirarlo a los ojos y le dijo:
—¿No estarás pensando en hacer alguna tontería, verdad? Nos tienes a nosotros, ya lo sabes.
—Sí, sí. No, no.
Fuera del edificio se quedó parado un rato, mirando al sol que brillaba en la copa de un pino.
Nunca más podrá… el sol…
La muerte de Virginia, la manera en que había muerto, colgaba como una plomada dentro de su pecho en el sitio donde antes estaba el corazón; le hacía caminar inclinado hacia delante, cargado. La luz del atardecer sobre las calles era como una burla. Las pocas personas que se movían en esa… burla. Las voces. Hablaban de cosas cotidianas como si no… en todas partes, en cualquier instante…
Puede golpearos a vosotros también.
Fuera del kiosco había una persona apoyada en el ventanuco hablando con el dueño. Lacke vio cómo un bulto negro caía del cielo, se le posaba en la espalda y…
Joder…
Se detuvo delante de la hilera de portadas, parpadeando, tratando de enfocar bien la vista sobre la foto que ocupaba casi todo el espacio.
El asesino ritual. Lacke sonrió. Él sabía cómo eran
en realidad
las cosas. Pero…
Reconoció aquella cara. Si era…
El chino. Aquel que… le invitó a whisky. No…
Se acercó más, miró la fotografía con mayor detenimiento. Sí. Claro que era él. Los mismos ojos juntos, la misma… Lacke se llevó la mano a la boca, apretándose los labios con los dedos. Las imágenes le daban vueltas, intentando encontrar el sentido.
Él se había sentado y había sido invitado por el que mató a Jocke. El asesino de Jocke vivía en el mismo patio que él, unos portales más allá. Él le había saludado algunas veces, había…
Pero no fue él quien lo hizo. Fue…
Una voz. Dijo algo.
—¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le conoces?
El dueño del kiosco y el hombre que estaba fuera lo miraron. Él dijo:
—… Sí —y echó a andar de nuevo. El mundo desapareció. Ante sus ojos, el portal del que el hombre había salido. Las ventanas cubiertas. Iba a ocuparse de ello. Tenía que hacerlo.
Los pies iban más deprisa y la columna se le enderezó. La plomada, un péndulo que golpeaba en su pecho, que le hacía temblar, tocando a presentimiento en su cuerpo.
Ahora voy yo. Ahora me cago en tal… voy yo.
El metro paró en Råcksta y Oskar se mordía los labios de impaciencia, pánico; le parecía que las puertas permanecían abiertas demasiado tiempo. Cuando sonó el altavoz creyó que el conductor iba a decir algo acerca de que el tren estaría parado allí un momento, pero
ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
Y el metro salió de la estación.
No tenía ningún plan aparte de
avisar a Eli
de que cualquiera, en cualquier momento, podía llamar a la policía y decir que había visto a ese viejo. En Blackeberg. En ese patio. En ese portal. En ese piso.
Qué ocurriría si la policía… si forzaran la puerta… el cuarto de baño…
El metro traqueteaba sobre el puente y Oskar miró por la ventana. Había dos hombres junto al kiosco del Amante y, medio tapadas por uno de ellos, Oskar pudo entrever las odiosas portadas amarillas. Uno de los hombres se alejó deprisa del kiosco.
Cualquiera. Cualquiera puede saberlo. Él puede saberlo.
Cuando el metro empezó a frenar, Oskar ya estaba delante de las puertas presionando con los dedos los labios de goma, como si de esa manera se fueran a abrir más deprisa. Apretó la frente contra el cristal, un poco de fresco sobre su frente caliente. Los frenos chirriaron y el conductor debió de haberse olvidado, porque hasta entonces no se oyó:
PRÓXIMA ESTACIÓN, BLACKEBERG.
Jonny estaba en el andén. Y Tomas.
No. Nonono hazlos desaparecer.
Cuando el metro, vibrando, se paró, los ojos de Oskar se encontraron con los de Jonny. Se dilataron y, al abrirse las puertas, Oskar vio que Jonny le decía algo a Tomas.
Oskar se puso alerta, se lanzó fuera y empezó a correr.
Tomas sacó su larga pierna, chocó con la de Oskar y éste cayó todo lo largo que era en el andén, raspándose las palmas de las manos al intentar frenar el golpe. Jonny se puso encima de él.
—¿Tienes prisa o qué?
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
—Y eso, ¿por qué?
Oskar cerró los ojos, apretó los puños. Respiró profundamente un par de veces, tan profundo como pudo con el peso de Jonny encima, y dijo contra el cemento:
—Hacedme lo que queráis. Y soltadme.
—De acuerdo.
Lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Oskar alcanzó a ver el reloj de la estación. Las dos y diez. El segundero avanzaba a saltos sobre la esfera del reloj. Tensó los músculos de la cara, los del estómago, tratando de convertirse en una piedra, insensible a los golpes.
Sólo que vaya rápido.
Pero cuando vio lo que pensaban hacer, empezó a resistirse. Los otros dos, como a través de un pacto silencioso, le habían retorcido los brazos de manera que con cada movimiento parecía como si se le fueran a romper. Lo arrastraron hasta el borde del andén.
No se atreven. No pueden…
Pero Tomas estaba loco, y Jonny…
Intentó hacer cuña con los pies. Se agitaban sobre el andén mientras Tomas y Jonny lo llevaban hasta la línea blanca de seguridad antes del foso de las vías.
El pelo de la sien derecha de Oskar le rozaba la oreja, disparándosele con el golpe de aire que salió del túnel cuando el metro que venía del centro se acercaba. El raíl sonaba y Jonny le susurró:
—Ahora vas a morir, ¿lo sabes?
Tomas se reía, agarrándolo aún más fuerte del brazo. La cabeza de Oskar se nubló: piensan hacerlo. Lo pusieron hacia fuera de manera que la parte superior de su cuerpo sobresalía en el vacío.
Los faros del metro que se acercaba dispararon una ráfaga de luz fría sobre los raíles. Oskar volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el metro saliendo precipitadamente del túnel.
¡BOOOOOOOO!
La bocina del tren bramó y el corazón de Oskar reventó en una sacudida mortal al mismo tiempo que se orinaba y su último pensamiento era
¡Eli!
antes de que lo echaran hacia atrás y de que su vista se llenara del verde cuando el metro pasó de largo, a un decímetro de sus ojos.