Read Déjame entrar Online

Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (55 page)

BOOK: Déjame entrar
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando abrió la boca para decir: «¡Buenos días, buenos días!», o lo que las enfermeras dijeran por la mañana, chistó Virginia:

—¡Chsss!

La boca de la enfermera se cerró con un asombrado «clic» y arrugó el entrecejo mientras, en la penumbra, se acercaba a la cama de Virginia; inclinándose sobre ella, dijo:

—Bueno, cómo…

—¡Chsss! —susurró Virginia—. Perdón, pero no quiero despertarlo. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lacke. La enfermera asintió y dijo en voz más baja:

—No, no. Pero tengo que tomarte la temperatura y una pequeña prueba de sangre.

—Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a él primero?

—Sacar… ¿quieres que le despierte?

—No. Pero si pudieras… sacarlo dormido.

La enfermera miró a Lacke como para sopesar si lo que Virginia pedía era posible físicamente, luego sonrió y contestó:

—Sí, seguro que sale bien. Vamos a tomar la temperatura sólo en la boca, así que no tenéis que sentiros…

—No es eso. ¿Serías tan amable… sólo tan amable de hacer lo que te pido?

La enfermera echó un vistazo a su reloj.

—Tendréis que disculparme, pero tengo otros pacientes que…

Virginia bufó lo más alto que se atrevía.

—Por favor.

La enfermera dio medio paso hacia atrás. Evidentemente estaba informada de lo que había ocurrido con Virginia por la noche. Su mirada voló a los cinturones que le sujetaban los brazos y lo que vio pareció tranquilizarla; se volvió a acercar a la cama. Entonces empezó a hablar a Virginia como si fuera débil mental.

—Es que… yo… nosotros, para poder ayudarla a que se ponga bien otra vez necesitamos un poco…

Virginia cerró los ojos, suspiró, desistió. Después dijo:

—¿Podrías levantar las persianas?

La enfermera asintió y fue hacia la ventana. Mientras tanto Virginia se quitó el edredón de una patada, quedándose desnuda sobre la cama. Contuvo la respiración. Cerró los ojos.

Se acabó. Ahora quería desconectarse. Ahora
quería
conscientemente dar paso a las mismas funciones contra las que había estado peleando toda la mañana. No fue posible. En cambio llegó eso que dicen: la vida pasó delante de ella como una película a cámara rápida.

El pájaro que tenía en una caja de cartón… el olor a sábanas recién planchadas en el lavadero… mamá que se agacha sobre las migas de los bollos de canela… papá… el humo de su pipa… Per… la casita… Lena y yo, el rebozuelo tan grande que encontramos aquel verano… Ted con compota de arándanos en la mejilla… Lacke, su espalda… Lacke…

Un sonido chirriante cuando se levantaron las persianas, y un mar de fuego la absorbió.

A Oskar lo había despertado su madre a las siete y diez, como de costumbre. Se había levantado y había tomado el desayuno, como de costumbre. Se había vestido y había dado a su madre un abrazo de despedida a las siete y media, como de costumbre.

Se sentía como de costumbre.

Lleno de inquietud, de malos presentimientos, claro. Pero eso tampoco era especialmente raro cuando iba a ir a la escuela el primer día después del fin de semana.

Metió el libro de geografía, el atlas y la copia que no había hecho en la cartera, estuvo listo a las ocho menos veinticinco. No tenía que salir hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacía esa copia de todos modos? No. No tenía ganas.

Se sentó en su escritorio y se quedó mirando la pared.

¿Eso tenía que significar que no estaba contagiado? ¿O tendría un periodo de incubación? No. Ese viejo… había pasado en sólo unas horas.

No estoy contagiado.

Debería de estar contento, aliviado. Pero no lo estaba. Sonó el teléfono.

¡Eli. Ha pasado algo con…!

Salió disparado de la mesa, al pasillo, levantó el auricular del teléfono:

—¡HolasoyOskar!

—Sí… Hola. Papá. Sólo papá.

—Hola.

—Bueno, ¿así que estás… en casa?

—Me iba a ir ahora a la escuela.

—Bueno, entonces no te voy a… ¿está mamá en casa?

—No, se ha ido al trabajo.

—Sí, eso pensaba.

Oskar comprendió.
Por eso
llamaba a esa hora tan rara, porque sabía que su madre no estaría. Su padre tosió.

—Sí, he estado pensando… lo que pasó el sábado. Fue un poco… lamentable.

—Sí.

—Sí. ¿Le has contado a tu madre… lo que pasó?

—¿Tú qué
crees
?

Hubo un silencio al otro lado. El zumbido estático de cien kilómetros de cable telefónico. Los grajos posados en él, tiritando, mientras las conversaciones de la gente corrían bajo sus pies. Su padre volvió a toser.

—Bueno, he preguntado lo de esos patines, y va bien. Puedes tenerlos.

—Tengo que irme ya.

—Sí, claro. Que te… vaya bien en la escuela entonces.

—Vale. Adiós.

Oskar colgó el auricular, cogió la cartera y se fue a la escuela. No sentía nada.

Faltaban cinco minutos hasta que empezaran las clases y algunos alumnos estaban en el pasillo, fuera del aula. Oskar dudó un momento, luego se echó la cartera a la espalda y se dirigió hacia la clase. Todas las miradas se volvieron hacia él.

Linchamiento. Abucheo colectivo.

Sí, se había temido lo peor. Evidentemente, todos sabían lo que le había pasado a Jonny el jueves, aunque no vio la cara de Jonny entre los reunidos, pero claro, la que oyeron el viernes fue la versión de Micke. Micke sí que estaba allí, estaba y sonreía con su sonrisa idiota, como de costumbre.

En
vez de
aminorar la marcha, prepararse de alguna manera para escapar, aceleró el paso, fue rápidamente hacia el aula. Se sentía vacío por dentro. Ya no se preocupaba por lo que sucedía. No tenía importancia.

Y lógicamente ocurrió el milagro: el mar se abrió.

El grupo que estaba fuera se dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos.

Él ahora era de otra especie. Los otros lo notaban y se apartaban.

Oskar entró en la clase sin mirar a los lados, se sentó en su pupitre. Oyó el murmullo de fuera, del pasillo, y después de un par de minutos los demás entraron en tromba. Johan levantó el pulgar al pasar al lado del pupitre de Oskar. Oskar se encogió de hombros.

Luego llegó la maestra, y cinco minutos después de que hubiera empezado la clase apareció Jonny. Oskar había creído que tendría algún tipo de vendaje en la oreja, pero no. La oreja sin embargo estaba amoratada, hinchada y parecía como si no perteneciera al cuerpo.

Jonny se sentó en su sitio. No miró a Oskar, ni a nadie.

Está avergonzado.

Sí, así era. Oskar volvió la cabeza para mirar a Jonny, que estaba sacando un álbum de fotos de la cartera y metiéndolo en su pupitre. Y vio que Jonny tenía las mejillas muy rojas, a juego con la oreja. A Oskar le dieron ganas de sacarle la lengua, pero se contuvo.

Demasiado infantil.

Los lunes, Tommy no empezaba las clases hasta las diez menos cuarto, así que Staffan se levantó a las ocho y tomó una taza rápida de café antes de bajar a hablar un poco en serio con el chico.

Yvonne se había ido al trabajo; Staffan tenía que presentarse a las nueve en Judarn para, ya bajo mínimos, seguir rastreando el bosque, aunque se suponía que no daría ningún resultado.

Bueno, era agradable estar fuera y parecía que el tiempo iba a ser bueno. Aclaró la taza de café bajo el grifo, se paró a pensar un momento, luego se puso el uniforme. Había sopesado la idea de bajar a ver a Tommy con ropa de calle, hablar con él como una persona normal, como si dijéramos. Pero, bien pensado, aquello era estrictamente una cuestión policial, vandalismo, y, además, el uniforme era un manto de autoridad de la que él, evidentemente, tampoco creía carecer en condiciones normales, pero… sí.

Además era más práctico estar ya vestido, puesto que tenía que ir luego al trabajo. Así que Staffan se puso el uniforme, la cazadora de invierno, se miró en el espejo para comprobar qué impresión daba y le pareció bien. Luego cogió la llave del sótano, que Yvonne le había dejado encima de la mesa de la cocina, salió, cerró la puerta, echó una mirada a la cerradura (deformación profesional) y bajó las escaleras, abrió la puerta del sótano.

Y hablando de deformaciones profesionales…

Aquí había algún fallo con la cerradura. No presentaba resistencia al girar la llave, no había más que abrir. Se agachó, revisó el mecanismo.

Claro. Una bolita de papel.

Un truco clásico entre los ladrones; bajo cualquier pretexto visitar el lugar donde querían dar el golpe, manipular la cerradura y luego esperar a que el dueño no lo notara cuando abandonara el lugar.

Staffan sacó la punta de su navaja y sacó la bolita de papel.
Tommy, claro.

No se paró a pensar
para qué
iba a manipular Tommy la cerradura de una puerta de la que tenía llave. Tommy era un ladrón que estaba allí, y esto era un truco de ladrón. Luego: Tommy.

Yvonne le había indicado cuál era el trastero, y mientras Staffan avanzaba hacia allí, iba preparando en la cabeza el discurso que le iba a echar. Había
pensado
ir un poco de colega, tomárselo con calma, pero lo de la cerradura le había vuelto a poner de mal humor.

Le iba a explicar a Tommy —explicar, no amenazar— lo de las cárceles de menores, lo de asuntos sociales, la edad a la que podían ser condenados y todo eso. De manera que comprendiera en qué carrera estaba empezando a meterse.

La puerta del trastero estaba abierta. Staffan echó un vistazo dentro. Vaya.
El zorro ha abandonado la cueva
. Luego vio las manchas. Se agachó, pasó el dedo sobre ellas.

Sangre.

El edredón de Tommy reposaba encima del sofá; también allí había unas pocas manchas de sangre. Y el suelo estaba, lo veía ahora que se fijaba atentamente,
lleno
de sangre.

Aterrado, salió del trastero.

Ante sus ojos tenía ahora… un escenario donde se había cometido un
crimen
. En vez del discurso que pensaba echar, su cabeza empezó a pasar las hojas del libro con las normas para el tratamiento de los lugares en que se hubiera producido un crimen. Se lo sabía de memoria, pero mientras localizaba los párrafos

Salvaguardar el material de tal índole que pueda desaparecer… anotar la hora… evitar contaminar los lugares donde quepa la posibilidad de poder encontrar restos de tejidos

Oyó un débil susurro detrás de él. Un susurro intercalado de golpes amortiguados.

Había un palo trabado en los volantes de la cerradura del refugio. Se acercó a la puerta, escuchó. Sí. El susurro, los golpes venían de allí dentro. Sonaba casi como una… misa. Una letanía recitada de la que él no podía entender las palabras.

Satanistas…

Un pensamiento tonto, pero cuando miró el palo que estaba puesto en la puerta, la verdad es que sintió miedo, porque se fijó en la punta. Unas líneas pegadas de color rojo oscuro que se extendían unos diez centímetros sobre el propio palo. Igual, exactamente igual a la hoja de un cuchillo cuando había sido usada en un acto violento y no se había secado del todo.

Los susurros al otro lado de la puerta continuaban.

¿Pedir refuerzos?

No. Quizá se estuviera cometiendo algún acto delictivo ahí dentro y se consumara mientras él corría a llamar. Tendría que
arreglárselas
solo.

Desabrochó la funda de la pistola para tener ésta a mano, sacó la porra. Con la otra mano extrajo un pañuelo del bolsillo, lo puso con cuidado en un extremo del palo y empezó a sacarlo del volante al mismo tiempo que permanecía atento por si el ruido del palo provocaba algún cambio, algún tipo de reacción dentro del cuarto.

No. La letanía y los susurros continuaban.

El palo estaba fuera. Lo puso contra la pared para no destruir las huellas de la mano o de los dedos.

Sabía que un pañuelo no era una garantía para que las huellas no se estropearan, por eso en vez de agarrar directamente el volante puso dos dedos rígidos en una de las aspas y empezó a girarla.

Los pestillos de la cerradura se abrieron. Se chupó los labios. Sintió que tenía la garganta seca. Giró el segundo volante hasta el tope y la puerta se abrió un centímetro.

Entonces oyó las palabras. Era una canción. La canción, un susurro entrecortado y lloroso:

¡Doscientossetentaycuatro elefantes se balanceaban

sobre la tela de una ara

(ruido sordo)

aaaña!

¡Como veían que no se caían

fueron a llamar a otro elefante!

¡Doscientossetentaycinco elefantes se balanceaban

sobre la tela de una ara

(ruido sordo)

aaaña!

¡Como veían que no se caían…

Staffan separó la porra del cuerpo, empujó con ella la puerta. Vio.

El bulto detrás del cual se encontraba Tommy de rodillas habría sido difícil de reconocer como un cuerpo humano si no hubiera sido por el brazo que sobresalía, separado del cuerpo hasta la mitad. La zona del pecho, el vientre, la cara no eran más que un montón de carne, vísceras y huesos rotos.

Tommy sujetaba con las dos manos una piedra cuadrada que, en una parte determinada de la canción, hundía en los restos de la carnicería; como no ofrecían ninguna resistencia, la piedra podía atravesarlos y golpear en el suelo con un ruido sordo antes de que la levantara de nuevo y de que otro elefante más subiera a la tela.

Staffan no estaba seguro de que
fuera
Tommy. La persona que agarraba la piedra estaba tan cubierta de sangre, tan salpicada que era difícil… Staffan se sintió realmente indispuesto. Se tragó un vómito que amenazaba con crecer, bajó la mirada para no tener que ver y los ojos se pararon en un soldadito de plomo que estaba tirado al lado del umbral de la puerta. No. Era un tirador de pistola. Lo reconoció. La figura estaba colocada de tal forma que la pistola apuntaba directa al techo.

¿Dónde está la peana?

Después lo comprendió.

La cabeza empezó a darle vueltas y, olvidándose de las huellas digitales y de asegurar las pruebas, apoyó la mano en el marco de la puerta para no caer al suelo mientras la letanía de la canción continuaba:

Doscientossetentaysiete elefantes se balanceaban Sobre la tela…

Tenía que encontrarse realmente mal, puesto que tenía alucinaciones. Le había parecido ver… sí… vio claramente cómo los restos humanos que había en el suelo en el intervalo entre golpe y golpe… se movían.

BOOK: Déjame entrar
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nocturnes by T. R. Stingley
The True Darcy Spirit by Elizabeth Aston
Stone Cold by C. J. Box
Boxcar Children 61 - Growling Bear Mystery by Warner, Gertrude Chandler, Charles Tang
Brown Eyed Girl by Leger, Lori
The Lost Girl by Sangu Mandanna
The Golden Ocean by Patrick O'Brian