Read Delirio Online

Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (26 page)

BOOK: Delirio
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Hoy Nicolás Portulinus fríe salchichas para la cena y se las sirve en un plato a su hija menor, Eugenia, Eres un duende del bosque, mi pobre nena Eugenia, le dice, eres un duende silencioso y recluido en su cueva. Están solos los dos, el padre y la hija, en la cocina enorme, apilados contra las paredes se ven los bultos de naranja que trajo hoy el mayordomo y los racimos de guineo cuelgan de las vigas del techo, Eugenia exprime naranjas en un pesado exprimidor de hierro atornillado a la mesa, del cual no sólo sale el jugo que va llenando la jarra sino que además se desprende un intenso olor a azahares, Nicolás Portulinus mira a los ojos a su hija menor, Eugenia la extraña, le pregunta ¿A ti también te hace llorar el olor a naranjas?, y le cuenta, Hoy la carretera amaneció alfombrada de naranjas aplastadas contra el asfalto, durante la noche se fueron cayendo de los camiones repletos y las ruedas de los autos les pasaron por encima, estuve un buen rato sentado a la orilla de la carretera, pequeña Eugenia, y el olor a naranjas era muy, muy triste, y era muy, muy persistente. Eugenia lo observa mascar la comida con mandíbula pesada y nostálgico rumiar de vaca vieja y piensa con alivio Gracias al cielo, hoy padre no está raro. En Sasaima celebran las fechas patrias del 20 de Julio, a las sirvientas les han dado la noche libre y Blanca, Farax y Sofi bajaron al pueblo para presenciar el desfile y los fuegos artificiales, después asistirán al baile comunal y han anunciado que llegarán tarde, claro que si el jolgorio amerita quizá no regresen hasta las siete y ocho de la mañana del día siguiente porque la tradición invita a cerrar la fiesta al amanecer con desayuno colectivo en la plaza de mercado, el alcalde, que es conservador, ha anunciado que este año se repartirán tamales y cerveza gratis. En casa han quedado solos Nicolás y Eugenia, a quien la madre llamó aparte antes de partir para encomendarle que cuidara al padre y le pronosticó que esta vez la tarea sería fácil, Está tranquilo, le dijo, basta con que no lo pierdas de vista hasta que se duerma, y es en efecto uno de esos ratos serenos y cada vez más escasos en que el padre está bien e incluso conversador; como Eugenia no está acostumbrada a que su padre le dirija la palabra, titubea y no sabe qué responderle. Pese a que ya dieron las nueve de la noche, el padre todavía no flota en un pesado anticipo del sueño como suele suceder, sino que está despierto y en su rostro se dibuja algo parecido a una sonrisa, hoy padre suelta risitas, gorgoritos, mientras fríe salchichas en la cocina, se las sirve en un plato a su hija menor y parece reconciliado con el reino simple de lo cotidiano, Eugenia lo mira y respira hondo como si de verdad descansara de una carga extenuante, Padre está raro, suelen decir las niñas cuando lo sienten deslizarse hacia esas zonas turbias donde no lo alcanzan, padre está raro, y nadie sabe la agonía que hay en la voz de un niño que dice esa frase. La primera vez que Eugenia cree haber percibido la rareza de su padre se remonta a sus cinco o seis años, ella jugando con caracoles de río y él cerca, ocupado en limpiar la hojarasca que obstruye uno de los canales por los que baja el agua hasta la casona, y como el sol pega fuerte el padre lleva un gorro de paja para protegerse la cabeza, pero no es un solo gorro; la niña Eugenia suspende su juego, inquieta, cuando nota que no es un solo gorro lo que lleva el padre sino dos, uno alón de paja sobre otro de tela más pequeño, ella cree recordar que fue horrible comprender de repente que en su padre había algo irremediablemente raro, algo que no dejaba de ser grotesco, así que se le acercó para tratar de quitarle uno de los dos gorros como si eso solucionara el problema de fondo y él la miró con ojos de no verla, ojos de infinita distancia, y desde entonces Eugenia piensa en términos de doble gorro cuando padre está raro, padre está doble gorro, se dice a sí misma, y la sacude un vértigo. Pero hoy padre no está doble gorro y después de la cena se sientan juntos en las mecedoras del corredor que da sobre el río, mejor dicho sobre la hondonada por cuyo fondo corre el río Dulce, que en esta noche patriótica del 20 de Julio no es más que una oscuridad que se desliza y suena bajo un cielo quieto que cada tanto se enciende con los estallidos de pólvora de la fiesta lejana, Allá, donde truenan los cohetes, dice el padre, allá están mi linda Blanca y mi joven Farax, tal vez tengan las manos entrelazadas mientras sus ojos se llenan de estrellas artificiales, y como Eugenia lo escruta, tratando de descifrar si en su alma se está incubando un nuevo brote de delirio, padre la tranquiliza con un par de caricias torpes y pesadas en el pelo negrísimo, No te preocupes, hija, le dice, lo que pasa es que ellos no tienen el don de lo literario, a ninguno de los dos les ha sido revelado el sentido de lo trágico, se necesita ser fuerte, como tu padre, para no querer resolver el conflicto en favor propio, debemos ser generosos, hija mía, la generosidad es lo que se impone en este caso. Eugenia, que está muy pálida, casi transparente y hundida en su mecedora, no capta el sentido del discurso del padre pero eso no la alarma, está acostumbrada a no entender casi nada de lo que él dice, en esta noche serena las chicharras y los grillos arman mucho escándalo, quizá demasiado, Eugenia teme que atosiguen los oídos del padre, ya de por sí abrumados por el zumbido permanente del tinitus, y como si le adivinara el pensamiento el padre le habla del eterno murmullo enclaustrado en sus tímpanos, Tu madre dice que es tinitus pero se equivoca, es un ruido de origen extraterrestre que no parece emanar de un punto fijo del espacio sino de todas las direcciones al mismo tiempo, Padre, trata de explicarle la niña, sólo son los gritos de las chicharras, Estas mujeres, dice condescendiente Nicolás Portulinus moviendo de un lado al otro la cabeza, llaman chicharras y llaman tinitus al eco milenario de la creación del universo. Y después se mece hasta adormecerse, grande, blando y feo en su bata de seda negra con maraña de ramas estampada en verde, Feo pero tranquilo, piensa Eugenia y su pensamiento se ve confirmado por la letanía de ríos de Alemania que le escucha murmurar; el Lahn, el Lippe, el Main, el Mosela, el Neckar y el Niesse, reza el padre medio sonámbulo ya, en un momento parece despabilarse y le dice a la hija En Alemania tengo una hermana muy bella que se llama Ilse, ¿lo sabías?, Sí, padre, le contesta Eugenia pero padre ya está otra vez con su listado alfabético, el Oder, el Rin y el Ruhr, Tenía razón mi madre, piensa Eugenia mientras se va entregando ella también al sueño, hoy padre no está raro. Por eso es grande el sobresalto unas horas después, ella no sabe cuántas, cuando escucha el vocerío que sube desde la negrura del río, los gritos de Nicasio el mayordomo y de su mujer Hilda, ese largo Lo encontraaamooooos que resuena al fondo, detrás del escándalo de chicharras, debajo del centelleo de fuegos artificiales que ya está mermando, Lo encontraaaamoooos, y Eugenia se percata de que el padre ya no está en su mecedora, que de él sólo han quedado sus pantuflas y su bata de seda y corre a buscarlo por la casona, primero en su dormitorio pero la cama aún tendida indica que por allí no ha pasado, luego en el baño pero las toallas, que permanecen en su lugar, dan testimonio de que no las ha tocado, la sala del billar, el comedor inmenso y vacío, la cocina con las cáscaras de naranja aún apiladas sobre la mesa y el olor a azahares todavía vivo, silencioso el salón del piano donde Eugenia se sobresalta al toparse cara a cara con el mayordomo Nicasio que ha salido de la nada como si fuera un espanto, Encontramos al profesor Portulinus en el río, lo encontraron los de Virgen de la Merced y vinieron a avisarnos, estaba allá abajo, por Virgen de la Merced, a unos dos kilómetros de aquí, lo encontraron desnudo y sin vida en una ensenadita de piedras y ya traen su cuerpo, el río lo arrastró y lo dejó arrumado en un remanso. Entre gallos y medianoche Eugenia cree recordar una lenta ceremonia a la luz de una antorcha a la orilla del río, pero el peso específico de ese recuerdo se difumina bajo la carga aplastante de la culpa, Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, le grita por dentro una voz a Eugenia, por culpa de mi descuido estamos enterrando a padre hinchado y verde y a escondidas, por culpa de mi descuido padre se tragó entera el agua de todos los ríos, me quedé dormida y por mi culpa se ha ahogado mi padre, yo lo he matado en sueños, el tinitus de sus oídos resonará por siempre en mi alma, aturdirá mi alma cada día de mi vida recordándome su despedida, Cruz no le pongan, diría quizás la voz extraviada de su madre Blanca, Cruz no le pongan, sólo una piedra, una piedra más entre las muchas piedras que ruedan por la memoria borrada de Eugenia. Cruz no le pongan y cruz no le pusieron, nada que identifique el lugar del entierro, y sólo días después recupera Eugenia la nitidez del recuerdo al verse a sí misma en medio de una escena familiar tan estática que más parece una fotografía, en torno a la mesa del comedor están sentados su hermana Sofi, Farax, su madre y ella, Eugenia, que escucha a su madre anunciar en un tono cordial, sedante, el tono de quien espera que la vida siga pese a todo, Niñas, su padre ha regresado a Alemania, donde se quedará no se sabe por cuánto tiempo. Eso es lo que les comunica Blanca, la madre, de manera inequívoca y contundente y sin derecho a apelaciones, ¿Padre se fue a Alemania sin despedirse?, pregunta Eugenia, que ya no sabe qué hacer con su propio sueño de entierro y antorchas a la orilla del río, no sabe qué hacer con la enumeración de ríos de Alemania que esa noche padre murmuraba como si fuera una oración fúnebre, Si padre está en Alemania entonces dónde está la noche aquella en que se dejó tentar por el llamado del río, quién se soñó el sueño de que mi padre bajaba al río por descuido mío, que no supe detenerlo, que fui la culpable por quedarme dormida, padre regresó a Alemania pero dejó aquí su gran dolor, sus horas de tribulaciones, su cabeza obnubilada, si padre volvió a Alemania entonces quizá no tenga la culpa ella, Eugenia, tal vez si está tranquilo allá en su tierra, padre le haya perdonado el horrendo descuido, si padre está lejos y a salvo, el tropel de las culpas de Eugenia quizá se calme, se mitigue, se apague y ella pueda descansar, a veces Eugenia siente que no ha vuelto a dormir desde esa noche de fuegos artificiales en que se durmió cuando no debía, Sí, dice en la mesa del comedor de Sasaima la niña Eugenia, sí, sí, sí, dice y repite, padre sí se fue para Alemania sin avisarnos y quién sabe cuándo vuelva, si es que vuelve algún día. ¿Y Farax? ¿Qué fue de Farax, desaparecido casi antes de aparecer del todo, ese Abelito Caballero que espejea en un sueño escurridizo que con el despertar se esfuma? Tras terminar de leer los diarios y las cartas del armario Aguilar no tiene clara la respuesta, a partir de cierto punto se le han borrado Farax y Abelito como si hubieran sido escritos con tinta deleble; Aguilar le pregunta a la tía Sofi qué fue de la vida de Farax, Dígamelo usted, Sofi, si usted no lo sabe no lo sabe nadie porque la abuela Blanca no vuelve a mencionarlo en sus memorias, simplemente lo deja de lado como si no hubiera existido nunca, Yo calculo que Farax debió permanecer con nosotras en la casona de Sasaima unos tres o cuatro meses más a partir de la fecha en que mi padre regresó a Alemania, contesta tía Sofi, unos tres o cuatro meses hasta que un día no amaneció más allí, agarró su chaqueta de alpaca, su viejo morral y sus soldaditos de plomo y se fue por donde había venido, es decir por el camino de Anapoima, tal vez no encontró sentido en quedarse porque ya no había quién le enseñara piano, o tal vez se negó a aceptar la demasiada herencia que le legó mi padre, tal vez nunca amó a mi madre o la amó demasiado, tal vez leyó en mis ojos o en los de Eugenia expectativas que lo desasosegaron, quién sabe qué habrá sido, sólo me consta que Farax quedó tan atrás como los días de nuestra adolescencia y que Abelito Caballero desapareció un buen día como había desaparecido mi padre, igual que mi padre pero por el camino y no por el río, yo sólo sé que de ninguno de los dos, mejor dicho de ninguno de los tres volvimos a saber nada porque mi madre nunca dio explicaciones ni mencionó más sus nombres.

Me estaba poniendo uno de esos viejos pantalones míos que permanecían guardados en el clóset de Marta Elena, dice Aguilar, cuando escuché voces de mujer en la sala, una la de la propia Marta Elena y la otra también familiar pero de momento irreconocible, luego una tercera voz femenina, ésta de mujer mayor, parecida a la de tía Sofi, pensé que tal vez sería Margarita, la madre de Marta Elena, aunque me extrañó porque sabía que la enfermedad la mantenía recluida en su propia casa, así que Aguilar, todavía sin camisa ni zapatos, se ocultó tras la puerta de la habitación y se asomó para descubrir que quien hablaba en la sala era en efecto la tía Sofi, y que estaba con Agustina. Ante una Marta Elena que no salía del asombro y que pretendía pasar por condescendiente y una tía Sofi que no hallaba cómo comportarse, allí estaba mi Agustina convertida en una especie de asistenta social, o en el mejor de los casos de vecina entrometida y acuciosa, hablándole a Marta Elena en un tono raro, digamos que impersonal pero imperativo, mejor dicho dándole órdenes, o tal vez explicándole con mucha pedantería todo lo que está fuera de lugar en su casa según la ciencia del feng shui, Agustina era una experta en feng shui y asesoraba a una aterrada Marta Elena sobre cómo debía reorganizar su casa. Dice Aguilar que Agustina empezó a moverse por todos lados sin ser invitada, entraba y salía de las habitaciones de los muchachos hablando a unas velocidades exasperantes, a Aguilar le dio un vuelco el corazón cuando comprendió que en unos segundos Agustina entraría al cuarto de Marta Elena y lo encontraría allí recién bañado y a medio vestir, En un principio tuve un impulso de amante clandestino de película barata y fue esconderme debajo de la cama pero enseguida me vino el pálpito; lo que inicialmente fue sobresalto y pánico ante la idea de que Agustina me descubriera, se convirtió para mí en la absoluta felicidad de ese pálpito, en la sonrisa de oreja a oreja que debió pintarse en mi cara cuando así como de rayo comprendí lo que estaba sucediendo, Agustina me está buscando, pensé, Agustina ha venido hasta acá a recuperarme, me echó de menos anoche y hoy ha venido por mí. De ahí en adelante, dice Aguilar, toda la escena me fue leve y llevadera, yo diría que feliz pese a lo surrealista, pese al susto de Marta Elena y al sobresalto de la tía Sofi, que trató como pudo de explicarme que le había sido imposible impedir que Agustina se saliera del apartamento, ¿Y cómo supo ella que yo estaba aquí? No sé, muchacho, simplemente lo supo, bueno, no era difícil imaginarlo, Está bien, tía Sofi, le dije y en realidad estaba sumamente bien, yo no cabía en mí de la alegría de saber que a su loca manera Agustina había venido a buscarme, dice Aguilar que se quedó quieto donde estaba, o sea parado contra la puerta del dormitorio, donde Agustina entró como una exhalación pasando frente a él sin voltear a mirarlo como si fuera un fantasma, porque ahora lo de ella era criticar muebles, descartar floreros, le ordenaba a Marta Elena cambiar de color las paredes, A quién se le ocurre pintar una casa toda entera de este amarillo pasmado, sólo a alguien muy anticuado y aburrido, Lo siento mucho, señora —a Marta Elena siempre la llamó señora, ni una vez por su nombre— pero todas las camas de este lugar están mal orientadas, es pésimo para el equilibrio interior poner las cabeceras hacia el sur, eso hasta usted debería saberlo, sería conveniente que incrementara el chi madera para que circule por su casa la energía norte, hasta se inmiscuyó en el armario de Marta Elena calificándolo de desordenado y le recomendó deshacerse de tanto zapato gastado y de toda esa ropa pasada de moda, Así se ve más vieja, señora, deje de vestirse de negro a ver si supera esa cara de luto que lleva, A ver, a ver, qué tenemos por aquí, dijo cuando vio ropa mía guardada, Ah, esto sí que no, si ya se le fue el marido, señora, lo mejor es que le devuelva su ropa y que recupere el espacio, no se exponga a que cuando consiga uno nuevo se sienta incómodo al encontrar su lugar ocupado, Yo no sabía si llorar o reírme, dice Aguilar, de verdad no sabía si Agustina estaba delirando o sólo fingiendo para atormentar a Marta Elena, Mire, señora, estos cajones atiborrados de corotos inservibles no tienen presentación, así lo único que logra es bloquear el chi y debilitar la energía yang. Era tan payaso todo lo que sucedía, dice Aguilar, que un par de veces tuve que contener la carcajada, como cuando Agustina denostó de un óleo que estaba colgado en la sala y ordenó quitarlo inmediatamente de allí, y en medio de todo yo me regocijaba pensando que tenía razón, que era realmente deplorable ese cuadro que yo siempre odié y que Marta Elena impuso sistemáticamente en la sala de nuestras sucesivas viviendas, Por momentos la escena hubiera sido exultante si mi ex no se hubiera mostrado tan disgustada, Por Dios, Aguilar, ¿qué le pasa a tu mujer? me preguntó entre dientes en un instante en que quedamos solos, No sé qué le pasa, Marta Elena, le pasa que está delirando, le contesté, yo que nunca le había confesado lo serio que era el problema mental de Agustina, a lo mejor le había soltado de paso algo así como Agustina se deprime, o un Agustina es muy nerviosa, pero no le había dicho al respecto ni una palabra más, con el resultado de que ahora, sin previo aviso y en la propia casa de Marta Elena se desataba este vendaval, Para qué cama doble, señora, se le come todo el espacio y según entiendo usted duerme sola, No había quién detuviera a mi juguete rabioso, dice Aguilar, ni quedó un solo objeto con el que no se metiera, si eran las plantas, mal estas de hojas puntiagudas y mejor consígase unas de hojas redondeadas, y para ese muro mi recomendación es que cuelgue un espejo ba gua rodeado de trigramas, Póngalo ya mismo para evitar una tragedia, sentenciaba Agustina y al pronunciar la palabra tragedia su voz vibraba un poco, como si la pronosticara. Marta Elena le llevaba la corriente quitando cuadros y colocando espejos y me miraba con compasión, con miedo, con desconsuelo, hasta que en determinado momento me rogó Llévatela de aquí, Aguilar, siento mucho lo que te está pasando pero llévatela, solucionen el drama entre ustedes que yo no llevo velas en este entierro. Mientras tanto Agustina se metió al baño, abrió de par en par los gabinetes y llamó a la señora, Oiga, señora, esto está muy mal, usted no tiene por qué tener tantos remedios en casa, la automedicación es nociva para la salud, esta pomada contiene cortisona, no se la recomiendo, y esto tampoco es bueno, no conviene abusar de los antibióticos; Qué divertido, dice Aguilar, ni que Agustina hubiera adivinado mis devaneos con la idea de instalarme de nuevo en esta casa y hubiera venido expresamente a no dejar de ella piedra sobre piedra, ni de la casa ni del devaneo, o quién sabe, es posible que mi Blimunda efectivamente haya adivinado que por un instante yo había empezado a fallarle. La tía Sofi se había dejado caer en un sillón y hacía unos movimientos peculiares, algo así como sucesivos intentos por pararse pero sus piernas se negaban a responderle, Marta Elena se mostraba cada vez más indignada de que yo me tomara aquello a la ligera y quién sabe cómo hubiera terminado el acto si Agustina no me agarra de la mano y dice Nos vamos, y cuando la tía Sofi quiso arrancar detrás de nosotros se lo impidió, Usted quédese aquí un ratico haciendo visita con esta otra señora, que de vez en cuando es bueno dejar que las parejas hagan sus cosas a solas, la tía Sofi no pudo hacer otra cosa que reírse de la cuchufleta y yo por mi parte había vuelto a ser persona, porque era la primera vez, desde el episodio oscuro, que la mujer que adoro daba muestras de necesitarme. Antes de salir, mi juguete rabioso agarró una fotografía mía que estaba enmarcada sobre una mesita y dijo Esto también me lo llevo.

BOOK: Delirio
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