Chance la interrumpió:
—No quiero conocer a esa gente.
—Comprendo, señor. Sólo dos asuntos más: el
Wall Street Journal
ha predicho su inminente designación en el directorio de la Primera Compañía Financiera Norteamericana y querría que usted le entregase una declaración. En mi opinión, señor, si usted pudiese darle ahora una prognosis, contribuiría enormemente a valorizar las acciones de esa Compañía…
—No puedo darles nada.
—Muy bien, señor. El otro asunto se refiere a la Universidad de Eastshore; sus autoridades desean conferirle el título de Doctor en Derecho
honoris causa
, pero quieren asegurarse de antemano que usted aceptará.
—No necesito un doctor —contestó Chance.
—¿Quiere usted ponerse en comunicación con las autoridades de la Universidad?
—No.
—Entiendo. ¿Y qué hacemos con respecto a los periódicos?
—No me agradan los periódicos.
—¿Desearía ver a los corresponsales extranjeros?
—Los veo con suficiente frecuencia en la televisión.
—Muy bien, señor. ¡Ah! La señora Rand me pidió que le recordara que el avión de la familia sale a las cuatro para Washington. Además, me dijo que le comunicara que usted se hospedará en casa de su anfitriona.
* * *
Karpatov, el jefe de la Sección Especial, arribó el viernes para entrevistarse con el Embajador Skrapinov. Fue conducido inmediatamente a la oficina del Embajador.
—No hay ninguna información adicional en el legajo de Gardiner —dijo, al tiempo que apoyaba el documento sobre el escritorio del Embajador.
El Embajador hizo a un lado el legajo.
—¿Dónde está lo demás?
—No hay ningún antecedente de él en ninguna parte, Camarada Skrapinov.
—¡Karpatov, quiero hechos!
Karpatov habló con tono vacilante:
—Camarada Embajador, me he enterado de que la Casa Blanca está ansiosa por averiguar qué sabemos nosotros acerca de Gardiner. Esto parecería indicar que Gardiner tiene una importancia política de primera magnitud.
Skrapinov fulminó a Karpatov con la mirada, se puso de pie y comenzó a caminar de arriba abajo detrás de su escritorio.
—Sólo quiero una cosa de su Sección —dijo—: los hechos relativos a Gardiner.
Karpatov permaneció donde estaba, dando muestras de mal humor.
—Camarada Embajador —replicó—, es mi obligación comunicarle que no hemos podido hallar la más mínima información acerca de él. Parecería casi que no hubiera existido anteriormente.
La mano del Embajador se posó con fuerza sobre el escritorio provocando la caída de una pequeña estatua. Karpatov se agachó, tembloroso, la recogió y la volvió a colocar en su lugar sobre el escritorio.
—¡No se crea que me voy a dejar engañar por semejante sandez! —protestó el Embajador— ¡No lo acepto! ¡Como si nunca hubiera existido! Se da cuenta de que Gardiner es uno de los hombres más importantes de este país y que este país no es la Georgia Soviética, sino los Estados Unidos de América, el Estado imperialista más poderoso del mundo. Las personas como Gardiner deciden diariamente el destino de millones de seres. ¡Como si nunca hubiera existido! ¿Ha perdido la razón? ¿Se da cuenta de que yo he mencionado a este hombre en mi discurso? —Hizo una pausa y luego se inclinó hacia adelante, en dirección a Karpatov—: A diferencia de la gente de su Sección, yo no creo en la existencia de «almas muertas» en el siglo veinte… ni tampoco creo que vengan a visitarnos seres de otros planetas, como ocurre en los programas de televisión norteamericanos. Exijo formalmente que en un plazo de cuatro horas me sean entregados personalmente todos los datos referentes a Gardiner.
Inclinando las espaldas, Karpatov abandonó el salón.
* * *
Transcurridas cuatro horas, coma Skrapinov no había recibido aún ninguna noticia de Karpatov, decidió darle una lección. Convocó a su oficina a Sulkin, aparentemente un funcionario de menor jerarquía de la Misión, pero en realidad uno de los hombres más poderosos del Departamento de Asuntos Exteriores.
Skrapinov se quejó amargamente a Sulkin de la ineptitud de Karpatov, subrayó la enorme importancia que revestía la información sobre Gardiner y le pidió a Sulkin que lo ayudara a obtener una reseña clara del pasado de Gardiner.
Después de almuerzo, Sulkin preparó una entrevista privada con Skrapinov. Se dirigieron a una habitación de la Misión, conocida coma «La Cueva», especialmente protegida contra todo dispositivo que permitiera escuchar lo que en ella se decía. Sulkin abrió su cartera y ceremoniosamente sacó de una carpeta negra una única hoja de papel en blanco. Skrapinov esperaba, ansioso.
—¡Esta, mi estimado Camarada, es su reseña del pasado de Gardiner! —refunfuñó Sulkin.
Skrapinov echó una mirada a la página, vio que estaba en blanco, la dejó caer, miró con enojo a Sulkin y dijo:
—No entiendo, Camarada Sulkin. Esta página está en blanco. ¿Significa esto que no se me confiarán los antecedentes de Gardiner?
Sulkin tomó asiento, encendió un cigarrillo y agitó lentamente la cerilla hasta apagarla.
—La investigación de los antecedentes del señor Gardiner, mi estimado Camarada Embajador, ha demostrado ser una tarea tan dificultosa para los agentes de la Sección Especial que ya ha provocado la pérdida de uno de ellos, sin que se lograra descubrir el más mínimo detalle del pasado de Gardiner. —Sulkin hizo una pausa para dar una chupada a su cigarrillo—. Fue una suerte, sin embargo, que la noche del miércoles yo tomara la precaución de fototelegrafiar a Moscú una película de la aparición de Gardiner en el programa televisivo «Esta Noche». Esta película, le interesará saber, fue sometida sin demora a un examen psiquiátrico, neurológico y lingüístico. Con ayuda de nuestras computadoras de último modelo, nuestros equipos han analizado el vocabulario, la sintaxis, el acento y las características faciales y de otro tipo de Gardiner. Los resultados, mi estimado Skrapinov, han de sorprenderlo, sin duda. Resultó imposible determinar de algún modo sus antecedentes étnicos o atribuir su acento a alguna comunidad en todos los Estados Unidos.
Skrapinov miró a Sulkin con intenso asombro.
Con una sonrisa desganada, Sulkin continuó:
—Por otra parte, le interesará también saber que Gardiner ha demostrado ser una de las figuras públicas norteamericanas de mayor equilibrio emocional de los últimos años. Sin embargo —prosiguió Sulkin—, su señor Gardiner sigue siendo, en el fondo —y, al decir esto, levantó la hoja de papel de una esquina—, una hoja en blanco.
—¿Una hoja en blanco?
—¡Hoja en blanco! —repitió Sulkin—. ¡Exactamente; el pseudónimo de Gardiner!
Skrapinov cogió rápidamente una copa de agua la bebió de un sorbo.
—Perdóneme, Camarada —dijo—. Pero el jueves por la noche, cuando decidí aludir a Gardiner en mi discurso pronunciado en Filadelfia, di por sentado naturalmente que se trataba de un miembro conocido de la élite de Wall Street. Después de todo, el Presidente de los Estados Unidos había mencionado su nombre. Pero si, como parece…
Sulkin levantó su mano.
—¿Parece? ¿Qué razones tiene para sugerir que Chauncey Gardiner no es en realidad el hombre descrito por usted?
Skrapinov apenas atinó a murmurar:
—La página en blanco… la ausencia de toda información…
Una vez más Sulkin lo interrumpió.
—En realidad, estoy aquí para felicitarlo por su clarividencia. Debo decirle que abrigamos el firme convencimiento de que Gardiner es, en realidad, un miembro destacado de un grupo de la élite norteamericana que ha estado planeando desde hace algunos años un golpe de Estado. Debe de tener tal importancia para ese grupo, que han conseguido encubrir todos los detalles relativos a su identidad hasta su presentación el martes por la tarde.
—¿Dijo usted un golpe de Estado? —preguntó Skrapinov.
—Sí; eso dije —replicó Sulkin—. ¿Duda de que sea posible?
—Bueno, no; por cierto que no. El mismo Lenin parece haberlo previsto.
—Bien, muy bien —dijo Sulkin, mientras cerraba su cartera—. Al parecer, su intuición estaba bien fundada. Su decisión inicial de aproximarse a Gardiner ha resultado justificada. ¡Usted tiene un instinto certero, Camarada Skrapinov… un verdadero instinto marxista! —Se puso de pie, dispuesto a partir—. Dentro de muy poco recibirá instrucciones especiales acerca de la actitud que deberá adoptar respecto a Gardiner.
Cuando Sulkin se fue, Skrapinov se puso a reflexionar sobre lo increíble de la situación. Anualmente se invertían miles de millones de rublos en ingeniosos dispositivos japoneses, en la preparación y encubrimiento de superespías, en satélites de reconocimiento, en embajadas abarrotadas de personal, misiones comerciales, intercambios culturales, sobornos, obsequios… cuando lo único que importaba finalmente era poseer un certero instinto marxista… Pensó en Gardiner y le envidió su juventud, su circunspección, su futuro como dirigente.
¡Página en blanco!
… El pseudónimo le hizo rememorar episodios de la Segunda Guerra Mundial, de los partisanos a los que había conducido a tantas victorias. Tal vez se había equivocado al elegir la carrera diplomática; quizá el ejército hubiera respondido mejor a su vocación… Pero ya tenía demasiados años…
* * *
El viernes por la tarde, la secretaria del Presidente le presentó su informe.
—Lo lamento, señor Presidente, pero desde ayer sólo he conseguido reunir unos cuantos recortes de prensa más sobre Gardiner. Se trata del discurso del Embajador Soviético, que mencionó su nombre, y de la transcripción de la entrevista de Gardiner con la prensa en la recepción de las Naciones Unidas.
El Presidente demostró su enojo.
—¡Terminemos con este asunto! ¿Habló con los Rand sobre Gardiner?
—Me comuniqué por teléfono con los Rand, señor. Lamentablemente, el señor Rand ha tenido una seria recaída y está bajo los efectos de fuertes calmantes. No puede hablar.
—¿Habló con la señora Rand?
—Sí, señor. Estaba al lado de su marido. Me contestó tan sólo que el señor Gardiner se opone a toda intromisión en su vida privada y ella abriga gran respeto por este aspecto de la personalidad del señor Gardiner. Dijo que cree… pero cree, solamente, entiéndase bien… que el señor Gardiner se propone ejercer una actividad mucho mayor en vista de que el señor Rand está obligado a guardar cama. Pero no relacionó al señor Gardiner con ninguna actividad concreta ni con ninguna situación familiar.
—¡El
Times
brinda más información! ¿Y nuestras agencias de información? ¿Ha hablado usted con Steven?
—Sí, señor Presidente. No ha logrado obtener ni un solo dato. Ha hecho todas las averiguaciones posibles y ningún organismo pudo brindarle información al respecto. Por supuesto, se controlaron las impresiones digitales y la fotografía de Gardiner con ocasión de la visita que usted hizo a la casa de los Rand, pero, dado que carecía de antecedentes y por tratarse de un huésped de Rand, se le dio el visto bueno. Me parece que eso es todo lo que puedo informarle.
—Está bien, está bien. Llame a Grunmann. Dígale lo que sabe o, mejor dicho, lo que no sabe, y pídale que me llame tan pronto averigüe algo de Gardiner.
Al poco rato llamó Grunmann.
—Señor Presidente, todos aquí en la oficina hemos estado investigando desesperadamente. No hay ningún dato, absolutamente ninguno, sobre él. ¡Parecería que este hombre no hubiera existido hasta que se instaló en casa de los Rand hace tres días!
—Este asunto me tiene muy perturbado, muy perturbado —dijo el Presidente—. Quiero que vuelvan a insistir. Quiero que sigan investigando, ¿me entiende? Y, a propósito, Walter, hay un programa de televisión en el que unos norteamericanos corrientes resultan ser realmente invasores de otro planeta ¿no? Bueno, Walter, me niego a creer que he hablado con uno de esos intrusos en la ciudad de Nueva York. Cuento con que usted me presente un frondoso legajo sobre Gardiner. En caso contrario, le prevengo que yo personalmente autorizaré que se investigue sin demora a todos los responsables de semejante brecha en nuestro sistema de seguridad.
Grunmann volvió a llamar.
—Señor Presidente —dijo en voz baja—, mucho me temo que nuestros temores iniciales hayan quedado confirmados. No hay ningún testimonio del nacimiento de este hombre, ni de sus padres, ni de su familia. Sabemos, sin embargo, con absoluta certeza, y yo respondo de ello, que no ha estado envuelto jamás en ninguna acción jurídica con ninguna persona u organización, compañía o agencia de carácter privado, estatal o federal. Nunca ha provocado ningún accidente o daño y, dejando de lado el accidente con los Rand, tampoco apareció como damnificado. Jamás ha sido internado en un hospital; no tiene ningún seguro, ni posiblemente debe poseer ningún otro documento de identificación personal. No conduce automóviles ni aviones, y nunca se le ha otorgado ningún permiso de clase alguna. No tiene tarjetas de crédito, ni cheques, ni tarjetas de visita. No posee ninguna propiedad en este país… Señor Presidente, lo tuvimos bajo vigilancia en Nueva York: no habla de negocios ni de política ni por teléfono ni en casa. Todo lo que hace es mirar televisión. El televisor de su habitación está siempre en funcionamiento; hay un ruido constante…
—¿Hace qué?… —interrumpió el Presidente—. ¿Qué dijo, Walter?
—Dije que mira televisión, todos los canales, prácticamente sin interrupción. Aun cuando la señora Rand… está con él en su habitación, señor…
El Presidente lo detuvo secamente:
—Walter, nada justifica semejantes investigaciones y, caramba, yo no quiero enterarme de esas cosas. ¿A quién diablos le interesa lo que Gardiner haga en su cuarto?
—Lo siento, señor Presidente, pero nos vimos obligados a recurrir a todo. —Se aclaró la garganta—. Señor, últimamente hemos comenzado a desconfiar de este hombre Gardiner. Grabamos sus conversaciones en la recepción de las Naciones Unidas pero casi no habló. Francamente, señor, hemos estado pensando que podría tratarse de un agente de una potencia extranjera. Pero la verdad es que toda esa gente casi sin excepción dispone de demasiada documentación, está demasiado identificada con todo lo que sea norteamericano. No hay en ellos absolutamente nada que no sea norteamericano; es un milagro, como dice siempre el Director, que alguno no acabe siendo elegido para el más alto cargo del país…—Grunmann se mordió la lengua, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.