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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (12 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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La gente comenzó a dispersarse. En el siguiente encuentro, a Patrick le entregarían los libros de fotos completados y todas las pruebas que aún no se hubiesen llevado al laboratorio, y todos los resultados ya disponibles. Al cabo de veinticuatro horas, estaría enterrado bajo una avalancha tal de información, que ni siquiera vería el camino de salida.

Mientras los demás regresaban a las diferentes zonas del edificio para completar un trabajo que les ocuparía toda la noche y gran parte del día siguiente, Patrick salió y se dirigió a su coche. Había dejado de llover. Había pensado volver a la comisaría para revisar las pruebas obtenidas en casa de los Houghton, y también quería hablar con los padres, si es que éstos seguían dispuestos. Pero casi sin pensar dirigió el coche hacia el centro médico, en cuyo estacionamiento lo dejó. Entró por urgencias, blandiendo la placa.

—Verá —le dijo a la enfermera—, ya sé que han ingresado muchos chicos aquí durante el día de hoy, pero uno de los primeros ha sido una chica llamada Josie. Estoy intentando dar con ella.

La enfermera hizo revolotear las manos sobre el teclado de la computadora.

—¿Josie qué?

—Eso es lo malo —reconoció Patrick—, que no lo sé.

En la pantalla aparecía un torrente de información, y la enfermera posó el dedo en un punto sobre la misma.

—Cormier. Cuarta planta, habitación cuatrocientos veintidós.

Patrick le dio las gracias y se metió en el ascensor. Cormier. El apellido le resultaba familiar, pero no acababa de ubicarlo. Era bastante común, supuso, lo habría leído en los periódicos o lo habría visto en algún programa de televisión. Pasó junto al mostrador de las enfermeras y siguió la numeración a lo largo del pasillo. La puerta de la habitación de Josie estaba entreabierta. La chica estaba sentada en la cama, envuelta en las sombras, hablando con una figura de pie junto a ella.

Patrick llamó con suavidad con los nudillos y entró en la habitación. Josie le dirigió una mirada inexpresiva. La mujer que estaba con ella se volvió en redondo.

«Cormier». Patrick cayó en la cuenta. «La jueza Cormier». Había sido llamado a testificar varias veces a su juzgado antes de que ella se convirtiera en jueza del Tribunal Superior. Había acudido a ella en busca de mandamientos judiciales como último recurso, al fin y al cabo, ella procedía del ámbito de los abogados de oficio, lo que en la mentalidad de Patrick significaba que, por mucho que ahora quisiera ser escrupulosamente equitativa, seguía existiendo el hecho de que había jugado en el bando contrario.

—Señoría —dijo—. No había caído en la cuenta de que Josie fuera su hija. —Se acercó a la cama—. ¿Cómo estás?

Josie le miraba fijamente.

—¿Le conozco?

—Yo soy el que te ha sacado de allí…

Se interrumpió al ver que la jueza lo agarraba del brazo y lo apartaba, fuera del alcance del oído de Josie.

—No recuerda nada de lo sucedido —le susurró la jueza—. No sé por qué, pero cree que ha sufrido un accidente de coche… y yo… —se le apagó la voz—, no me he atrevido a contarle la verdad.

Patrick comprendió: cuando amas a alguien, no quieres ser la persona que haga que su mundo se venga abajo.

—¿Quiere que se lo diga yo?

La jueza vaciló, y finalmente asintió agradecida. Patrick se acercó a Josie de nuevo.

—¿Estás bien?

—Me duele la cabeza. Los médicos dicen que he sufrido una conmoción cerebral y que debo pasar la noche aquí, en observación. —Levantó la vista hacia él—. Supongo que debo darle las gracias por haberme rescatado. —De repente, en su rostro se reflejó un pensamiento que la preocupaba—. ¿Usted sabe cómo está Matt? ¿Era el chico que estaba conmigo en el coche?

Patrick se sentó en el borde de la cama.

—Josie —dijo con suavidad—, no has sufrido ningún accidente de coche. Ha pasado algo en el instituto. Ha entrado un alumno armado y se ha puesto a disparar contra todo el mundo.

Josie sacudió la cabeza, tratando de desprenderse del efecto de aquellas palabras.

—Y Matt es una de las víctimas…

Los ojos de Josie se llenaron de lágrimas.

—¿Está bien? —preguntó.

Patrick bajó la vista hacia la cama.

—Lo siento.

—No —dijo Josie—. No. Me está mintiendo.

Y empezó a golpear a Patrick, sin mirarlo, en la cara y en el pecho. La jueza se abalanzó hacia ella, tratando de calmarla, pero Josie se había vuelto loca, chillaba, lloraba, arañaba, hasta que dos de las enfermeras de la planta entraron corriendo en la habitación, de la que echaron a Patrick y a la jueza Cormier, para administrarle a Josie un sedante.

En el pasillo, Patrick se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Por Dios bendito. ¿Por eso era por lo que iba a tener que hacer pasar a todos sus testigos? Estaba a punto de pedirle disculpas a la jueza por haber alterado de aquel modo a Josie, cuando también ella se enfrentó a él con ferocidad.

—Pero ¿qué diablos pretendía, contándole lo de Matt?

—Usted me lo pidió —replicó Patrick, resentido.

—¡Le pedí que le contara lo que había pasado en el instituto! —matizó la jueza—. ¡No que le dijera que su novio estaba muerto!

—Sabe perfectamente que Josie se habría enterado tarde o temprano…

—¡Tarde! —le interrumpió la jueza—. Mucho más tarde.

Las enfermeras aparecieron en la puerta de la habitación.

—Ahora ya duerme —susurró una de ellas—. Volveremos para ver cómo sigue.

Ambos esperaron hasta que las enfermeras ya no podían oírles.

—Escuche —dijo Patrick con firmeza—, hoy he visto chicos con disparos en la cabeza, chicos que no volverán a caminar nunca más, chicos que han muerto por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Su hija… está bajo los efectos del
shock
… pero es una de las afortunadas.

Aquellas palabras tuvieron el efecto de una bofetada. Por un instante, la jueza no parecía ya furiosa. En sus ojos grises se veían desfilar las trágicas situaciones por las que, gracias a Dios, no debería pasar; la tensión en sus labios se aflojó, y entonces, de un modo tan súbito como se habían crispado, sus rasgos se distendieron, impasibles.

—Lo siento. No suelo actuar así normalmente. Es que… ha sido un día terrible.

Por mucho que la miraba, Patrick fue incapaz de encontrar rastro de la emoción que por un momento la había descompuesto. Sin brecha. Así era ella.

—Sé que usted sólo trataba de hacer su trabajo —dijo la jueza.

—Me hubiera gustado hablar con Josie… pero no había venido a eso. He venido porque ella ha sido la primera que… bueno, necesitaba saber que estaba bien. —Le ofreció a la jueza Cormier la más leve de las sonrisas, una de esas que pueden empezar a hacer mella en un corazón—. Cuide de ella —añadió, volviéndose y alejándose por el pasillo, sintiendo el calor de una mirada en la espalda, una muy parecida a una caricia.

Doce años antes

En su primer día de jardín de infantes, Peter Houghton se despertó a las cuatro y treinta y dos minutos de la mañana. Entró sin hacer ruido en la habitación de sus padres y preguntó si ya era la hora de tomar el autobús de la escuela. Desde que le alcanzaba la memoria, había visto siempre a su hermano Joey tomando el autobús, el cual constituía para él un misterio de proporciones dinámicas: la forma en que rebotaba sobre su hocico amarillo; la puerta que se abría sobre sus goznes como las fauces de un dragón; el quejumbroso suspiro al detenerse en una parada. Peter tenía un autobús de juguete exactamente igual que aquel de verdad en el que Joey se montaba dos veces al día… El mismo autobús en el que también él iba a subirse ahora.

Su madre le dijo que se volviera a su cama y durmiera hasta que se hiciera de día, pero él no pudo. En lugar de ello, se vistió con la ropa que su madre le había comprado especialmente para su primer día de colegio y se tumbó encima de la cama a esperar. Bajó primero para el desayuno; su madre preparó crepes crujientes con chocolate… sus favoritas. Le dio un beso en la mejilla y le tomó una foto sentado a la mesa, desayunando, y luego otra cuando se puso el abrigo y la mochila vacía a la espalda, como el caparazón de una tortuga.

—No puedo creer que mi hijo vaya ya a la escuela —dijo su madre.

Joey, que aquel año empezaba segundo curso, le dijo que dejara de comportarse como un tonto.

—Sólo es el cole —le dijo—. Ya ves tú qué cosa.

La madre de Peter le abrochó el abrigo hasta el cuello.

—También para ti fue una gran cosa en su día —dijo.

Y entonces le dijo a Peter que tenía una sorpresa para él. Fue a la cocina y reapareció con una fiambrera de Superman. El héroe estaba representado con el puño avanzado, como si tratara de perforar el metal. Su cuerpo en relieve sobresalía muy ligeramente de la superficie, como las letras de los libros que leen los invidentes. A Peter le gustó pensar que aunque no pudiera ver, siempre sería capaz de reconocer su fiambrera. La tomó de manos de su madre y la abrazó. Oyó el golpe sordo de una pieza de fruta que rodaba dentro, el ruido del papel encerado al arrugarse, y se imaginó las entrañas de su comida como si fueran órganos misteriosos.

Esperaron al final del camino de entrada, y tal como Peter había soñado una y otra vez, el autobús amarillo apareció por encima de la cresta de la colina.

—¡La última! —dijo su madre, y le hizo una fotografía más a Peter, con el autobús rezongando al detenerse a su lado—. Joey —le instruyó—, cuida de tu hermano. —Y le dio a Peter un beso en la frente—. Mi chico, qué grande —dijo, apretando los labios con fuerza, como hacía cuando intentaba aguantarse el llanto.

De repente, Peter sintió como si el estómago se le encogiera. ¿Y si el colegio no era tan genial como él se había imaginado? ¿Y si la maestra era como la bruja que salía en aquel programa de la tele que a veces le producía pesadillas? ¿Y si se olvidaba de hacia qué lado se escribía la letra E y todos se reían de él?

Subió con recelo los escalones del autobús. El conductor llevaba una chaqueta del ejército y le faltaban los dos dientes de delante.

—Hay asientos libres al fondo —dijo, y Peter recorrió el pasillo, buscando a Joey.

Su hermano se había sentado con un chico al que él no conocía. Joey lo miró al pasar, pero no le dijo nada.

—¡Peter! —oyó que lo llamaban.

Se volvió y vio a Josie dando unas palmaditas en el asiento libre junto a ella. Llevaba el pelo oscuro recogido con trenzas y una falda, aunque ella odiaba llevar falda.

—Te lo estaba guardando —dijo Josie.

Se sentó a su lado, y ya se sintió mejor. Iba montado en un autobús. Y además sentado con su mejor amiga.

—Qué fiambrera genial —dijo Josie.

Él la sostuvo en alto para enseñarle a Josie cómo hacer para que pareciera que Superman volaba moviendo la fiambrera, y justo en ese momento una mano apareció desde el otro lado del pasillo. Un chico con brazos de orangután y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás arrebató la fiambrera de la mano de Peter.

—Eh, anormal —dijo—, ¿quieres ver volar a Superman?

Antes de que Peter pudiera comprender lo que aquel chico mayor se proponía, éste abrió la ventanilla y arrojó por ella la fiambrera de Peter. Peter se levantó, estirando el cuello para mirar por la ventanilla trasera de emergencia. Su fiambrera se abrió de golpe al rebotar contra el asfalto. La manzana rodó sobre la línea discontinua de la carretera y desapareció bajo el neumático de un coche que pasaba.

—¡Siéntate! —gritó el conductor del autobús.

Peter se dejó caer en su asiento. Tenía la cara fría, pero las orejas ardiendo. Oyó cómo se reían aquel chico y sus amigos, tan fuerte como si los tuviera metidos dentro de la cabeza. Entonces notó la mano de Josie que tomaba la suya.

—Yo llevo crema de cacahuete —le dijo en un susurro—. Hay para los dos.

Sentado delante de Alex, en la sala de visitas de la prisión, estaba su nuevo cliente, Linus Froom, el cual aquella misma mañana, a las cuatro, se había vestido de negro, se había puesto un pasamontañas y había atracado a punta de pistola el autoservicio de una gasolinera de Irving. Cuando la policía acudió a la llamada de socorro, Linus había huido, pero encontraron un teléfono móvil en el suelo. Éste sonó cuando el detective de policía estaba ya de vuelta en su despacho.

—Eh, compadre —dijo la voz que llamaba—. Este móvil te lo has encontrado, ¿verdad? Pues es mío, ¿entiendes? —El detective le dijo que sí, que se lo había encontrado, y le preguntó dónde lo había perdido—. En la gasolinera de Irving. Hace, yo qué sé, media hora o algo así.

El detective le propuso encontrarse en el cruce de la carretera 10 con la 25A, asegurándole que le devolvería el teléfono.

Ni que decir tiene que Linus Froom se presentó, y que fue arrestado por robo.

Alex observaba a su cliente, sentado al otro lado de la mesa llena de marcas. En aquellos momentos, su hija estaba comiendo galletas con jugo, o escuchando un cuento, o pintando con lápices de colores, o haciendo lo que fuera que hiciesen en el primer día de escuela; y ella estaba allí, sentada en la silla de una sala de la prisión del condado, con un criminal tan estúpido que no valía ni para su oficio.

—Aquí dice —dijo Alex, examinando el informe policial—, que cuando el detective Chisholm te leyó tus derechos se produjo algún tipo de altercado verbal…

Linus levantó la cabeza. Era un muchacho de apenas diecinueve años, con acné, y cejijunto.

—Pensó que era un retrasado de mierda.

—¿Él te dijo eso?

—Me preguntó si sabía leer.

Los policías lo preguntan siempre antes de leerle al sospechoso sus derechos constitucionales.

—Y tu respuesta, según parece, fue: «Qué pasa, cornudo, ¿es que tengo cara de imbécil?».

Linus se encogió de hombros.

—¿Qué se supone que tenía que decir?

Alex se pellizcó en el puente de la nariz. El trabajo de defensor de oficio era un agotador y confuso cúmulo de momentos como aquél: una gran cantidad de tiempo y de energía empleados para ayudar a alguien que, al cabo de una semana, un mes o un año, acabaría de nuevo sentado delante de ella. Pero ¿qué otra cosa tenía que hacer? Aquél era el mundo que ella misma había elegido habitar.

Su
beeper
sonó. Miró el número y lo apagó.

—Linus, creo que vamos a tener que hacer frente a un juicio.

Dejó a Linus en manos de un agente y se metió en la oficina de una secretaria de la prisión para llamar por teléfono.

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