—¿Podrían disculparme un momento? —dijo, dejando a la auxiliar con ellos mientras se dirigía al mostrador de las enfermeras para tomar un teléfono—. ¿Qué pasa? —preguntó Lacy cuando la secretaria descolgó.
—Una de sus pacientes insiste en verla.
—Ahora mismo estoy un poco ocupada —dijo Lacy con intención.
—Dice que esperará el tiempo que haga falta.
—¿Quién es?
—Alex Cormier —replicó la secretaria.
En circunstancias normales, Lacy le habría dicho a la secretaria que derivara a la paciente a alguna de las otras parteras disponibles. Pero había algo en Alex Cormier difícil de definir, algo que no habría podido concretar pero que no andaba del todo en orden.
—Está bien —dijo Lacy—. Pero dígale que puedo tardar horas.
Colgó el teléfono y se apresuró a regresar a la sala de partos, donde volvió a colocarse entre las piernas de la paciente para comprobar la dilatación.
—Parece que lo único que necesitabas era que yo desapareciera —bromeó—. Has dilatado diez centímetros. La próxima vez que sientas ganas de empujar… ¡hasta el fondo!
Diez minutos más tarde, la paciente daba a luz a una niña de poco más de kilo y cuarto. Mientras los padres se embelesaban con ella, Lacy se volvió hacia la enfermera de guardia, con la que se comunicó silenciosamente con los ojos. Allí pasaba algo grave.
—Qué pequeñita es —dijo el padre—. ¿Hay algo que… ? ¿Está bien… ?
Lacy vaciló unos segundos, ya que no sabía muy bien cuál era la respuesta. «¿Un fibroma?», se preguntó. Lo único que sabía es que dentro de aquella mujer había mucho más que un bebé que no llegaba al kilo y medio. Y que en cualquier momento la paciente tendría una hemorragia.
Pero cuando Lacy metió la mano en el interior del vientre de la paciente y presionó en el útero, se quedó paralizada.
—¿Nadie le había dicho que traía mellizos?
El padre se quedó lívido.
—¿Hay dos?
Lacy sonrió de medio lado. Mellizos era algo manejable. Mellizos… Bueno, eso era un premio extra, más bien, en lugar de un desastre médico.
—Bueno, ahora ya sólo falta uno.
El hombre se agachó junto a su mujer y la besó en la frente con expresión alborozada.
—¿Has oído eso, Terri? Mellizos.
Su mujer no apartaba los ojos de su diminuta hija recién nacida.
—Sí, es estupendo —dijo con calma—. Pero no me pidas que vuelva a empujar otra vez.
Lacy se rió.
—Bueno, creo que seré capaz de convencerte.
Cuarenta minutos más tarde, Lacy dejaba a la feliz familia, con sus dos hijas mellizas, y se dirigía por el pasillo hacia la sala de descanso del personal, donde se refrescó la cara y se cambió de pijama. Subió la escalera hasta los consultorios de las parteras y echó un vistazo a aquella colección de mujeres allí sentadas, con los brazos sobre vientres de todos los tamaños, como lunas en diferentes cuartos. Una de ellas se levantó, con los ojos enrojecidos y tambaleante, como si la llegada de Lacy la hubiera atraído por magnetismo.
—Alex —dijo, recordando en aquel instante que tenía a aquella paciente esperando—. ¿Por qué no viene conmigo?
Condujo a Alex a una sala de reconocimiento vacía y se sentó en una silla delante de ella. En ese momento, se dio cuenta de que Alex llevaba el suéter puesto al revés. Era un suéter azul cielo de cuello barco, en el que apenas se diferenciaba el derecho del revés, salvo por el detalle de la etiqueta prendida en el borde del cuello. Desde luego, es algo que puede sucederle a cualquiera, con las prisas, o si está nervioso… A cualquiera menos a Alex Cormier, probablemente.
—He tenido hemorragias —dijo Alex con voz neutra—. No muy abundantes, pero… vaya… Un poco.
Siguiendo el ejemplo de Alex, Lacy respondió con voz calmada.
—¿Por qué no hacemos un chequeo, de todos modos?
Lacy condujo a Alex por el pasillo hasta el laboratorio de diagnóstico por imagen. Engatusó a un técnico para que las dejara saltarse la cola de pacientes y, una vez Alex estuvo tumbada en la camilla, accionó la máquina. Desplazó el transductor por encima del abdomen de Alex. Con dieciséis semanas, el feto tenía ya aspecto de bebé: minúsculo, esquelético, pero asombrosamente perfecto.
—¿Ve esto de aquí? —preguntó Lacy, señalando un punto parpadeante en la pantalla, una intermitencia en blanco y negro—. Es el corazón del bebé.
Alex volvió la cara a un lado, pero no antes de que Lacy pudiera ver una lágrima rodar por su mejilla.
—El bebé está bien —dijo—. Y es perfectamente normal que a veces haya un poco de hemorragia. No es por nada que usted haya hecho, ni puede hacer nada por cortarlo.
—Pensé que estaba teniendo un aborto espontáneo.
—Una vez que se ha visto que el bebé es normal, como acabamos de verlo, la probabilidad de un aborto espontáneo es menor del uno por ciento. Déjeme que se lo diga de otra manera: las probabilidades de que dé a luz a un bebé normal en el plazo estipulado son de un noventa y nueve por ciento.
Alex asintió con la cabeza, secándose los ojos con la manga.
—Estupendo.
Lacy titubeó.
—Ya sé que no soy quién para decírselo, pero para ser alguien que no quiere a este bebé, parece tremendamente aliviada de saber que todo va bien, Alex.
—Yo no… no puedo…
Lacy miró la pantalla, donde el bebé de Alex había quedado fijado en un instante de tiempo.
—Piénselo al menos —dijo.
—Yo ya tengo una familia —le dijo Logan Rourke aquel mismo día, cuando Alex le comunicó que pensaba tener al bebé—. No necesito ninguna otra.
Aquella noche, Alex llevó a cabo algo así como una especie de exorcismo. Llenó la barbacoa con carbón vegetal y la encendió. Luego quemó en ella todos los trabajos que había hecho para Logan Rourke. No tenía fotos en las que salieran ambos, ni mensajes de amor… Al pensarlo ahora en retrospectiva, se dio cuenta de lo cuidadoso que había sido él, de lo fácil que le resultaba ahora a ella borrarlo de su vida.
Aquel bebé sería sólo suyo, decidió. Se quedó sentada mirando las llamas, pensando en el espacio que iría ocupándole en su interior. Imaginó sus propios órganos apartándose a un lado, la piel estirándose. Se figuró que se le encogía el corazón, hasta hacerse diminuto como el guijarro de una ribera, para hacer sitio. No consideró si estaba pensando en tener a aquel bebé para demostrar que su relación con Logan Rourke no había sido imaginación suya; o para trastornar su vida tanto como él había trastornado la de ella. Como cualquier abogado experto sabe, a un testigo nunca hay que hacerle una pregunta cuya respuesta uno no conoce.
Cinco semanas más tarde, Lacy no era ya sólo la partera de Alex, era también su confidente, su mejor amiga, sus oídos. Aunque por lo general Lacy no solía entablar amistad con sus clientes, con Alex había hecho una excepción. Se dijo a sí misma que ello se debía a que Alex, que había decidido ya definitivamente tener el bebé, necesitaba un verdadero apoyo, y que no contaba con nadie más con quien se sintiera cómoda.
Ése era el único motivo, decidió Lacy, por el que había aceptado salir aquella noche con las compañeras de Alex. Incluso la perspectiva de una salida nocturna sólo de chicas, sin bebés, perdía su encanto con aquella compañía. Lacy debería haberse percatado de que era preferible una visita al dentista para un empaste doble hasta la raíz que una cena con un grupo de abogadas. A todas les encantaba escucharse, estaba claro. Ella dejó que la conversación fluyera a su alrededor, como si fuera una roca en medio de un río, mientras no paraba de llenarse con Coca-Cola la copa de vino.
El restaurante era un establecimiento italiano en el que servían una salsa de tomate muy mala y cuyo chef se pasaba de ajo en todos los platos. Se preguntaba si en Italia habría restaurantes norteamericanos.
Alex se había enzarzado en una discusión acerca de un juicio con jurado. Lacy escuchaba cómo los términos eran arrojados y recogidos sobre la mesa: ley de derechos laborales, el caso de Singh versus Jutla, sanciones, incentivos. Una rubicunda mujer sentada a la derecha de Lacy sacudía la cabeza.
—Se está enviando un mensaje —dijo—. Si indemnizas por un trabajo que es ilegal, estás sancionando a una compañía por ponerse por encima de la ley.
Alex se rió.
—Sita, voy a aprovechar este preciso momento para recordarte que eres la única fiscal de esta mesa, así que no va a haber posibilidad de que ganes esta vez.
—Aquí todas somos parte. Necesitaríamos un observador imparcial. —Sita sonrió a Lacy—. ¿Qué opinas de tanta invasión de fuera?
Tal vez debería haber prestado mayor atención a la conversación. Al parecer había tomado un giro más interesante mientras Lacy estaba en las nubes.
—Bueno, yo desde luego no soy ninguna experta, pero hace poco leí un libro sobre el Área 51 y el secretismo del gobierno. Hablaba de cosas muy concretas, como el ganado mutilado… Me pareció muy sospechoso, sobre todo que de vez en cuando aparezca una vaca en Nevada a la que le faltan los riñones, y la incisión no muestre ningún tipo de traumatismo en el tejido ni de pérdida de sangre. Yo tuve un gato que para mí que fue abducido por los extraterrestres. Desapareció exactamente durante cuatro semanas justas, al minuto, y cuando volvió tenía unas quemaduras en forma de triángulo en la piel del lomo, como esos círculos de los sembrados. —Lacy se quedó dudando—. Pero sin trigo.
Todas las presentes en la mesa la miraban fijamente en silencio. Una mujer con una boquita de piñón y el pelo rubio brillante cortado a lo garçon parpadeó sin dejar de mirar a Lacy.
—Hablábamos de la invasión de inmigrantes.
Lacy notó el calor que le subía por el cuello.
—Oh —dijo—. Muy bien.
—Si quieren que les dé mi opinión —dijo Alex, desviando la atención hacia sí misma—, es Lacy la que debería dirigir el Departamento de Trabajo en lugar de Elaine Chao. No cabe duda de que tiene más experiencia…
Todas se echaron a reír mientras Lacy las observaba. Se dio cuenta de que Alex podía encajar en cualquier sitio. Allí, o en una cena con la familia de Lacy, o en la sala de un tribunal, y seguramente tomando el té con la reina de Inglaterra. Era camaleónica.
Lacy pensó, sorprendida, que no se sabe en realidad de qué color es un camaleón hasta que empieza a cambiarlo.
En todo reconocimiento prenatal había un momento en que Lacy dejaba salir a la curandera que llevaba dentro: posaba las manos sobre el vientre de la paciente y adivinaba, por el mero tacto de la superficie que tocaba, en qué dirección yacía el bebé. Le recordaba siempre a las atracciones de Halloween a las que llevaba a Joey: al meter la mano detrás de una cortina, se podían tocar unos intestinos que eran en realidad un plato de espaguetis fríos, o bien un cerebro de gelatina. No es que fuera una ciencia exacta, pero en un feto había básicamente dos partes duras: la cabeza y el culo. Si mecías la cabeza del bebé, ésta se movía a uno y otro lado. Si mecías el culo, el bebé se balanceaba entero. Moverle la cabeza movía sólo la cabeza; moverle el culo movía todo el cuerpo.
Lacy pasó las manos por toda la superficie del vientre de Alex y la ayudó a incorporarse.
—Lo bueno es que el bebé está bien —dijo Lacy—. Lo malo es que ahora mismo está al revés. Sería un parto de nalgas.
Alex se quedó inmóvil.
—¿Tendrán que hacerme cesárea?
—Aún quedan ocho semanas. Podemos hacer aún muchas cosas en ese plazo.
—¿Como qué?
—Moxibustión. —Alex se sentó delante de Lacy—. Te daré el nombre de una acupunturista. Tomará un palito de artemisa y te apretará con él el dedo meñique del pie. Luego hará lo mismo con el otro pie. No te dolerá, pero te dará un calor incómodo. Cuando sepas cómo hacerlo tú sola en casa, si empiezas ya, es posible que el bebé se ponga bien en una semana o dos.
—¿Me tengo que pinchar con un palo? ¿No me marearé o algo?
—Bueno, no tienes por qué. Además quiero que apoyes también una tabla contra el sofá, formando un plano inclinado. Te colocas encima, con la cabeza hacia abajo, tres veces al día durante quince minutos.
—Cielo santo, Lacy, ¿estás segura que no quieres que también me compre una bola de cristal?
—Créeme, cualquiera de estas cosas es mucho más llevadera que dejar que el médico intente darle la vuelta al bebé… o recuperarse de una cesárea.
Alex cruzó las manos sobre el vientre.
—No creo mucho en esos cuentos de viejas.
Lacy se encogió de hombros.
—Por suerte para ti, tú no has parido de nalgas.
No era lo normal que Alex llevase a sus clientes con ella en su propio coche al tribunal, pero en el caso de Nadya Saranoff, había hecho una excepción. El marido de Nadya la había sometido a malos tratos, hasta que la había dejado por otra. No le pasaba asignación alguna por sus dos hijos, aunque se ganaba bien la vida, mientras que Nadya trabajaba en un Subway, por cinco con veinticinco dólares la hora. Había hecho una reclamación al Estado, pero la justicia trabaja demasiado lenta, de modo que había ido al Wal-Mart y había sustraído un par de pantalones y una camisa blanca para su hijo de cinco años, que empezaba el colegio la semana siguiente, y no tenía ya ropa de su tamaño que ponerse.
Nadya se había declarado culpable. Como no tenía dinero para pagar una multa, la habían condenado a treinta días de prisión diferida, lo que significaba, tal como le explicaba Alex ahora, que no tendría que cumplirla hasta al cabo de un año.
—Si vas a la cárcel —le decía, delante de la puerta del baño del edificio de los tribunales—, tus hijos sufrirán mucho. Comprendo tu desesperación, pero siempre hay alguna opción en sustitución de la cárcel. Ayudar en una iglesia. O al Ejército de Salvación.
Nadya se secó los ojos.
—No puedo ir a la iglesia o al Ejército de Salvación. No tengo coche.
Estaba claro. Ése era el motivo por el que Alex la había llevado al tribunal.
Alex trató de endurecerse frente a la pena que sentía por Nadya mientras ésta se metía en el baño. Su trabajo era conseguir para Nadya un acuerdo favorable, cosa que había hecho, teniendo en cuenta que era la segunda vez que robaba en una tienda. La primera había sido en una farmacia, de donde se había llevado Tylenol infantil.
Pensó en su propio bebé, que la obligaba a tumbarse cabeza abajo encima de una tabla de planchar y a clavarse diminutos puñales de tortura en los rosados dedos de los pies todas las noches, con la esperanza de que así cambiara de posición. ¿Qué tipo de desventaja supondría llegar a este mundo de espaldas?