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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (9 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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La puerta doble del comedor comunitario se cerró a sus espaldas. Para entonces, el equipo que se ocupaba de aquel espacio había atendido y transportado ya a los heridos. Sólo habían dejado los cadáveres. Las paredes de bloques de hormigón estaban melladas allá donde las balas las habían agujereado o rozado. Una máquina expendedora, con la vitrina hecha añicos y las botellas perforadas, había derramado Sprite, Coca-Cola y jugo sobre el suelo de linóleo. Uno de los técnicos policiales tomaba pruebas fotográficas: bolsas de libros abandonadas, así como monederos y manuales escolares. Sacaba primeros planos de cada uno de los objetos; y luego instantáneas a distancia, una vez colocados sendos triángulos amarillos para señalar su emplazamiento en relación con el resto de la escena. Otro agente examinaba el patrón de las marcas de sangre derramada. Un tercer y un cuarto agentes señalaban hacia un lugar en el techo.

—Capitán —dijo uno de ellos—, me parece que tenemos un vídeo.

—¿Dónde está la grabación?

El agente se encogió de hombros.

—¿En el despacho del director?

—Vayan a averiguarlo —dijo Patrick.

Dio unos pasos hasta la mitad del pasillo principal del comedor. A primera vista, parecía el escenario de una película de ciencia ficción: todos estaban allí comiendo, hablando y bromeando con sus amigos, y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, los seres humanos habían sido abducidos por alienígenas dejando tras de sí tan sólo las carcasas. ¿Qué diría un antropólogo sobre el alumnado del Instituto Sterling, basándose en los sándwiches que únicamente habían recibido un bocado, en el lápiz de labios con una huella todavía visible en su superficie, en las libretas de apuntes con sus notas sobre la civilización azteca y frases al margen como: ¡¡¡amo a zach!!! ¡¡¡el señor keifer es un nazi!!!

Patrick golpeó con la rodilla en una de las mesas, y un manojo de hojas sueltas cayó volando. Una fue a dar en el hombro de un chico caído encima de su carpeta, con la sangre empapándola. La mano del chico se aferraba aún a sus anteojos. ¿Estaba limpiándoselos cuando Peter Houghton inició su desenfrenado ataque de violencia? ¿Se los había quitado porque no había querido verlo?

Patrick pasó con cuidado por encima de los cuerpos de dos chicas que yacían en el suelo, como reflejadas en un espejo, las minifaldas subidas y los ojos abiertos. Entró en la zona de la cocina, vio las cazuelas con arvejas grisáceas y zanahorias y la salsa del pastel de pollo; la explosión de los paquetes de sal y de pimienta había salpicado el suelo como confeti. Los brillantes recipientes de los yogures, de fresa y de frutas del bosque, de lima y de durazno, que seguían milagrosamente alineados en cuatro pulcras filas junto a la caja registradora, como un pequeño ejército impertérrito. Una bandeja de plástico gastada, con un plato de gelatina y con una servilleta, pendiente de recibir el resto de comida.

De pronto, Patrick oyó un ruido. ¿Era posible que hubieran cometido un error… ? ¿Podía ser que todos hubieran pasado por alto a un segundo pistolero? ¿Estaban registrando el edificio en busca de sobrevivientes… cuando ellos mismos estaban en peligro?

Sacó su arma reglamentaria y se adentró en los intestinos de la cocina, pasando entre aparadores de rejilla con enormes latas de salsa de tomate y habichuelas verdes, y otras de queso fundido para nachos, dejando atrás enormes rollos de plástico de envoltorio y de papel de aluminio, hasta llegar a la cámara frigorífica, donde se almacenaban las carnes y demás productos. Patrick abrió la puerta de una patada, y el aire frío le dio en las piernas.

—¡Quieto! —gritó.

Una camarera latina de mediana edad, con una redecilla para el pelo caída sobre la frente como una tela de araña, salió de detrás de una estantería de bolsas de ensalada mixta ya preparada con las manos levantadas. Estaba temblando.

—No dispare —dijo sollozando.

Patrick bajó el arma y se quitó el saco, poniéndosela a la mujer sobre los hombros.

—Ya está, ya ha pasado todo —la tranquilizó, aunque sabía que eso en realidad no era cierto. Para él, para Peter Houghton, para Sterling… todo acababa de comenzar.

—A ver si lo he entendido bien, señora Calloway —dijo Alex—. ¿Me acaba de decir que está acusada de conducción temeraria y de haber ocasionado lesiones corporales graves porque se agachó para ayudar a un pez?

La acusada, una mujer de cincuenta y cuatro años de edad, que lucía una permanente lamentable y un traje pantalón peor todavía, asintió.

—Así es, Su Señoría.

Alex apoyó los codos sobre el estrado.

—Esto hay que oírlo.

La mujer miró a su abogada.

—La señora Calloway, después de pasar por la tienda de animales, volvía a su casa con una arowana plateada —explicó la abogada.

—Es un pez tropical de cincuenta y cinco dólares, señora jueza —apostilló la acusada.

—La bolsa de plástico se cayó del asiento del acompañante y se reventó. La señora Calloway se agachó a recoger el pez y entonces fue cuando… tuvo lugar el desafortunado percance.

—Por desafortunado percance —aclaró Alex, mirando el expediente—, entiende usted atropellar a un peatón.

—Sí, Su Señoría.

Alex se volvió hacia la acusada.

—¿Cómo está el pez?

La señora Calloway sonrió.

—Estupendamente. Le he llamado Choque.

Alex vio por el rabillo del ojo a un ujier que entraba en la sala y le decía algo en voz baja al secretario, quien levantó la vista en dirección a Alex y asintió. A continuación, escribió algo en una hoja de papel, que el ujier llevó hasta el estrado.

HA HABIDO UN TIROTEO EN EL INSTITUTO STERLING, leyó.

Alex se quedó petrificada. «Josie».

—Se aplaza la sesión —dijo casi sin voz, y salió a toda prisa.

John Eberhard apretaba los dientes, mientras se arrastraba por el suelo y ponía todo su empeño en avanzar, aunque sólo fuera un centímetro. La sangre que le cubría el rostro no le dejaba ver, y tenía el lado izquierdo completamente inmovilizado. Tampoco oía nada, los oídos aún le zumbaban por los estampidos del arma. Con todo, había conseguido huir reptando por el vestíbulo de la primera planta, donde Peter Houghton le había disparado, y refugiándose luego en el almacén de utensilios de dibujo y pintura.

Pensaba en los entrenamientos de hockey sobre hielo, cuando el preparador les hacía patinar una y otra vez de un extremo al otro de la pista, cada vez más de prisa, hasta que los jugadores se quedaban sin aliento, escupiendo saliva sobre la superficie de hielo. Se acordaba de que, cuando parecía que ya no podías más, aún encontrabas un último resto de energía. Consiguió arrastrarse unos centímetros más, clavando el codo contra el suelo.

Cuando John llegó hasta el anaquel donde estaban la arcilla, las pinturas, cuentas y el alambre, intentó incorporarse agarrándose a él, pero un dolor cegador le atravesó la cabeza. Al cabo de unos minutos, ¿o fueron horas?, recobró la consciencia. No sabía si aún era peligroso asomarse fuera del almacén. Estaba tumbado boca arriba, y algo frío le caía sobre el rostro. Procedía de una grieta en el ajuste de la ventana.

Una ventana.

John pensó en Courtney Ignatio: estaba sentada delante de él, en la mesa del comedor comunitario, cuando la pared de cristal de detrás de ella estalló; de repente, en mitad de su pecho, había aparecido una flor abriéndose, brillante como una amapola. Recordó cómo cien voces, todas a la vez, se habían unido formando un solo lamento. Recordaba a los profesores asomando la cabeza desde sus aulas como topos curiosos, y sus miradas al oír los disparos.

John se incorporó agarrándose con una mano a las estanterías, luchando contra el negro zumbido que le anunciaba que iba a desvanecerse de nuevo. Cuando consiguió ponerse de pie, apoyado contra la estructura metálica, estaba temblando. Tenía la visión tan borrosa que, cuando agarró una lata de pintura y la arrojó contra el cristal, le pareció ver dos ventanas.

El cristal se rompió en mil pedazos. Recostado sobre el alféizar, distinguió camiones de bomberos y ambulancias. Periodistas y padres agolpándose contra la cinta de la policía. Grupos de alumnos llorando. Cuerpos destrozados, esparcidos de trecho en trecho, como los rieles del ferrocarril entre la nieve. Y los socorristas que seguían sacando cadáveres.

—¡Socorro! —intentó gritar John Eberhard, pero no pudo formar la palabra. No podía formar ninguna palabra, ni aquí, ni basta, ni su propio nombre.

—¡Eh! —gritó alguien—. ¡Hay un chico allí arriba!

Medio llorando, John intentó hacer gestos con el brazo, pero éste no le respondía.

La gente se había puesto a señalar hacia arriba.

—¡Quédate ahí! —le gritó un bombero, y John trató de asentir. Pero su cuerpo había dejado de pertenecerle y, antes de comprender lo que sucedía, aquel leve movimiento de la cabeza hizo que se precipitara por la ventana sobre el cemento, desde una altura de dos pisos.

Diana Leven, que había abandonado su trabajo como ayudante de fiscal del distrito en Boston hacía dos años para integrarse en un departamento un poco más discreto y agradable, entró en el gimnasio del Instituto Sterling y se detuvo junto al cadáver de un chico que se había desplomado justo encima de la línea de tres puntos, después de recibir un disparo en el cuello. Los zapatos de los peritos policiales chirriaban sobre el suelo sintético mientras tomaban fotografías y recogían casquillos de bala, que guardaban en bolsitas de plástico de las utilizadas para conservar las pruebas. Al frente del grupo estaba Patrick Ducharme.

Diana se quedó contemplando el cúmulo de pruebas a su alrededor, prendas de ropa, armas, salpicaduras de sangre, cargadores gastados, bolsas de libros, zapatillas tiradas, y comprendió que no era la única que tenía por delante una ingente cantidad de trabajo.

—¿Qué se sabe hasta ahora?

—Creemos que se trata de un solo asaltante. Está ya arrestado —explicó Patrick—. No sabemos con seguridad si hay o no alguien más involucrado. Pero el edificio ya es seguro.

—¿Cuántos muertos?

—Diez confirmados.

Diana asintió.

—¿Heridos?

—Aún no lo sabemos. Tenemos aquí todas las ambulancias del norte de New Hampshire.

—¿En qué puedo ayudar?

Patrick se volvió hacia ella.

—Monte un numerito y líbrenos de las cámaras.

Ella asintió e hizo un gesto para marcharse, pero Patrick la tomó por el brazo.

—¿Quiere que hable con él?

—¿Con el chico?

Patrick asintió con la cabeza.

—Podría ser nuestra única oportunidad de hablar con él antes de que tenga un abogado. Si cree que puede ausentarse de aquí, hágalo —contestó ella.

A continuación salió del gimnasio y bajó a toda prisa la escalera, con cuidado de no entorpecer la labor de médicos y policías. Nada más salir del edificio, los medios de comunicación se dirigieron hacia ella, lanzando preguntas como aguijonazos. «¿Cuántas víctimas? ¿Los nombres de las víctimas? ¿Cuál es la identidad del asaltante?»

¿Por qué?

Diana respiró hondo y se apartó el pelo de la cara. Era la parte de su trabajo que menos le gustaba, ser portavoz ante las cámaras. Aunque a medida que transcurriera el día irían llegando más furgonetas, en aquellos momentos sólo había medios locales de New Hampshire afiliados a las cadenas CBS, ABC y FOX. Tenía que aprovechar la ventaja de jugar en casa mientras pudiera.

—Mi nombre es Diana Leven, y pertenezco a la oficina del Ministerio Fiscal. No podemos facilitarles todavía información, ya que hay una investigación pendiente, pero les garantizamos que les daremos detalles tan pronto como nos sea posible. Lo que sí puedo decirles por ahora es que esta mañana se ha producido un tiroteo en el Instituto Sterling. Aún no se ha aclarado quién o quiénes han sido los asaltantes. Hay una persona en prisión preventiva, aunque todavía no se ha efectuado una acusación formal.

Un periodista se abrió paso hasta la parte de delante del grupo.

—¿Cuántos chicos han muerto?

—Todavía no disponemos de esa información.

—¿Cuántos han resultado alcanzados por las balas?

—Todavía no disponemos de esa información —repitió Diana—. La haremos pública en cuanto la tengamos.

—¿Cuándo se presentará la acusación? —preguntó en voz alta otro periodista.

—¿Qué puede decirles a los padres que quieren saber que sus hijos están bien?

Diana apretó los labios formando una fina línea y se preparó para recibir la descarga.

—Muchas gracias —dijo, sin más respuesta.

Lacy tuvo que estacionar a seis manzanas del instituto; a tal distancia llegaba la aglomeración. Salió disparada hacia el edificio escolar, cargada con mantas para las víctimas en estado de shock tal como los comunicados de la radio local habían instado a que la gente hiciera. «Ya perdí un hijo —pensó—. No puedo perder otro».

La última vez que había hablado con Peter, acabaron discutiendo. Había sido la noche anterior, antes de que él se fuera a la cama, antes de que a ella la avisaran para asistir a un parto.

—Te pedí que sacaras la basura —le había dicho—. Ayer. ¿Es que no me escuchas cuando te hablo, Peter?

Peter la había mirado por encima de la pantalla de la computadora.

—¿Qué?

¿Y si ahora resultaba que ésa había sido la última vez que había hablado con él?

Nada de lo que Lacy había visto en la escuela de enfermería o en su trabajo en el hospital la había preparado para lo que se encontró al doblar la esquina. Fue procesándolo por partes: cristales rotos, camiones de bomberos, humo. Sangre, llantos, sirenas. Dejó caer las mantas junto a una ambulancia y se adentró en un mar de confusión, dejándose llevar junto con el resto de padres con la esperanza de distinguir a su hijo antes de que la engullera la marea.

Había chicos corriendo por el patio embarrado. Ninguno llevaba el abrigo puesto. Lacy vio a una madre afortunada que encontraba a su hija, y se puso a escudriñar entre la multitud con angustia, buscando a Peter, recordando que ni siquiera sabía la ropa que llevaba puesta.

Fragmentos de frases dispersas llegaban a sus oídos:

«… no lo he visto… »

«… al señor McCabe le han dado… »

«… aún no la han encontrado… »

«… no creía que nunca fuera a… »

«… perdí el teléfono móvil cuando… »

«… ha sido Peter Houghton… »

Lacy se dio la vuelta como una exhalación, mirando a la chica que había hablado, la que acababa de encontrarse con su madre.

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