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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (4 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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—Diez pavos a que me eligen último para formar equipo —murmuró Justin.

—Cómo me gustaría desaparecer de la clase —se lamentó Michael—. Podría haber un simulacro de incendio.

Justin sonrió de medio lado.

—O un terremoto.

—Un huracán.

—¡Una plaga de langostas!

—¡Un atentado terrorista!

Dos zapatillas de baloncesto se detuvieron delante de ellos. El entrenador Spears los observaba desde lo alto con expresión feroz y con los brazos cruzados.

—¿Me van a explicar los dos qué es lo que les parece tan divertido de la clase de baloncesto?

Michael miró a Justin, y luego levantó los ojos hacia el entrenador.

—No, nada —dijo.

Después de ducharse, Lacy Houghton se preparó una taza de té verde y se paseó apaciblemente por su casa. Cuando los niños eran pequeños y ella se sentía abrumada por el trabajo y la vida, Lewis solía preguntarle qué podía hacer él para mejorar las cosas. Para ella era toda una ironía, dado el trabajo de Lewis. Era profesor en la Universidad de Sterling de la asignatura economía de la felicidad. Sí, era un ámbito de estudio real, y sí, él era un experto. Había dado seminarios y escrito artículos, y lo habían entrevistado en la CNN sobre la forma de medir los efectos del placer y la buena suerte desde un punto de vista monetario… y en cambio se sentía perdido cuando se trataba de imaginar qué era lo que podía hacer feliz a Lacy. ¿Le apetecería salir a cenar? ¿Ir a la pedicura? ¿Dormir la siesta? Sin embargo, cuando ella le dijo aquello por lo que suspiraba, él no pudo comprenderlo. Lo que ella quería era estar en casa, sin nadie más y sin ninguna obligación que la reclamara.

Abrió la puerta de la habitación de Peter y dejó la taza sobre la cómoda, para poder hacer la cama. «Para qué —le decía Peter siempre que ella le insistía para que la hiciera él—, si voy a deshacerla dentro de unas horas».

En general no solía entrar en la habitación de Peter cuando él no estaba. A lo mejor por eso al principio le había parecido como si hubiera algo raro en el ambiente, como si faltara algo. En un primer momento dio por sentado que era la ausencia de Peter lo que hacía que la habitación pareciera vacía, hasta que reparó en que la computadora, cuyo rumor era permanente y cuya pantalla estaba siempre en verde, estaba apagada.

Estiró las sábanas hacia la cabecera y remetió los bordes. Las cubrió con la colcha y ahuecó la almohada. Se detuvo en el umbral de la habitación de Peter y sonrió: todo parecía en perfecto orden.

Zoe Patterson se preguntaba cómo sería besar a un chico que llevara un aparato de ortodoncia. No es que ello constituyera una posibilidad real para ella en un futuro cercano, pero se figuraba que era algo que cabía considerar antes de que, llegado el momento, la tomara desprevenida. En realidad, se preguntaba cómo sería besar a un chico, y punto. Incluso a alguno que no tuviera una ortodoncia perfecta, como ella. Y, para ser sinceros, ¿había un lugar mejor que una estúpida clase de matemáticas para dejar volar la imaginación?

El señor McCabe, que se consideraba a sí mismo el Chris Rock del álgebra, impartía su rutinaria clase diaria como quien representa una comedia de situación.

—De modo que aquí tenemos a dos chicos en la cola del comedor, cuando el primero de ellos se vuelve hacia su amigo y le dice: «¡No tengo dinero! ¿Qué voy a hacer ahora?». Y su colega le contesta: «¡2x + 5!».

Zoe levantó los ojos hacia el reloj. Fue siguiendo el recorrido del segundero hasta que fueron exactamente las 9:50, y entonces se levantó del asiento y le tendió al señor McCabe un papel de permiso.

—Ah, al dentista. Una ortodoncia —leyó en voz alta—. Bueno, asegúrese de que no le cosen la boca con el alambre, señorita Patterson. Así que el colega le dice: «2x + 5». Un binomio. ¿Lo entienden?
[1]

Zoe se colgó la mochila del hombro y salió del aula. Había quedado con su madre en la puerta del instituto a las diez y, puesto que era imposible estacionar, ella pararía un momento para recogerla. En plena hora de clase, los pasillos estaban vacíos y los pasos resonaban. Era como avanzar penosamente por el vientre de una ballena. Zoe se desvió hacia la oficina principal para firmar en la hoja de incidencias de la secretaría, y luego casi se lleva por delante a un chico apresurado por salir.

Hacía tan buen tiempo que se bajó el cierre del abrigo y pensó en el verano y en el campamento de fútbol y en lo genial que sería cuando le quitaran definitivamente el paladar extensible. Si le dabas un beso a un chico que no llevaba aparato, y apretabas demasiado, ¿podías hacerle un corte en las encías? Algo le decía a Zoe que si hacías sangrar a un chico, era muy probable que no volvieras a salir más con él. Pero ¿y si él también llevaba hierros, como ese chico rubio de Chicago que se había mudado y acababa de entrar en el instituto y se sentaba delante de ella en clase de inglés? (No es que le gustara, ni nada de eso, aunque él se había vuelto hacia ella para devolverle la lista de los deberes y se había demorado un poquitín más de lo necesario… ) ¿Se quedarían acoplados como un engranaje mecánico atascado, y tendrían que llevarlos a urgencias? Eso sí que sería humillante de verdad.

Zoe se pasó la lengua por los irregulares ajustes del alambre. Quizá lo mejor fuera ingresar temporalmente en un convento.

Suspiró y miró hacia el final de la cuadra intentando divisar el Explorer verde de su madre entre la fila interminable de coches que pasaban. Y justo entonces, algo explotó.

Patrick se había detenido delante de un semáforo en rojo, sentado en su coche policial sin distintivos, esperando doblar para tomar la carretera principal. A su lado, en el asiento del pasajero, había una bolsa de papel con un frasco lleno de cocaína. El traficante que habían apresado en el instituto había admitido que era cocaína, pero aun así, Patrick se había visto obligado a perder media jornada llevándola al laboratorio del Estado para que alguien con una bata blanca le dijera lo que ya sabía. Subió el volumen de la radio justo a tiempo para oír cómo llamaban al cuerpo de bomberos para que se dirigiera al instituto, por una explosión. Probablemente se tratara de la caldera. El edificio era lo bastante viejo como para que su estructura interna comenzara a desmoronarse. Intentó recordar dónde estaba ubicada la caldera en el Instituto Sterling, y se preguntó si tendrían la suerte de salir de aquello sin que nadie resultase lastimado.


Disparos

El semáforo se puso en verde, pero Patrick no arrancó el vehículo. Disparar un arma de fuego en Sterling era algo lo bastante raro como para hacer que centrara su atención en la voz de la radio, a la espera de más explicaciones.


En el instituto… En el Instituto Sterling

La voz que salía del aparato de radio hablaba cada vez más de prisa, con creciente intensidad. Patrick dio media vuelta al vehículo y se dirigió hacia el instituto, tras colocar y accionar las luces destellantes. Empezaron a oírse más voces por el receptor, en medio de la estática: agentes que notificaban su posición en la ciudad; el oficial de guardia que trataba de coordinar las fuerzas a su disposición y hacía un llamado para que enviaran ayuda desde las poblaciones próximas de Hanover y Lebanon. Sus voces se solapaban y se mezclaban unas con otras, se estorbaban entre sí, de modo que lo decían todo y no decían nada.


Código 1000
—decía la voz de la emisora—.
Código 1000
.

En toda la carrera de detective de Patrick, sólo había oído dos veces esa llamada. Una vez había sido en Maine, cuando un hombre había tomado como rehén a un funcionario. La otra había sido en Sterling, con motivo de un supuesto atraco a un banco que había resultado ser una falsa alarma. El Código 1000 significaba que, de forma inmediata, todos los agentes debían dejar libre la emisora de radio para los avisos de la central. Significaba que se enfrentaban a algo que se salía de los asuntos policiales de rutina.

Significaba que el caso era de vida o muerte.

El caos era una constelación de estudiantes, que salían del instituto corriendo y pisoteando a los heridos. Un chico asomado a una ventana de los pisos superiores, con un cartel escrito a mano en el que se leía: AYÚDENNOS. Dos chicas abrazadas la una a la otra, sollozando. El caos era la sangre que se volvía rosa al mezclarse con la nieve; un goteo de padres que pasó a ser un chorro para acabar convirtiéndose en un río desbordado del que salían gritos llamando a sus hijos desaparecidos. El caos era una cámara de televisión delante de tu rostro, la carencia de suficientes ambulancias, la falta de suficientes agentes y la ausencia de un plan acerca de cómo hay que actuar cuando el mundo, tal como lo has conocido, se hace añicos.

Patrick se metió con el vehículo hasta la mitad del camino de entrada y sacó el chaleco antibalas de la parte de atrás del mismo. La adrenalina circulaba ya a toda velocidad por su cuerpo, haciendo que captara todo cuanto se movía en los límites de su campo visual y agudizando sus sentidos. En medio de la confusión encontró al jefe O’Rourke, de pie con un megáfono en la mano.

—Aún no sabemos a qué nos enfrentamos exactamente —le dijo el jefe—. La SOU está en camino.

A Patrick no le solucionaba nada la SOU (
Special Operations Unit
- Unidad Especial de Operaciones). Para cuando llegaran, podían haberse producido otros cien disparos más; un chico podía haber muerto. Tomó su arma reglamentaria.

—Voy a entrar.

—Ni hablar de eso. No está en el protocolo.

—Aquí no hay protocolo que valga —espetó Patrick—. Ya me despedirás luego.

Mientras se precipitaba escalera arriba en dirección a la puerta del edificio, le pareció que por lo menos un par más de agentes desobedecían las órdenes del jefe y se unían a él en el intento. Patrick los esperó y mandó a cada uno por un pasillo diferente. Él entró por la doble puerta y pasó entre varios estudiantes que se empujaban entre sí en su ansia por salir al exterior. Las alarmas contra incendios ululaban con tal estrépito que Patrick tenía que agudizar el oído para oír los disparos. Agarró del abrigo a un chico que pasaba como una exhalación.

—¿Quién es? —gritó—. ¿Quién está disparando?

El muchacho sacudió la cabeza, incapaz de hablar, y dio un tirón, soltándose. Patrick se quedó mirando cómo salía disparado por el pasillo, abría la puerta y se precipitaba hacia el rectángulo de luz solar.

Los estudiantes pasaban por ambos lados de Patrick, como si él fuera una roca en medio de un río. Oyó una nueva serie de disparos, y tuvo que contenerse para no lanzarse a ciegas hacia el lugar de donde provenían.

—¿Cuántos hay? —le gritó a una chica que pasaba corriendo.

—No lo sé… no lo sé…

El chico que la acompañaba se volvió y miró a Patrick, indeciso entre comunicar lo que sabía y salir de una vez de aquel infierno.

—Es un chico… Dispara a todo el que ve…

Era lo que quería saber. Patrick nadó contra corriente, como un salmón hacia el desove. El suelo estaba cubierto de deberes escolares desparramados; varios casquillos de bala rodaron bajo los talones de sus zapatos. Los disparos habían desprendido varias placas del techo, y un fino polvo gris recubría los cuerpos destrozados que yacían retorcidos por el suelo. Patrick no se detuvo a considerar nada de todo aquello, actuando en contra de los principios de la instrucción policial: pasaba corriendo por delante de puertas tras las cuales podía haber oculto un criminal, se saltaba salas que debería haber registrado, blandiendo en lugar de todo ello su arma ante sí, con el corazón latiéndole en cada centímetro de piel. Más tarde recordaría otras imágenes que no había tenido tiempo de grabar en el momento: las tapas de los conductos de la calefacción que habían sido levantadas para ocultarse, reptando, en ellos; zapatos de chicos a los que se les habían caído al salir corriendo; la siniestra premonición que ahora constituían las siluetas dibujadas en el suelo del aula de biología, donde los estudiantes habían delineado sus propios cuerpos en papel de estraza para una tarea escolar.

Patrick continuaba corriendo por pasillos que se le antojaban concéntricos.

—¿Dónde? —ladraba cada vez que pasaba junto a un estudiante que huía, su único instrumento de navegación. Veía sangre derramada y estudiantes desplomados en el suelo, pero no se permitía mirar dos veces. Subió por la escalera principal y, justo al llegar a lo alto de la misma, una puerta se abrió de golpe. Patrick se volvió hacia ella, apuntando con la pistola, en el momento en que del aula salía una joven profesora, que se hincó de rodillas con las manos en alto. Detrás del óvalo de su rostro había otros doce, inexpresivos y amedrentados. Patrick percibió un nítido olor a orina.

Bajó el arma y le señaló con un gesto la escalera.

—Bajen —ordenó, pero no se quedó para ver si le obedecían.

Al doblar una esquina, resbaló sobre sangre y oyó un nuevo disparo, esta vez lo bastante fuerte como para que le retumbara en los oídos. Atravesó la puerta doble del gimnasio y recorrió con la mirada el puñado de cuerpos diseminados por el suelo, el carrito de los balones de baloncesto volcado y las pelotas inmóviles contra la pared del fondo… pero ni rastro del francotirador. Sabía, por las horas que había pasado las noches de los viernes vigilando los partidos de baloncesto del Instituto Sterling, que aquél era el final del edificio. Lo cual significaba que el agresor, o bien permanecía oculto en algún rincón de aquella cancha, o bien se había cruzado con Patrick sin que éste lo advirtiera… Y por tanto podía ser él el que hubiese arrinconado a Patrick en aquel gimnasio.

Se volvió hacia la entrada para comprobar si ése era el caso, y entonces oyó otro disparo. Fue corriendo hacia una puerta de salida del gimnasio, que no había visto en su primer reconocimiento del lugar. La puerta daba a un vestuario todo embaldosado de blanco. Bajó la vista, vio sangre en el suelo, y asomó el arma por la esquina de la pared.

Dos cuerpos yacían inmóviles en un extremo del vestuario. En el otro lado, el más próximo a Patrick, un chico delgado estaba acurrucado debajo de uno de los bancos. Llevaba unos anteojos de montura metálica que destacaban sobre su delgado rostro. Temblaba de pies a cabeza.

—¿Estás bien? —le preguntó Patrick en un susurro. No quería hablar en voz alta y delatar así su posición al tirador.

El chico se limitó a mirarle, parpadeando.

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