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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (15 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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—Ésta es nuestra casa —anunció Josie, empujando un bloque que hacía las veces de puerta principal—. Estamos casados.

Lacy le dio un codazo a Alex.

—Siempre he soñado con llevarme bien con mi familia política.

Peter se colocó junto a una cocina de madera y empezó a preparar platos imaginarios en un pote de plástico. Josie se puso una bata de laboratorio que le venía exageradamente grande.

—Tengo que irme al trabajo. Volveré para la cena.

—Muy bien —dijo Peter—. Haré albóndigas.

—¿Cuál es tu profesión? —le preguntó Alex a Josie.

—Soy jueza. Trabajo enviando a la gente a la cárcel y luego vuelvo a casa y como espaguetis. —Dio la vuelta entera a la casa hecha de bloques y volvió a entrar en ella por la puerta principal.

—Siéntate —le dijo Peter—. Llegas tarde otra vez.

Lacy cerró los ojos.

—¿Yo soy así de verdad, o es como si me mirara en un espejo deformado?

Contemplaron cómo Josie y Peter apartaban sus platos y se iban hacia otro rincón de su casa de bloques, un pequeño habitáculo cuadrangular dentro del cuadrado más grande de la casa. Se tumbaron dentro.

—Ésta es la cama —explicó Josie.

La maestra se acercó por detrás de Alex y Lacy.

—Se pasan el rato jugando a casitas —dijo—. ¿No son una preciosura?

Alex vio cómo Peter se acurrucaba, colocándose de costado. Josie se abrazaba a él, pasándole el brazo alrededor de la cintura. Se preguntó cómo era posible que su hija se hubiera formado una imagen mental como aquélla de una pareja, dado que jamás había visto a su madre con nadie, ni siquiera salir para una cita.

Vio que Lacy se apoyaba en uno de los cubículos formados por los bloques y escribía en su pequeño pedazo de papel: TIERNO. Aquella palabra, en efecto, describía a Peter. Era un niño demasiado tierno. Necesitaba que alguien como Josie, aferrada a él como una ostra, le protegiera.

Alex agarró un lápiz y alisó su trozo de papel. Los adjetivos se le amontonaban en la cabeza, había tantos que podían aplicarse a su hija: dinámica, leal, brillante, impresionante… Pero se sorprendió a sí misma formando las diferentes letras.

MÍA, escribió.

Cuando esta vez la fiambrera chocó contra el asfalto, se abrió por los goznes, y el coche que iba detrás del autobús escolar aplastó el sándwich de atún y la bolsa de Doritos. El conductor del autobús no se dio cuenta, como de costumbre. A aquellas alturas, los de quinto curso habían adquirido tal pericia, que abrían y cerraban la ventanilla sin que a nadie le hubiera dado tiempo de gritarles que no lo hicieran. Peter notaba cómo se le llenaban los ojos de lágrimas mientras los demás chicos entrechocaban las palmas felicitándose. En su cabeza podía oír la voz de su madre: ¡aquél era el momento en que él debía hacer valer sus derechos! Pero su madre no entendía que lo único que conseguiría sería empeorar las cosas.

—Oh, Peter —suspiró Josie, mientras él volvía a sentarse junto a ella.

Bajó la vista, mirándose los guantes.

—Me parece que no podré ir a tu casa el viernes.

—¿Por qué?

—Porque mi mamá me dijo que me castigaría si volvía a perder la fiambrera.

—Pero eso es injusto —dijo Josie.

Peter se encogió de hombros.

—Bueno. Todo es injusto.

Nadie se quedó más sorprendido que Alex cuando la gobernadora de New Hampshire seleccionó una lista final de tres candidatos para el puesto de juez de tribunal de distrito en la que ella estaba incluida. Aunque era lógico que Jeanne Shaheen, una gobernadora joven, mujer y del Partido Demócrata, hubiera querido incluir en la lista a una abogada joven, mujer y demócrata, cuando Alex fue a la entrevista, aún le duraba el estado de ebriedad en que la había sumido la noticia.

La gobernadora era más joven de lo que esperaba, y más guapa. «Que es exactamente lo que la mayoría de la gente pensará de mí, si llego al estrado», se dijo. Se sentó y metió las manos debajo de los muslos para evitar que le temblaran.

—Si la nombro a usted —le dijo la gobernadora—, ¿hay algo que yo debiera saber?

—¿Se refiere a si guardo algún cadáver en el armario?

Shaheen asintió con la cabeza. Lo que de verdad contaba a la hora de una designación gubernamental era si el nominado iba a dejar en buen o mal lugar al gobernador. Shaheen intentaba poner los puntos sobre las íes antes de tomar una decisión oficial, y esto sólo podía suscitar la admiración por parte de Alex.

—¿Va a presentarse alguien en medio de la sesión constituyente del Consejo Ejecutivo para oponerse a su nominación? —le preguntó la gobernadora.

—Depende. ¿Piensa conceder alguna amnistía en la prisión del Estado?

Shaheen se rió.

—Entiendo que ahí es donde han acabado sus desdichados clientes.

La gobernadora se puso en pie y estrechó la mano de Alex.

—Creo que vamos a entendernos, Alex —dijo.

Maine y New Hampshire eran los dos únicos Estados del país que todavía contaban con un Consejo Ejecutivo, un comité que supervisaba directamente las decisiones del gobernador. Para Alex, eso significaba que en el mes que iba a transcurrir desde su nominación a la sesión pública de su confirmación en el cargo, tenía que hacer todo lo posible por apaciguar a cinco hombres republicanos para evitar que la pusieran en la picota.

Los visitaba semanalmente, les preguntaba si tenían alguna pregunta que necesitara de una respuesta por su parte. Había tenido incluso que buscarse varios testigos para que declararan a su favor en la sesión de confirmación. Después de los años pasados en la oficina de abogados del Estado, debería haberse tratado de una tarea sencilla, pero el Consejo Ejecutivo no quería escuchar a abogados. Querían escuchar a la comunidad en la que Alex vivía y trabajaba, así que ésta tuvo que recurrir desde la maestra de primer curso hasta a un policía al que ella le caía simpática a pesar de su complicidad con el Lado Oscuro. La parte más difícil para Alex fue tener que aludir a todos sus favores anteriores para lograr que aquellas personas estuvieran dispuestas a testificar, pero también dejarles claro que, si era refrendada en su cargo como jueza, no iba a poder corresponderles con nada a cambio.

Y por fin llegó el momento en que Alex tuvo que salir a la palestra. Tomó asiento en las oficinas del Consejo Ejecutivo, en la sede del gobierno del Estado, y lidiar con preguntas que iban desde: «¿Cuál ha sido el último libro que ha leído?»; hasta: «¿Quién carga con el peso de las pruebas en casos de abusos y negligencia?». La mayor parte de las preguntas eran académicas y de temas generales, hasta que le lanzaron una patata caliente.

—Señora Cormier, ¿quién tiene derecho a juzgar a otra persona?

—Bueno —contestó—, eso depende de si se trata de juzgar en un sentido moral o en un sentido legal. Moralmente, nadie tiene derecho a juzgar a los demás. Pero legalmente, no se trata ya de un derecho… sino de una responsabilidad.

—Prosigamos; ¿cuál es su postura con respecto a las armas de fuego?

Alex dudó. Las armas de fuego no la entusiasmaban precisamente. A Josie no le dejaba ver nada en la televisión que mostrara violencia. Sabía lo que pasaba cuando pones un arma en manos de un chico con problemas, o de un marido furioso, o de una mujer maltratada… Había defendido a este tipo de clientes demasiadas veces como para pasar por alto esa clase de reacción catalítica.

Pero…

Estaba en New Hampshire, un estado conservador, delante de un grupo de republicanos a los que aterrorizaba que ella resultara ser una bomba incendiaria izquierdista. Tendría a su cargo comunidades en las que la caza era algo que la gente no sólo adoraba, sino que necesitaba.

Alex dio un sorbo de agua.

—Legalmente —dijo—, estoy a favor de las armas de fuego.

—Es una locura —le decía Alex a Lacy, ambas de pie en la cocina de esta última—. Te metes en esas tiendas on-line de confección de togas, y las modelos parecen jugadores de fútbol americano con pechos. Ésa es la percepción que tiene la gente de una mujer juez. —Se asomó al pasillo y gritó hacia lo alto de la escalera—. ¡Josie! ¡Cuento hasta diez y nos vamos!

—¿Hay muchas opciones?

—Desde luego: negra o… negra. —Alex se cruzó de brazos—. Puede ser de algodón y poliéster o sólo de poliéster. Con las mangas acampanadas o con las mangas recogidas. Todas horribles. Lo que a mí me gustaría de verdad sería algo entallado.

—Supongo que no hay muchos diseñadores que se dediquen al derecho —dijo Lacy.

—No lo creo. —Se asomó de nuevo al pasillo—. ¡Josie! ¡Nos vamos ya!

Lacy dejó el paño de cocina con el que acababa de secar una sartén y siguió a Alex al recibidor.

—¡Peter! ¡La madre de Josie tiene que irse a casa! —Al no recibir respuesta de los niños, Lacy subió al piso de arriba—. Seguro que se han escondido.

Alex la siguió hasta la habitación de Peter, donde Lacy abrió de golpe las puertas del armario y miró debajo de la cama. Luego buscaron en el baño, en la habitación de Joey y en el dormitorio principal. Cuando volvieron a bajar a la planta baja oyeron voces procedentes del sótano.

—Cómo pesa —decía Josie.

Y Peter:

—Mira. Se agarra así.

Alex bajó disparada los escalones de madera. El sótano de Lacy era una vieja bodega construida hacía cien años, con suelo de tierra y telarañas que colgaban como adornos navideños. Se dirigió hacia los cuchicheos que venían de un rincón, y allí, detrás de un montón de cajas y de una estantería llena de botes de mermelada casera, estaba Josie, con un rifle entre los brazos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Alex casi sin aliento, ante lo cual Josie se dio la vuelta, apuntándola a ella con el cañón.

Lacy agarró el arma y la apartó.

—¿De dónde han sacado esto? —preguntó, y sólo entonces Peter y Josie parecieron darse cuenta de que habían hecho algo malo.

—Peter tenía una llave —dijo Josie.

—¿Una llave? —exclamó Alex—. ¿Una llave de dónde?

—Del armero —murmuró Lacy—. Debió de ver a Lewis sacando el rifle cuando fue a cazar la semana pasada.

—¿Tienen armas por ahí y mi hija ha estado viniendo a su casa todo este tiempo?

—No están por ahí —explicó Lacy—. Están en un armero cerrado con llave.

—¡Que tu hijo de cinco años puede abrir!

—Lewis tiene las balas guardadas…

—¿Dónde? —preguntó Alex—. ¿O debería preguntárselo a Peter?

Lacy se volvió hacia Peter.

—Ya vas a ver. ¿Qué demonios hacían con eso?

—Sólo quería enseñárselo a Josie, mamá. Ella me lo pidió…

Josie adoptó una expresión asustada.

—Yo no le he pedido nada.

Alex se volvió hacia Lacy.

—Y encima tu hijo le echa la culpa a Josie…

—O a lo mejor es tu hija la que está mintiendo —replicó Lacy.

Se quedaron mirándose la una a la otra, dos amigas que hasta entonces se habían mantenido al margen de las peleas de sus hijos. Alex se había puesto roja. No dejaba de pensar en lo que podía haber pasado. ¿Y si hubieran llegado a bajar cinco minutos más tarde? ¿Y si Josie hubiera resultado herida, o muerta? Como culminación de aquellos pensamientos, otro más apareció en su mente: las respuestas que había dado al Consejo Ejecutivo hacía apenas unas semanas. ¿Quién tiene derecho a juzgar a los demás?

«Nadie», había dicho ella misma.

Y sin embargo, eso era lo que estaba haciendo entonces.

«Estoy a favor de las armas de fuego», había afirmado.

¿Se revelaba ahora como una hipócrita? ¿O simplemente era una buena madre?

Alex vio cómo Lacy se arrodillaba junto a su hijo, y ello fue suficiente para activar el disparador: de pronto, la absoluta lealtad de Josie hacia Peter se le apareció como un lastre que arrastraba a su hija hacia el fondo. Quizá a Josie le conviniera hacer nuevos amigos. Amigos en cuya compañía no acabara en el despacho del director, y que no le pusieran rifles en las manos.

Alex retuvo a Josie a su lado.

—Creo que deberíamos marcharnos.

—Sí —convino Lacy con frialdad—. Creo que será lo mejor.

Estaban en el pasillo de los productos congelados cuando Josie empezó a ponerse difícil.

—No me gustan las arvejas —gimoteaba.

—Pues no te las comas. —Alex abrió la puerta del congelador, notando la caricia del aire frío en las mejillas mientras alcanzaba una bolsa de arvejas.

—Quiero galletas Oreo.

—No vamos a comprar más galletas, ya tenemos galletitas saladas con forma de animales.

Josie llevaba una semana así de protestona, desde el episodio en casa de Lacy. Alex sabía que no podía evitar que Josie se juntara con Peter durante el día en la escuela, pero eso no significaba que ella cultivara la relación permitiendo que Josie lo invitara a jugar en casa por las tardes.

Alex metió a pulso una garrafa de agua mineral en el carrito; luego agarró una botella de vino. Después de pensárselo mejor, alcanzó una segunda botella.

—¿Qué prefieres para cenar? ¿Hamburguesa o pollo?

—Quiero tofurkey.

Alex se echó a reír.

—¿De qué conoces tú el tofurkey?
[4]

—Lacy nos lo hizo para comer. Parece un hot dog pero es mejor para la salud.

Alex dio un paso al frente cuando dijeron su número en el mostrador de la carne.

—¿Puede ponerme un cuarto de kilo de pechuga de pollo en filetes?

—¿Cómo es que tú siempre tienes lo que quieres y yo nunca tengo lo que quiero? —la acusó Josie.

—Créeme, no eres una niña tan carente de cosas como te gustaría pensar.

—Quiero una manzana —declaró Josie.

Alex suspiró.

—¿No podemos ir a un supermercado sin que tengas que estar repitiendo quiero esto, quiero lo otro?

Antes de que Alex se diera cuenta de sus intenciones, Josie le propinó una patada desde su asiento del carrito del súper que alcanzó a Alex de pleno.

—Pero qué…

—¡Te odio! —chilló Josie—. ¡Eres la peor madre que existe en el mundo!

Alex se sintió violenta al ver que la gente se volvía a mirarlas; la señora mayor que estaba eligiendo un melón, la empleada de alimentación, con las manos cargadas de brócoli fresco. ¿Cómo se las arreglaban los niños para darte una buena en lugares públicos donde la gente iba a juzgarte por tus reacciones?

—Josie —dijo, sonriendo entre dientes—. Cálmate.

—¡Ojalá fueras como la madre de Peter! ¡Ojalá pudiera irme a vivir con ellos!

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