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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (50 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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—Si va a más, y los chicos terminan en mi despacho, sí.

—¿Mandaron a alguien a su despacho por haber acosado a Peter Houghton?

McAllister se levantó y sacó una carpeta de un fichero. Se puso a hojearla y se detuvo en una página.

—En realidad, fue Peter el que vino dos veces este año. Por pelearse en el vestíbulo.

—¿Pelearse? —preguntó Selena—. ¿O defenderse?

Cuando Katie Riccobono hundió cuarenta y seis veces un cuchillo en el pecho de su marido mientras éste dormía, Jordan recurrió al doctor King Wah, un psiquiatra forense especializado en el síndrome de mujeres maltratadas. Se trata de una derivación específica del trastorno de estrés postraumático, según la cual una mujer que haya sido repetidamente maltratada, tanto mental como físicamente, puede temer por su vida de modo tan constante, que la línea entre la realidad y la fantasía se difumine hasta el punto de que se sienta amenazada incluso cuando la amenaza esté inactiva o, en el caso de Joe Riccobono, mientras él dormía la mona de una juerga de tres días.

King les ganó el caso. En los años siguientes, se convirtió en uno de los expertos más destacados en el síndrome de mujeres maltratadas, y apareció como testigo en multitud de procesos por parte de los abogados defensores de todo el país. Sus honorarios se dispararon. Estaba muy solicitado.

Jordan se dirigió a la oficina de King en Boston sin cita previa, imaginando que su encanto lo ayudaría a ganarse a cualquier secretaria que tuviese el doctor. Pero no contaba con una bruja casi jubilada llamada Ruth.

—El doctor está ocupado hasta dentro de seis meses —dijo ella sin molestarse siquiera en mirar a Jordan.

—Pero es una visita personal, no profesional.

—Lo tendré en cuenta —replicó ella con un tono que sugería claramente lo contrario.

Jordan se imaginó que no serviría de nada decirle a Ruth que tenía un aspecto magnífico ese día, ni hacerla reír con un chiste de rubias tontas, ni dar la lata con su brillante currículo como abogado defensor.

—Es una emergencia familiar —dijo.

—Su familia tiene una emergencia psicológica —repitió Ruth con énfasis.

—Nuestra familia —improvisó Jordan—. Soy el hermano del doctor Wah.

Cuando Ruth se lo quedó mirando, Jordan añadió:

—El hermano adoptado del doctor Wah.

Ella arqueó una fina ceja y apretó un botón del intercomunicador. Un momento después dijo:

—Doctor, un hombre que dice ser su hermano ha venido a verlo.

Colgó el teléfono.

—Dice que puede pasar.

Jordan abrió la pesada puerta de caoba y se encontró a King comiendo un sándwich, con los pies sobre la mesa.

—Jordan McAfee —dijo sonriendo—. Debería habérmelo imaginado. Dime, ¿cómo está mamá?

—¿Cómo voy a saberlo? Siempre te prefirió a ti —bromeó Jordan mientras se acercaba a darle la mano a King—. Gracias por recibirme.

—Tenía que averiguar quién era el jeta que se atrevía a hacerse pasar por mi hermano.

—«Jeta» —repitió Jordan—. ¿Lo aprendiste en la universidad china?

—Exacto.

Hizo un ademán a Jordan para que se sentase.

—¿Cómo va todo?

—Bien —contestó Jordan—. Bueno, quizá no tan bien como te va a ti. No puedo poner «Juzgado TV» sin ver tu cara en la pantalla.

—Desde luego tengo mucho trabajo. De hecho, faltan diez minutos para mi siguiente cita.

—Lo sé. Por eso me la he jugado. Quiero que evalúes a mi cliente.

—Jordan, óyeme, sabes que lo haría, pero estoy dando cita para dentro de seis meses.

—Éste es diferente, King. Se lo acusa de varios asesinatos.

—¿Asesinatos? —dijo King—. ¿A cuántos maridos ha matado?

—A ninguno, y no es una mujer. Es un hombre. Un chico. Lo acosaron durante años, hasta que perdió el control y entró disparando en el Instituto Sterling.

King le ofreció la mitad de su sándwich de atún a Jordan.

—De acuerdo, hermanito —dijo—. Hablemos durante el almuerzo.

Josie observó desde el desnudo suelo de baldosas grises hasta las paredes de color ceniza, desde las barras de hierro que aislaban a los policías de guardia del área de descanso hasta la puerta pesada, con su cerradura automática. Era como una celda, y se preguntó si el policía que estaba dentro había pensado alguna vez en la ironía. Entonces, tan pronto como la imagen de la cárcel apareció en su mente, Josie pensó en Peter y volvió a asustarse.

—No quiero estar aquí —dijo volviéndose hacia su madre.

—Lo sé.

—¿Por qué sigue queriendo hablar conmigo? Ya le he dicho que no recuerdo nada.

Habían encontrado su carta en el buzón. El detective Ducharme tenía «más preguntas» que hacerle. Para Josie, eso significaba que ahora el hombre debía de saber algo que no sabía la primera vez que la interrogó. Su madre le explicó que una segunda entrevista era sólo la manera que tenía la acusación de comprobar que el testigo era coherente, no significaba nada, pero que tenía que ir a la comisaría de todos modos. Dios no permitiera que Josie fuera la que diese al traste con la investigación.

—Lo único que tienes que hacer es volver a decirle que no recuerdas nada… y ya está —dijo su madre poniendo con suavidad la mano en la rodilla de Josie, que estaba temblando.

Lo que Josie quería era levantarse, salir por la puerta de la comisaría y echar a correr. Quería correr sin parar, atravesar el garaje, la calle, los campos de juego de la escuela y meterse en el bosque que lindaba con el estanque del pueblo, hacia las montañas que a veces veía desde su habitación si las hojas de los árboles se habían caído; llegar tan alto como pudiera. Y luego…

Y luego quizá extendiese los brazos y saltase por el borde del mundo.

¿Y si todo aquello estuviera preparado?

¿Y si el detective Ducharme ya lo supiese… todo?

—Josie —dijo una voz—. Muchas gracias por venir.

Ella levantó la mirada y vio al detective frente a ella. Su madre se puso en pie. Josie lo intentó, lo intentó de veras, pero no encontró el coraje para hacerlo.

—Jueza, le agradezco que haya acompañado a su hija.

—Josie está muy disgustada por esto —dijo su madre—. Sigue sin poder recordar nada de ese día.

—Eso tengo que oírlo de la propia Josie.

El detective se arrodilló para poder mirarla a los ojos. Josie se dio cuenta de que tenía unos ojos bonitos. Un poco tristes, como los de un perro basset. Eso hizo que se preguntara cómo sería oír todas esas historias de boca de las víctimas y no poder evitar absorberlas por ósmosis.

—Te prometo que no nos llevará mucho —le dijo amablemente.

Josie comenzó a imaginar cómo sería cuando la puerta a la sala de entrevistas se cerrase, si las preguntas se acumularían como la presión en una botella de champán. Se preguntó qué le dolía más, no recordar lo que había pasado, por más que intentase llevarlo a su mente, o recordar cada pequeño y horrible detalle.

Con el rabillo del ojo, Josie vio que su madre se volvía a sentar.

—¿No vienes conmigo?

La última vez que el detective había hablado con ella, su madre había puesto la misma excusa; era jueza, no podía estar presente en el interrogatorio policial. Pero luego habían tenido aquella conversación tras la comparecencia. Su madre se había desvivido para que Josie comprendiera que actuar como jueza en aquel caso no excluía actuar como madre. O, en otras palabras, Josie había sido lo suficientemente estúpida como para pensar que las cosas entre ellas habían empezado a cambiar.

La boca de su madre se abría y cerraba como la de un pez fuera del agua. «¿Te sientes incómoda? —pensó Josie con palabras que le golpeaban la mente—, bienvenida al club».

—¿Quieres una taza de café? —preguntó el detective.

Entonces ella negó con la cabeza.

—O una Coca-Cola. No sé, ¿las chicas de tu edad ya beben café o te lo estoy ofreciendo porque soy tan tonto que no tengo ni idea?

—Me gusta el café —dijo Josie.

Ella evitó la mirada de su madre mientras el detective Ducharme la guiaba hacia el centro sagrado de la comisaría de policía.

Entraron en una sala de entrevistas y el detective le sirvió una taza de café.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Azúcar —dijo Josie, tomando dos terrones del cuenco para añadirlos a la taza.

Entonces miró alrededor: la mesa de formica, las luces fluorescentes, la normalidad de la habitación.

—¿Qué?

—¿Qué qué? —dijo Josie.

—¿Qué pasa?

—Estaba pensando que no parece el lugar adecuado para sacarle una confesión a alguien.

—Depende de si tienes una que sacar —dijo el detective.

Josie palideció, pero él se rió.

—Estoy bromeando. Para ser sincero, sólo extraigo confesiones de la gente cuando hago de policía en la televisión.

—¿Usted hace de policía en la televisión?

Él suspiró.

—Olvídalo.

Cogió una grabadora del centro de la mesa.

—Voy a grabar la conversación, como la otra vez… principalmente porque no soy capaz de recordarlo todo punto por punto.

El detective apretó el botón y se sentó frente a Josie.

—¿Te han dicho que te pareces a tu madre?

—No, nunca —dijo ladeando la cabeza—. ¿Me ha traído aquí para preguntarme eso?

Él sonrió.

—No.

—De todos modos, no me parezco a ella.

—Te aseguro que sí. Sobre todo los ojos.

Josie miró la mesa.

—Los míos son de un color totalmente distintos a los suyos.

—No estaba hablando del color —dijo el detective—. Josie, vuelve a decirme lo que viste el día de los disparos en el Instituto Sterling.

Bajo la mesa, Josie se agarró las manos. Se hundió las uñas en la palma para que algo le doliese más que las palabras que iba a decir.

—Tenía un examen de química. Había estudiado hasta muy tarde, y estaba pensando en eso cuando me levanté por la mañana. Eso es todo. Ya se lo he dicho, no recuerdo siquiera haber estado en la escuela ese día.

—¿Recuerdas qué te hizo entrar en el vestuario?

Josie cerró los ojos. Le venía a la mente el vestuario, el suelo de baldosas, los casilleros grises, el calcetín desparejado en una esquina de la ducha. Y luego, todo se volvía rojo de rabia. Rojo de sangre.

—No —dijo Josie con las lágrimas formándole un nudo en la garganta—. Ni siquiera sé por qué pensar en ello me hace llorar.

Odiaba que la vieran así. Odiaba ser así. Más que nada, odiaba no saber cuándo sucedería: un cambio de viento, un ciclo de la marea. Josie aceptó el pañuelo que el detective le ofrecía.

—Por favor —susurró—, ¿puedo irme ya?

Hubo un momento de silencio en que Josie sintió el peso de la pena del detective cayendo sobre ella como una red, una que sólo atrapaba sus palabras, mientras el resto —la vergüenza, la rabia, el miedo —pasaban a través.

—Claro, Josie —dijo—. Puedes irte.

Alex fingía estar leyendo el Informe Anual de la Ciudad de Sterling cuando Josie irrumpió por la puerta de seguridad en la sala de espera de la comisaría. Estaba llorando, y Patrick Ducharme no estaba a la vista. «Lo mataré —pensó Alex de forma racional y tranquila—, en cuanto haya calmado a mi hija».

—Josie —la llamó mientras ésta pasaba por delante de ella hacia la salida del edificio, hacia el garaje.

Alex corrió detrás, atrapándola frente al coche. La abrazó por la cintura.

—Déjame sola —dijo Josie sollozando.

—Josie, cariño, ¿qué te ha dicho? Dímelo.

—¡No te lo puedo decir! No lo entiendes. Nadie lo entiende —dijo apartándose—. Los únicos que lo entenderían están muertos.

Alex dudó. No sabía qué hacer. Podía abrazar con fuerza a Josie y dejarla llorar. O podía hacerle ver que, por más apenada que estuviese, tenía recursos para manejar la situación. Una especie de responsabilidad de Allen, pensó Alex, las instrucciones que un juez daba a un jurado que no estuviera llegando a ninguna parte con sus deliberaciones, recordándoles su deber como ciudadanos americanos y asegurándoles que podían y debían llegar a un consenso.

En el juzgado siempre le había funcionado.

—Sé que es duro, Josie, pero eres más fuerte de lo que crees, y…

Josie sacudió la mano, apartándose de ella.

—¡Deja de hablarme así!

—¿Cómo te hablo?

—¡Como si fuera algún testigo o abogado a quien intentases impresionar!

—Su Señoría. Siento interrumpir.

Alex se volvió y vio a Patrick Ducharme justo detrás de ellas, oyéndolo todo. Se ruborizó. Aquél era exactamente el tipo de comportamiento que no se muestra en público cuando se es juez. Lo más seguro era que él volviese a las oficinas de la comisaría para enviar un correo electrónico general a todo el cuerpo: «Adivinen qué acabo de oír».

—Su hija —dijo —se ha dejado la camiseta.

De color rosa y con capucha, la sostenía bien doblada sobre el brazo. Se la dio a Josie. Y entonces, en lugar de irse, le puso la mano en la espalda.

—No te preocupes, Josie —dijo mirándola como si ellos dos fuesen las únicas personas en el mundo—. Todo va a salir bien.

Alex esperaba que le contestara bruscamente, pero en lugar de eso Josie se calmó. Asintió como si, por primera vez desde el día del tiroteo, así lo creyera.

Alex sintió que algo crecía en su interior. Se dio cuenta de que era alivio porque su hija había conseguido al fin tener cierta esperanza. Pero también una amarga pena por no haber sido ella quien devolviera la paz al rostro de Josie.

Ésta se enjugó los ojos con la manga de la sudadera.

—¿Estás mejor? —preguntó Ducharme.

—Creo que sí.

—Bien.

El detective hizo un gesto hacia Alex.

—Jueza.

—Gracias —murmuró, mientras él daba media vuelta y regresaba a comisaría.

Alex oyó que Josie cerraba la puerta del coche tras sentarse en el asiento del pasajero, sin dejar de mirar a Patrick Ducharme hasta que éste desapareció de su vista. «Ojalá hubiera sido yo», pensó Alex, evitando a propósito terminar la frase.

Como Peter, Derek Markowitz era un genio de la informática. Como Peter, no había sido bendecido con músculos, altura o, para el caso, cualquier otro regalo de la pubertad. El pelo le quedaba de punta en mechones pequeños, como si se lo hubiesen plantado. Siempre llevaba la camisa por dentro de los pantalones, y nunca había sido popular.

Pero a diferencia de Peter, nunca había ido a la escuela y matado a diez personas.

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