Diecinueve minutos (6 page)

Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se dio cuenta de que, ¡oh, milagro de los milagros!, Peter se había quedado dormido sobre su hombro, con la suave piel de durazno de su cara presionada contra su piel desnuda. Subió la escalera de puntillas y lo depositó con cuidado en la cuna, tras lo cual echó un vistazo por la habitación y miró hacia la cama en la que yacía Joey. La luna lo acariciaba con su luz. Se preguntó cómo sería Peter cuando tuviera la edad de Joey. Se preguntó si se podía tener dos veces la misma suerte.

Alex Cormier era más joven de lo que había supuesto Lacy. Veinticuatro años, pero se comportaba con la suficiente confianza en sí misma como para que pudiera creerse que tenía diez más.

—Y bien —dijo Lacy, abordándola—, ¿cómo fue el otro asunto?

Alex parpadeó, sin dejar de mirarla, hasta que por fin lo recordó: la visita al pabellón maternal de la que había desertado una semana atrás.

—Acabó en un acuerdo, sin juicio.

—¿Es usted abogada, entonces? —inquirió Lacy, levantando la vista de sus anotaciones.

—Defensora de oficio —repuso Alex, elevando la barbilla un milímetro, como si estuviera preparada para escuchar algún comentario desaprobatorio por parte de Lacy por implicarse con rufianes.

—Ese trabajo debe de exigirle mucho —dijo Lacy—. ¿Saben en su departamento que está embarazada?

Alex sacudió la cabeza en señal de negación.

—No tienen por qué —dijo sin más—. No voy a pedir ningún permiso de maternidad.

—Es posible que cambie de opinión a medida que…

—No voy a tener a este bebé —manifestó Alex.

Lacy se arrellanó en su silla.

—Entiendo. —A ella no le tocaba juzgar a una madre por el hecho de renunciar a su hijo—. Quizá podríamos hablar de algunas opciones —dijo Lacy. A las once semanas, Alex aún podía interrumpir su embarazo si quería.

—Iban a practicarme un aborto —dijo Alex, como si le hubiera leído a Lacy el pensamiento—. Pero no acudí a la cita. —Levantó los ojos—. Dos veces.

Lacy sabía muy bien que una mujer podía ser una firme defensora del aborto, pero luego no estar dispuesta o no ser capaz de llevarlo a la práctica… Era justamente uno de los puntos débiles de esa postura.

—En ese caso —dijo—, puedo proporcionarle información acerca de la posibilidad de darlo en adopción, si es que no ha contactado ya con alguna agencia. —Abrió un cajón y sacó varias carpetas en las que había información de todo tipo de agencias según sus orientaciones religiosas, y también de abogados especializados en adopciones privadas. Alex tomó los folletos y los sostuvo como si fueran naipes—. Pero si le parece, por ahora podríamos centrarnos en su estado de salud.

—Estoy estupendamente —replicó Alex con suavidad—. No tengo mareos, no estoy cansada. —Miró su reloj—. Pero en cambio voy a llegar tarde a una cita.

Lacy pensó que Alex era una persona competitiva y acostumbrada a controlar todas las facetas de su vida.

—No está mal moderar un poco la marcha cuando una está embarazada. Es posible que su cuerpo lo necesite.

—Sé cómo cuidar de mí misma.

—¿Por qué no prueba a dejar que se ocupe otro de vez en cuando?

Una sombra de irritación cruzó por el rostro de Alex.

—Mire, no necesito ninguna terapia. Sinceramente, agradezco su preocupación, pero…

—¿Su pareja apoya su decisión de renunciar al bebé? —preguntó Lacy.

Alex apartó la cara un instante. Sin embargo, antes de que Lacy encontrara las palabras adecuadas para continuar, Alex lo hizo por sí misma.

—No existe tal pareja —dijo con frialdad.

La última vez que el cuerpo de Alex había tomado las riendas haciendo lo que su mente le decía que no hiciera, había concebido a aquel bebé. Todo había comenzado de la manera más inocente… Logan Rourke, su profesor de derecho judicial, la había llamado a su despacho para decirle que dirigía la sala del tribunal con gran competencia. Logan le dijo que ningún juez sería capaz de apartar los ojos de ella… como tampoco él lo era en aquel momento. A Alex le pareció que Logan era Clarence Darrow, F. Lee Bailey y Dios todos en uno. El prestigio y el poder podían volver a un hombre tan atractivo como para dejar sin respiración; a Logan lo habían convertido en lo que ella había estado buscando toda la vida.

Alex le creyó cuando él le dijo que, en sus diez años como profesor, jamás había visto a un estudiante con una rapidez mental como la de Alex. Le creyó también cuando él le contó que su matrimonio no existía ya salvo nominalmente. Y le creyó asimismo la noche en que la acompañó a casa desde el campus, le tomó el rostro entre las manos y le dijo que ella era la razón por la que se levantaba cada mañana.

El derecho estudiaba detalles y hechos, no emociones. El error supremo de Alex había sido olvidar eso al meterse con Logan. De pronto aplazaba planes a la espera de su llamada, que unas veces se producía y otras no. Fingía no verlo flirtear con las estudiantes de primer año, que lo miraban como también ella lo había mirado. Y cuando se quedó embarazada, estaba convencida de que estaban destinados a pasar juntos el resto de su vida.

Logan le dijo que se liberara de aquella carga. Le dieron día y hora para practicarle el aborto, pero ella olvidó anotarlos en el calendario. Volvió a pedir fecha, pero no se fijó en que la que le dieron coincidía con un examen final. Después de dos intentos fallidos, fue a ver a Logan.

—Es una señal —le dijo.

—Puede que sí —contestó él—, pero no significa lo que tú piensas. Sé razonable —le aconsejó—. Una madre soltera no puede ser abogada defensora. Tiene que elegir entre su carrera y su bebé.

Lo que estaba diciéndole en realidad era que tenía que elegir entre tener el bebé y tenerlo a él.

De espaldas, la mujer le parecía familiar, como a veces pasa con la gente cuando se la ve fuera de su contexto habitual: la cajera del súper haciendo cola en el banco, o el cartero sentado al otro lado del pasillo en el cine. Alex se quedó observándola unos segundos, hasta darse cuenta de que era la partera. Cruzó el vestíbulo del edificio del tribunal a grandes zancadas, en dirección a la máquina del parking, donde estaba Lacy Houghton pagando un ticket y a punto ya de irse.

—¿Necesita un abogado? —preguntó Alex.

Lacy levantó la vista, con el portabebés apoyado en la cadera. Le costó un momento ubicar aquel rostro, no había visto a Alex desde su última visita, hacía casi un mes.

—Ah, ¡hola! —exclamó, sonriente.

—¿Qué la trae por mis dominios?

—Oh, pues… estaba pagando la fianza de mi ex… —Lacy esperó a que Alex abriera los ojos de par en par, y entonces se rió—. Es broma, estoy comprando un abono de estacionamiento.

Alex se sorprendió a sí misma mirando la carita del bebé de Lacy. Llevaba una gorrita azul atada por debajo de la barbilla. Las mejillas rebosaban por los bordes de la gorra. No paraba de babear y, al advertir que Alex lo miraba, le ofreció una cavernosa sonrisa.

—¿Le apetece un café? —dijo Lacy.

Recogió los diez dólares de cambio y el abono del estacionamiento. Luego se recolocó el portabebés y salió del edificio de los juzgados en dirección a un Dunkin’ Donuts, al otro lado de la calle. Lacy se detuvo a darle los diez dólares a un vagabundo sentado fuera del tribunal, y Alex puso los ojos en blanco… Precisamente el día anterior había visto a aquel mismo individuo dirigirse al bar más cercano cuando ella salía de trabajar.

En la cafetería, Alex observó cómo Lacy despojaba sin ningún esfuerzo a su bebé de las diversas capas de ropa y lo levantaba para colocárselo en el regazo. Sin dejar de hablar, se pasó una mantita sobre los hombros y se puso a darle el pecho a Peter.

—¿Es muy duro? —espetó Alex.

—¿Dar de mamar?

—No sólo eso —dijo Alex—. Todo.

—Es cuestión de práctica y nada más. —Lacy elevó al bebé hasta la altura del hombro. Él empezó a darle patadas con sus botitas en el pecho, como si estuviera ya tratando de poner distancia entre ambos—. Comparado con su trabajo diario, me parece que hacer de madre debe de ser pan comido.

De inmediato, aquello le hizo pensar a Alex en Logan Rourke, que se había reído de ella cuando le había dicho que iba a pedir un puesto de abogado de oficio.

—No durarás ni una semana —le espetó—. Eres demasiado blanda para eso.

A veces se preguntaba si era una buena abogada de oficio por talento innato o bien por lo dispuesta que estaba a demostrarle a Logan lo mucho que se equivocaba. Fuera como fuese, Alex había cultivado una determinada imagen para aquel trabajo; se había creado un personaje que estaba allí para garantizar a los delincuentes un trato de igualdad dentro del sistema jurídico, pero sin dejar que sus clientes penetraran su coraza.

Ese error ya lo había cometido con Logan.

—¿Ha tenido ocasión de ponerse en contacto con alguna de las agencias de adopción? —preguntó Lacy.

Alex ni siquiera había leído los folletos que la partera le facilitó. Si por ella fuera, aún estarían sobre el mostrador de la sala de reconocimiento.

—Hice algunas llamadas —mintió Alex. El tema estaba apuntado en su lista de asuntos pendientes, pero siempre surgía algo más urgente.

—¿Me permite que le haga una pregunta personal? —dijo Lacy, y Alex asintió lentamente; no le gustaban las preguntas personales—. ¿Qué es lo que la ha decidido a renunciar al bebé?

¿Había llegado a tomar en realidad tal decisión? ¿O alguien la había tomado por ella?

—Que no es el momento —respondió.

Lacy se rió.

—No sé si existe un momento mejor que otro para tener un bebé. La vida te cambia de arriba abajo, eso desde luego.

Alex se quedó mirándola con fijeza.

—No me gusta que mi vida cambie.

Lacy se ocupó unos segundos de la camisa de su bebé.

—Según se mire, lo que hacemos usted y yo no son cosas tan diferentes.

—El índice de reincidencia debe de ser muy similar —dijo Alex.

—No… Yo me refería a que a ambas nos toca ver a la gente cuando está pasando por una situación crítica. Eso es lo que más me gusta de mi profesión. Te permite ver lo fuerte que es la otra persona cuando se ve obligada a enfrentarse a una situación realmente dolorosa. —Levantó los ojos hacia Alex—. ¿No cree que las personas en el fondo nos parecemos mucho?

Alex pensó en los demandados que habían pasado por su vida profesional. Sus perfiles se desdibujaban en su mente. ¿Se debía, como decía Lacy, al hecho de ser tan parecidos? ¿O era porque Alex se había vuelto una experta en no mirar demasiado de cerca?

Observó cómo Lacy se colocaba al bebé sobre las rodillas. Éste golpeó sobre la mesa con las palmas abiertas, emitiendo un pequeño gorgoteo. Lacy se levantó de súbito, soltando al bebé en brazos de Alex, de modo que ésta tuvo que sujetarlo si no quería que se cayera al suelo.

—Por favor, aguánteme a Peter. Tengo que ir corriendo al baño.

A Alex le entró pánico. «Un momento —se dijo—. No sé qué tengo que hacer». El bebé daba patadas en el aire, como un personaje de dibujos animados para no caer por un precipicio.

Alex se lo sentó con torpeza en el regazo. El pequeño era más pesado de lo que hubiera imaginado, y el tacto de su piel era como de terciopelo mojado.

—Hola, Peter —le dijo con tono formal—. Yo soy Alex.

El bebé alargó los brazos tratando de atrapar su taza de café, que ella se apresuró a poner fuera de su alcance. Peter arrugó la cara con todas sus fuerzas y rompió a llorar.

Sus chillidos eran entrecortados, altos en decibelios, anunciadores de un cataclismo.

—Basta —suplicó Alex, mientras la gente a su alrededor empezaba a volverse hacia ellos. Se levantó, y empezó a darle palmaditas en la espalda, tal como había visto hacer a Lacy, rogando interiormente por que Peter se quedara sin fuerzas, o contrajera una laringitis, o simplemente se apiadara de su inexperiencia. Alex, que siempre tenía una réplica aguda e inteligente para todo, que podía verse arrojada a una situación jurídica infernal y caer de pie sin derramar una gota de sudor, se sintió totalmente perdida.

Se sentó sosteniendo a Peter por las axilas. Para entonces él ya estaba rojo como un tomate, con la piel tan inflamada y oscura que la fina pelusa que le recubría la cabeza relucía como el platino.

—Escucha —dijo Alex—, puede que yo no sea la persona que tú quisieras, pero soy lo único que tienes ahora mismo.

Tras un último hipido, el bebé se tranquilizó. Se quedó mirando fijamente a Alex a los ojos, como si tratara de recordarla.

Aliviada, ella se lo puso sobre el brazo y se irguió un poco en su silla. Bajó la vista hacia la cabeza del bebé, observando el pulso translúcido bajo la fontanela.

Al relajar un poco la tensión de su abrazo, él se relajó también. ¿Era así de fácil?

Alex pasó el dedo sobre aquel punto blando en la cabeza de Peter. Conocía la explicación biológica: dos hemisferios craneales tenían que ser lo suficientemente móviles como para facilitar el nacimiento; acababan soldándose cuando el bebé empezaba a caminar. Era un punto vulnerable con el que todos nacíamos, que con el tiempo se convertía literalmente en la cabeza dura de un adulto.

—Lo siento —dijo Lacy, mientras volvía a sentarse a la mesa con toda naturalidad—. Gracias por aguantármelo.

Alex se lo devolvió rápidamente, como si quemara.

Habían ingresado a la paciente después de un intento de parto en casa que había durado treinta horas. Firme creyente en la medicina natural, había minimizado los cuidados prenatales y había prescindido de la amniocentesis y las ecografías, pero aun así, llegado el momento de venir al mundo, los recién nacidos encuentran siempre la manera de obtener lo que quieren y necesitan. Lacy posó las manos sobre el tembloroso vientre de la mujer con las palmas abiertas, como si fuera una curandera. «Dos kilos y tres cuartos —pensó—; el culo se encuentra aquí arriba, la cabeza allá abajo». Un médico asomó la cabeza por la rendija de la puerta.

—¿Cómo va por aquí?

—Dígales a los de cuidados intensivos que está de treinta y cinco semanas —dijo ella—, pero que parece que todo esté bien. —Mientras el doctor retrocedía y se marchaba, ella se colocó entre las piernas de la mujer—. Ya sé que debe de parecerte que llevas así una eternidad —dijo—, pero si eres capaz de trabajar conmigo un poco más, dentro de una hora tendrás a este bebé en brazos.

Mientras hacía que el esposo de la mujer se situara detrás de ésta y la mantuviera erguida en el momento de ponerse ella a empujar, Lacy notó la vibración de la llamada del
beeper
a la altura de la cintura de la bata azul marino. ¿Quién demonios podía ser? Estaba de guardia, la secretaria sabía que estaba asistiendo a un parto.

Other books

The Price of Faith by Rob J. Hayes
FULL MARKS FOR TRYING by BRIGID KEENAN
The Boys Start the War by Phyllis Reynolds Naylor
The Way We Bared Our Souls by Willa Strayhorn
Yellowstone Standoff by Scott Graham
Consequences by Penelope Lively