Diecinueve minutos (17 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—Es como los macarrones que hace mamá.

—Sí, algo así. ¿Rotini? ¿No se llaman así? El interior del cañón es como las vueltas de una tuerca. Al salir la bala propulsada y pasar por esas estrías, sale al exterior girando sobre sí misma. Es como cuando lanzas una pelota de fútbol americano y, además de ir impulsada hacia adelante, va rodando de lado.

Alguna vez, cuando jugaba en el patio de atrás con su padre y con Joey, Peter había intentado lanzar la pelota aplicándole ese tipo de giro, pero tenía la mano demasiado pequeña, o la pelota era demasiado grande, y la mayoría de las veces acababa cayéndole sobre los pies.

—Gracias al giro que las estrías del cañón le imprimen a la bala, ésta va recta, sin desviarse ni zigzaguear. —Su padre tomó una baqueta con un lazo de alambre en el extremo. Enganchó un parche en el lazo y lo empapó en disolvente—. Lo malo es que la pólvora ensucia el cañón por dentro —prosiguió—, por eso tenemos que limpiarlo.

Peter observó cómo su padre introducía con dificultad la baqueta en el cañón del rifle, empujando y tirando repetidamente, como si batiera mantequilla. Cambió el parche impregnado por otro seco y lo pasó también por el cañón. Luego repitió la operación una vez más con otro parche limpio, hasta que ya no salió manchado de negro.

—Cuando yo tenía tu edad, también mi padre me enseñó a hacer esto. —Tiró el parche a un cubo de basura—. Algún día, tú y yo iremos juntos a cazar.

Peter apenas podía contenerse sólo de pensarlo. Él, que era incapaz de lanzar una pelota, o de regatear jugando al fútbol, y ni siquiera sabía nadar muy bien, ¿iba a ir a cazar con su padre? Le encantó la idea de dejar a Joey en casa. Se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar, cómo sería la sensación de hacer algo con su padre que fuera sólo cosa de ellos.

—Ah —exclamó su padre—. Mira el cañón ahora.

Peter tomó el rifle por la punta, y miró por la abertura, con el cañón apoyado en el ojo.

—¡Por Dios, Peter! —exclamó su padre, arrebatándole el arma de las manos—. ¡Así no! ¡Lo agarraste al revés! —Le dio la vuelta al rifle de forma que apuntara hacia otro lado—. Aunque esté descargado, y sea completamente seguro, nunca jamás mires por el orificio del cañón. Y no apuntes nunca un arma hacia nada que no quieras matar.

Peter entornó los ojos, mirando en el interior del cañón por el lado correcto. Lucía un destello plateado brillante, cegador. Perfecto.

Su padre engrasó también con un paño la parte exterior del cañón.

—Ahora, aprieta el gatillo.

Peter se quedó mirándolo. Hasta él sabía que eso no tenía que hacerlo.

—No hay peligro —lo tranquilizó su padre—. Hay que hacerlo para poder volver a montar el arma.

Peter, dubitativo, dobló el dedo apretando el apéndice metálico en forma de media luna, y disparó. Se liberó un fiador, de forma que su padre pudo cerrar el rifle. Observó cómo lo guardaba de nuevo en el armero.

—Hay mucha gente que se pone nerviosa con las armas de fuego, pero es porque no las conocen —dijo su padre—. Si sabes cómo funcionan, las puedes manejar sin peligro alguno.

Peter vio cómo su padre cerraba con llave el armario donde estaba el rifle, y comprendió lo que trataba de decirle: el misterio del rifle, eso que a él lo había movido a sustraer la llave del armero del cajón de la ropa interior de su padre para enseñarle a Josie el arma, ya no era una cosa tan fascinante e irresistible. Ahora que lo había visto desmontado en piezas y vuelto a montar, lo veía como lo que era: un montón de fragmentos de metal que encajaban unos con otros; la suma de sus partes.

En realidad, un arma no era nada si no había una persona detrás.

El hecho de creer o no creer en el Destino se reduce a una cosa: a quién echarle la culpa cuando algo va mal. ¿Crees que tú eres responsable, que si lo hubieras hecho mejor o te hubieras esforzado más no habría sucedido? ¿O lo achacas simplemente a las circunstancias?

Conozco a personas que, al enterarse de la muerte de alguien, dirían que ha sido la voluntad de Dios. Conozco a otras personas que dirían que ha sido la mala suerte. Y luego está la opción que yo prefiero: que estaba en el lugar equivocado, en el momento inoportuno.

Pero claro, también podrían decir eso mismo de mí, ¿verdad?

Al día siguiente

Para la sexta Navidad de Peter le habían regalado un pez. Era uno de esos peces luchadores japoneses, un beta con una cola hecha de jirones, fina como la seda, que se ondulaba como el vestido de una estrella de cine. Peter le puso por nombre
Wolverine
, y se pasaba horas contemplando sus escamas de destellos lunares, sus ojos de lentejuelas. Pero al cabo de unos días le dio por pensar en lo triste que debía de ser no tener más que una pecera que explorar. Se preguntaba si el pez se detenía cada vez que pasaba junto a su planta de plástico porque había descubierto algo nuevo y asombroso en relación con su forma y tamaño, o porque era una forma de saber que había dado otra vuelta más.

Peter se levantaba en mitad de la noche para ver si el pez dormía alguna vez, pero fuese la hora que fuese,
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siempre estaba nadando. Se preguntaba qué era lo que el pez veía: un ojo magnificado, que se elevaba como un sol por la gruesa pared de cristal de la pecera. En la iglesia, había escuchado al pastor Ron decir que Dios lo veía todo, y se preguntaba si no sería eso lo que él era para
Wolverine
.

Sentado en una celda de la prisión del condado de Grafton, Peter intentaba recordar qué había sido de su pez. Se murió, supuso. Seguramente él lo había observado hasta que se murió.

Levantó la vista hacia la cámara ubicada en un rincón de la celda, que lo escrutaba impasible. Ellos, quienesquiera que fuesen, querían cerciorarse de que no se suicidara antes de que lo crucificaran públicamente. Por tal motivo su celda estaba desprovista hasta de un simple camastro, y de almohada o alfombra alguna: tan sólo un duro banco, y aquella estúpida cámara.

Aunque, pensándolo bien, quizá fuera algo bueno. Por lo que había podido deducir, estaba solo en aquel corredor de celdas individuales. Se había quedado aterrorizado cuando el coche del sheriff se había detenido delante de la cárcel. Lo había visto muchas veces en la tele, sabía lo que sucedía en lugares como aquél. Durante todo el tiempo que habían durado los trámites de su ingreso había mantenido la boca cerrada, no porque fuera un tipo duro sino porque tenía miedo de echarse a llorar si la abría, y de no poder parar.

Oyó un ruido de metal contra metal, como de espadas entrechocando, y luego unos pasos. Peter no se movió, siguió con las manos juntas entre las rodillas, los hombros encorvados. No quería parecer ansioso, ni demasiado patético. La verdad es que era bastante bueno haciéndose invisible. Era una técnica que había perfeccionado durante los últimos doce años.

Un funcionario de prisiones se detuvo delante de la celda.

—Tienes visita —dijo, abriendo la puerta.

Peter se puso de pie lentamente. Miró a la cámara junto al techo, y siguió al funcionario por un pasillo gris desconchado.

¿Sería muy difícil salir de allí? ¿Y si le propinaba una patada de kung-fu, como en los videojuegos, y tumbaba a aquel guardián, y luego a otro, y a otro, hasta salir corriendo por la puerta y saborear el aire fresco, cuyo gusto había empezado ya a olvidar?

¿Y si tenía que quedarse allí para siempre?

Entonces se acordó de lo que le había pasado a su pez. En un arrebato arrollador de sentimiento humanitario a favor de los derechos de los animales, Peter había agarrado a
Wolverine
y lo había tirado por el inodoro. Se había imaginado que las cañerías acababan en algún inmenso océano, como aquel junto al que había pasado las últimas vacaciones con su familia, y que a lo mejor
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encontraría el camino de vuelta a Japón, junto con el resto de sus parientes. Hasta que Peter no le confió lo que había hecho a su hermano Joey, no había oído hablar de las alcantarillas, y no supo que, en lugar de darle la libertad a su mascota, la había matado.

El funcionario se detuvo delante de una puerta que decía: VISITAS PRIVADAS. Era incapaz de imaginar quién podía ir a visitarle, a excepción de sus padres, y él aún no tenía ganas de verlos. Le preguntarían cosas que él no era capaz de contestar, cosas acerca de cómo es posible arropar a un hijo por la noche, y no reconocerle a la mañana siguiente. Quizá lo más sencillo fuera volver ante la cámara de su celda, que lo miraba fijamente pero no lo juzgaba.

—Entra —le dijo el guardián, abriendo la puerta.

Peter respiró hondo, con un estremecimiento. Se preguntó qué debió de pensar su pez después de esperar encontrarse con el frío azul del mar y acabar nadando en mierda.

Jordan entró en la prisión del condado de Grafton y se detuvo en el puesto de control. Tenía que firmar en el registro antes de poder visitar a Peter Houghton. Un funcionario de prisiones, al otro lado de una mampara de plexiglás transparente, le proporcionó un distintivo de visitante. Jordan tomó la tablilla con el formulario y garabateó su nombre, para devolverla por la pequeña ventanilla de la mampara, aunque no había nadie para recogerla. Los dos funcionarios del otro lado estaban pendientes de un pequeño televisor en blanco y negro en el que daban, como en todas las demás televisiones del planeta, un informativo acerca del tiroteo en el instituto.

—Disculpen —dijo Jordan, pero ninguno de los dos hombres se volvió.

—Al oír los disparos —decía el reportero—, Ed McCabe asomó la cabeza por la puerta del aula de noveno curso, donde estaba dando clase, interponiéndose entre el asaltante y sus alumnos.

La pantalla pasó a mostrar a una mujer llorando, identificada en grandes letras blancas al pie de su imagen como JOAN MCCABE, HERMANA DE LA VÍCTIMA.

—Se preocupaba mucho por sus chicos —decía entre sollozos—. Durante los siete años en que fue profesor en Sterling siempre se preocupó por ellos, ¿por qué iba a ser diferente el último minuto de su vida?

Jordan cambió el peso de la pierna de apoyo.

—¿Hola?

—Un segundo, amigo —dijo uno de los funcionarios de prisiones, haciéndole un gesto ausente con la mano.

El informador apareció de nuevo en la granulada pantalla, con el pelo levantado como la vela de un barco inflada por la brisa. Tras él se veía una de las paredes de ladrillo monocolor del instituto.

—Sus compañeros docentes recuerdan a Ed McCabe como un profesor entregado a su trabajo, siempre dispuesto a hacer cuanto fuera necesario cuando se trataba de ayudar a un alumno, y también como un amante de la vida al aire libre, que solía hablar de su sueño de recorrer Alaska. Un sueño —decía el periodista con tono grave —que ahora ya nunca se hará realidad.

Jordan recuperó la tablilla con el formulario y la empujó con fuerza por la abertura, de modo que cayera al suelo. Los dos guardias se volvieron a la vez.

—He venido a ver a mi cliente —dijo.

Lewis Houghton nunca había dejado de impartir una sola clase en los diecinueve años en que había sido profesor en la Universidad de Sterling, hasta ese día. Cuando lo llamó Lacy, se marchó de forma tan precipitada que ni siquiera colgó una nota en la puerta del aula. Se imaginaba a los estudiantes esperando a que él llegara para tomar nota de cada una de las palabras que salían de su boca, como si todo lo que él decía fuera irreprochable.

¿Cuál era la palabra, la obviedad, el comentario suyo que había llevado a Peter a cometer aquel acto?

¿Qué palabra, qué obviedad, qué comentario podrían haberlo evitado?

Él y Lacy estaban sentados en el patio de atrás, a la espera de que la policía abandonara la casa. Uno de los policías se había marchado, pero probablemente en busca de una ampliación de la orden de registro. A Lewis y a Lacy no les estaba permitido quedarse en su propia casa mientras durara la inspección. Durante un rato, se habían quedado en el camino de entrada, viendo cómo de vez en cuando salía un agente cargado con cajas y bolsas llenas de cosas que Lewis había encontrado lógico que se llevaran, como la computadora, o libros de la habitación de Peter, pero también de otras que nunca se le hubiesen ocurrido, como una raqueta de tenis, o una caja gigante de fósforos impermeables.

—¿Qué hacemos? —murmuró Lacy.

Él sacudió la cabeza, con la mirada perdida. Para uno de sus artículos periodísticos sobre el valor de la felicidad, había entrevistado a personas mayores que habían intentado suicidarse. «¿Qué nos queda?», le decían. Entonces, Lewis había sido incapaz de comprender aquella falta absoluta de esperanza. En aquella época no podía imaginar que el mundo pudiera volverse tan amargo que no se fuera capaz de ver una solución.

—No podemos hacer nada —repuso Lewis, y lo decía convencido. Miró a un agente que salía con un montón de cómics viejos de Peter.

Cuando llegó a casa se encontró a Lacy paseando de un lado a otro del camino de entrada. Al verlo, ella se le había arrojado a los brazos.

—¿Por qué? —le había dicho entre sollozos—. ¿Por qué?

Había miles de preguntas encerradas en aquel simple por qué, pero Lewis no hubiera podido responder a una sola de ellas. Se había agarrado a su esposa como si ésta fuera una madera a la deriva en medio de la riada, hasta que había advertido los ojos escrutadores de un vecino al otro lado de la calle, que les observaban desde detrás de una cortina.

Por eso se habían ido al patio de atrás. Se sentaron en el balancín del porche, rodeados por las ramas desnudas y la nieve que se derretía. Lewis permanecía en completa quietud, con los dedos y los labios insensibles por el frío y la conmoción.

—¿Crees que tenemos la culpa? —preguntó Lacy en un susurro.

Él se quedó mirándola con fijeza, sorprendido por su valentía: acababa de expresar con palabras aquello que él ni siquiera se había atrevido a pensar. Pero nada de lo que dijesen les serviría: los disparos habían sido reales, y su hijo era quien había apretado el gatillo. No podían contradecir los hechos, como mucho podían observarlos desde un prisma diferente.

Lewis agachó la cabeza.

—No lo sé.

¿Por dónde comenzar a revisar aquellas estadísticas? ¿Había sucedido porque Lacy había tenido demasiado a Peter en brazos cuando era pequeño? ¿O porque Lewis fingía reírse cuando Peter se caía, con la esperanza de que el pequeño que daba sus primeros pasos viera que caerse no tenía importancia? ¿Tenían que haber vigilado más de cerca lo que leía, lo que veía, lo que escuchaba? ¿O con ello sólo habrían conseguido asfixiarlo y abocarlo a un resultado similar? ¿O quizá todo era culpa de la combinación de Lacy y Lewis, del hecho de haberse unido ellos dos? Si los hijos de una pareja era lo que contaba a la hora de evaluar su historial, entonces ellos habían fracasado lamentablemente.

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