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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (47 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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Drew tomó una hoja de hierba y se puso a henderla en hilos con el pulgar.

—Eso es lo que yo le digo al loquero del instituto cuando me llama para preguntarme cómo estoy.

—No sabía que también te llamara.

—Creo que llama a todos los que estuvimos, ya sabes, cerca…

Él dejó la frase por terminar. ¿Cerca de los que no salieron con vida? ¿Cerca del que disparó? ¿Cerca de palmarla?

—¿Crees que hay alguien que le diga al loquero algo que sea verdad? —preguntó Josie.

—Lo dudo. Él no estuvo allí ese día. No puede entenderlo.

—¿Lo entiende alguien?

—Tú. Yo. Las del piso de abajo —dijo Drew—. Bienvenida al club en el cual nadie quiere ingresar. Eres miembro de por vida.

Josie no quería, pero entre las palabras de Drew, el chico estúpido de la película que intentaba saltar el puente y la manera en que las estrellas le punteaban la piel, como inyecciones de una enfermedad terminal, la hicieron llorar. Drew la abrazó con el brazo bueno y ella se apoyó en él. Cerró los ojos y apretó la cara contra la franela de su camisa. Le resultaba familiar, como si hubiera vuelto a su cama tras años de circunnavegar en globo y encontrarse con que el colchón todavía se adaptaba a su cuerpo. Aun así, la tela de esa camisa no olía como la otra. El chico que la sostenía no era del mismo tamaño, ni tenía la misma forma, ni era el mismo chico.

—No creo que pueda —susurró Josie.

Inmediatamente, Drew se apartó de ella. Se había ruborizado y no podía mirar a Josie a los ojos.

—No era mi intención. Tú y Matt… —Se le apagó la voz—. Bueno, sé que todavía le perteneces.

Josie miró al cielo y asintió a sus palabras; como si eso fuera lo que ella hubiera querido decir en realidad.

Todo empezó cuando la estación de servicio dejó un mensaje en el contestador automático. Peter se había saltado la cita para poner a punto el coche. ¿Quería otra fecha?

Lewis estaba solo en casa, oyendo el mensaje. Había marcado el número sin darse cuenta de lo que hacía y dijo que sí a la nueva cita. Al llegar, salió del coche y le dio las llaves al encargado de la gasolinera.

—Puede esperar dentro —dijo el hombre—. Hay café.

Lewis se sirvió una taza, poniéndose tres azúcares y mucha leche, tal como Peter habría hecho. Se sentó y, en lugar de agarrar una copia desgastada del
Newsweek
, se puso a hojear el
PC Gamer
.

«Uno —pensó—. Dos, tres».

No tuvo que esperar más. El encargado de la gasolinera entró en la sala de espera.

—Señor Houghton —dijo—, su coche no necesita ninguna revisión hasta julio.

—Lo sé.

—Pero usted… ha decidido esta cita.

Lewis asintió.

—El coche para el que la fijé ahora mismo no es mío.

Estaba incautado. Como también los libros de Peter, la computadora, las revistas y Dios sabía qué más.

El hombre se lo quedó mirando, consciente de lo absurdo de la conversación.

—Señor —dijo—, no podemos inspeccionar un coche que no está aquí.

—No —dijo Lewis—, por supuesto que no.

Dejó la revista en la mesa del café y alisó la portada arrugada. Luego se pasó la mano por la frente.

—Es que… mi hijo acordó esta cita —dijo—. Yo quería mantenerla por él.

El encargado asintió, retrocediendo lentamente.

—Claro… así, dejo el coche estacionado fuera.

—Es para que sepa —dijo Lewis con suavidad —que él habría pasado la inspección.

Una vez, cuando Peter era pequeño, Lacy lo había enviado al mismo campamento al cual había ido Joey y que tanto le había gustado. Estaba más allá del río, en Vermont, y los campistas hacían esquí acuático en el lago Fairlee, recibían clases de vela y navegaban en canoa de noche. Peter había llamado la primera tarde, pidiendo volver a casa. Aunque Lacy estuvo a punto de agarrar el coche e ir a buscarlo, Lewis se lo quitó de la cabeza.

—Si no lo supera —dijo—, ¿cómo sabrá si es capaz?

Al cabo de dos semanas, cuando Lacy volvió a ver a Peter, él había cambiado. Estaba más alto y había ganado unos kilos, pero también había algo distinto en su mirada; una luz que se había convertido en ceniza. Cuando Peter la miraba, parecía recelar, como si supiera que ella ya no era una aliada.

Ahora la estaba mirando del mismo modo, incluso mientras Lacy le sonreía, fingiendo que el fluorescente sobre sus cabezas no existía, y que ella podía alargar la mano y tocarlo en lugar de mirarlo desde el otro lado de la línea roja pintada en el suelo de la sala.

—¿Sabes lo que encontré ayer en el desván? El dinosaurio que te gustaba tanto, el que rugía cuando le tirabas de la cola. Me daba risa pensar que lo llevarías por el pasillo el día de tu boda…

Lacy se vino abajo al darse cuenta de que Peter nunca se casaría, ni habría nunca un pasillo que lo sacase de la cárcel.

—Bueno —dijo ella devolviendo a su sitio la sonrisa—. Lo he puesto en tu cama.

Peter se la quedó mirando.

—Está bien.

—Creo que la fiesta de cumpleaños que más me gustó fue la del dinosaurio, cuando enterramos los huesos de plástico en la caja de arena y tuviste que cavar para sacarlos —dijo Lacy—. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo de que nadie vino.

—Claro que vinieron.

—Cinco chicos, quizá, cuyas madres los obligaron —replicó Peter—. Por Dios, tenía seis años. ¿Por qué estamos hablando de eso?

«Porque no sé de qué otra cosa hablar», pensó Lacy. Echó un vistazo a la sala de visitas. Sólo había un puñado de internos y los pocos devotos que todavía creían en ellos, atrapados en el lado opuesto de la línea roja. Lacy se dio cuenta de que, en realidad, esa línea divisoria entre ella y Peter llevaba años allí. Si levantaba la cabeza, podría llegar a convencerse de que no había separación. Sólo al intentar cruzarla, como entonces, entendía lo real que era la barrera.

—Peter —le soltó Lacy de repente—, lamento no haberte sacado del campamento aquella vez.

Él la miró como si estuviera loca.

—Bueno, gracias, pero lo superé hace unos mil años.

—Lo sé. Pero yo aún lo lamento.

De pronto, ella lamentaba mil cosas: no haber prestado más atención cuando Peter le enseñaba lo que había aprendido en programación, no haberle comprado otro perro tras la muerte de Dormilón, no haber vuelto al Caribe las últimas vacaciones de invierno por suponer erróneamente que tendrían todo el tiempo del mundo para ir.

—Que lo lamentes no cambia nada.

—Sí para la persona que se disculpa.

Peter gruñó.

—¿Qué mierda es esto?
¿Sopa de pollo para el chico sin alma?

Lacy se sobresaltó.

—No hace falta que digas palabrotas para…

—Mierda —dijo Peter—. Mierda mierda mierda mierda mierda.

—No voy a quedarme aquí mientras…

—Pues sí te vas a quedar —dijo Peter—. ¿Sabes por qué? Porque si me dejas, será otra cosa que lamentarás.

Lacy casi se había levantado, pero la verdad de lo que había dicho Peter hizo que se sentara otra vez. Por lo visto, él la conocía mucho mejor de lo que ella lo había conocido nunca.

—Mamá —dijo con una voz suave que se balanceaba sobre la línea roja—, lo siento.

Ella lo miró, con un nudo en la garganta.

—Lo sé, Peter.

—Estoy contento de que hayas venido —dijo tragando saliva—. Quiero decir que eres la única.

—Tu padre…

Peter rebufó.

—No sé lo que te ha estado diciendo, pero no lo he visto desde la primera vez que vino.

¿Lewis no visitaba a Peter? Lacy no lo sabía. ¿Adónde iba pues al salir de casa, cuando le decía que iba a la prisión?

Se imaginó a Peter sentado en la celda una semana tras otra, esperando una visita que no llegaba. Lacy forzó una sonrisa —ya se disgustaría luego, no delante de Peter—, y cambió de tema inmediatamente.

—Para la comparecencia… te he traído un lindo saco.

—Jordan dice que no lo necesito. Para la comparecencia llevaré esta ropa. No necesitaré el saco hasta el juicio —dijo Peter sonriendo un poco—. Espero que aún no hayas quitado las etiquetas.

—No lo he comprado. Es el saco de las entrevistas de Joey.

Sus miradas se cruzaron.

—Oh —murmuró Peter—. O sea que eso era lo que hacías en el desván.

Se hizo el silencio mientras ambos recordaban a Joey bajando la escalera con la americana Brooks Brothers que Lacy le había comprado en el Filene’s Basement de Boston, con un buen descuento. La habían comprado para las entrevistas con las facultades. Joey estaba haciéndolas cuando tuvo el accidente.

—¿Alguna vez has deseado que muriera yo en lugar de Joey? —preguntó Peter.

A Lacy se le encogió el corazón.

—Por supuesto que no.

—Pero entonces aún tendrías a Joey —dijo Peter—. Y nada de esto habría sucedido.

Ella pensó en Janet Isinghoff, la mujer que no la había querido como partera. Una parte de ser adulto implicaba aprender a no ser tan directa, aprender cuándo era mejor mentir en lugar de herir a alguien con la verdad. Por eso Lacy iba a visitar a Peter con una sonrisa de Halloween en la cara, cuando lo que quería en realidad era echarse a llorar cada vez que veía entrar a Peter acompañado por el guardián. Por eso hablaba del campamento y de animales de juguete, cosas del hijo que recordaba, en lugar de descubrir en qué se había convertido. Pero Peter nunca había aprendido a decir una cosa cuando lo que pensaba era otra. Era una de las razones por las que le habían hecho daño tantas veces.

—Sería un final feliz —dijo Peter.

Lacy tomó aire.

—No si tú no estuvieras aquí.

Peter se la quedó mirando un buen rato.

—Estás mintiendo —dijo, aunque sin enojarse ni acusarla. Simplemente como si tuviera una opinión distinta a la de ella.

—Yo no…

—Puedes decirlo de mil maneras, pero eso no lo hace más verdadero.

Entonces Peter sonrió, de manera tan inocente que Lacy se dio cuenta de lo listo que era.

—Puedes engañar a papá y a los policías, y a todos los que te escuchen —dijo él—. Pero no puedes engañar a otro mentiroso.

Cuando Diana llegó al tablón de anuncios para mirar qué juez presidiría la comparecencia de Houghton, Jordan McAfee ya estaba allí. Diana lo odiaba. En primer lugar porque él no se había cargado dos pares de medias intentando ponérselas; porque no tenía el pelo mal ese día y porque no parecía nada preocupado por que la mitad de Sterling estuviera en la escalera del juzgado, pidiendo sangre.

—Buenos días —dijo él sin mirarla siquiera.

Diana no contestó, pero se quedó boquiabierta al leer el nombre de la jueza que se ocuparía del caso.

—Creo que hay un error —le dijo a la oficinista.

Ésta echó un vistazo al tablón de anuncios por encima del hombro de ella.

—La jueza Cormier es la que presidirá esta mañana.

—¿En el caso Houghton? ¿Está de broma?

La oficinista negó con la cabeza.

—No.

—Pero su hija… —titubeó Diana, confundida—. Debemos reunirnos en las oficinas con la jueza antes de la comparecencia.

Cuando la oficinista desapareció, Diana se dirigió a Jordan.

—¿En qué demonios está pensando Cormier?

Jordan no veía sudar muy a menudo a Diana Leven y, francamente, era entretenido. De hecho, Jordan se había quedado tan sorprendido como la fiscal al ver el nombre de Cormier en el tablón de anuncios, pero no iba a decírselo a Diana. En ese momento, su única ventaja era no mostrar sus cartas, porque la verdad era que el caso no podía pintar peor.

Diana frunció el cejo.

—¿Esperabas que ella… ?

La oficinista reapareció. A Jordan le encantaba Eleanor. Ella le dejaba hacer el Tribunal Superior e incluso se reía con los chistes de rubias tontas que él le contaba, cuando la mayoría de empleados de allí se lo tenían muy creído.

—Su Señoría los verá ahora —dijo Eleanor.

Mientras Jordan seguía a la oficinista hacia el despacho, se inclinó y le susurró la parte final del chiste que Leven había interrumpido con tan poca educación al llegar.

—Así que el marido echa un vistazo a la caja y dice: «Cariño, eso no es un puzzle… son copos azucarados».

Eleanor se rió por lo bajo y Diana frunció el cejo.

—¿Qué es eso, un código secreto?

—Sí, Diana. Es el lenguaje secreto del abogado defensor para decir: «Pase lo que pase, no le digas a la fiscal lo que te estoy diciendo».

—No me sorprendería —murmuró Diana. Pero entonces llegaron al despacho.

La jueza Cormier ya llevaba la toga puesta, lista para empezar la comparecencia. Estaba con los brazos cruzados, apoyada en la mesa.

—Bien, hay mucha gente esperando en la sala. ¿Cuál es el problema?

Diana miró a Jordan, pero éste se limitó a arquear las cejas. Si ella quería encararse con la jueza, de acuerdo, pero él se mantendría al margen. Mejor dejar que Cormier se molestara con la acusación, no con la defensa.

—Jueza —dijo Diana, dubitativa—, por lo que sé, su hija estaba en la escuela durante el tiroteo. De hecho, la hemos entrevistado.

Jordan le reconocía el mérito a Cormier. Ésta conseguía mantener a la fiscal con la vista baja, como si hubiera dicho algo totalmente absurdo —como el final de un chiste de rubias tontas —en lugar de haber presentado un hecho irregular e incontrovertible.

—Estoy al tanto de eso —dijo la jueza—. Había mil alumnos en la escuela durante el tiroteo.

—Por supuesto, Su Señoría. Pero… quisiera preguntar, antes de que nos presentemos ante toda esa gente, si usted tiene intención de asumir sólo la comparecencia o piensa presidir todo el caso.

Jordan miró a Diana, preguntándose por qué estaba tan segura de que Cormier no debería presidir el caso. ¿Qué sabía ella acerca de Josie Cormier que él ignorase?

—Como he dicho, había miles de chicos en la escuela. Algunos de los padres son oficiales de policía, otros trabajan aquí, en el palacio de justicia. Incluso hay uno en su oficina, señora Leven.

—Sí, Su Señoría… pero ese abogado, concretamente, no lleva el caso.

La jueza se la quedó mirando tranquilamente.

—¿Va a llamar a mi hija como testigo, señora Leven?

Diana dudó.

—No, Su Señoría.

—Bien, he visto la declaración de mi hija, abogada, y no veo ninguna razón por la cual no podamos proceder.

Jordan empezó a revisar lo que sabía hasta el momento:

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