Diecinueve minutos (49 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—¿La comparecencia? Sí.

—¿Por eso has venido?

¿Cómo podía contarle a Josie lo que había sentido al ver en la sala a todos esos padres y madres sin nombre, sin un hijo entre ellos? Si pierdes a tu hijo, ¿puedes seguir llamándote padre?

¿Y si, sencillamente, hubieses sido lo bastante estúpido como para dejarlo escapar?

Alex condujo hasta el final de una calle que daba al río. Bajaba crecido, como siempre en primavera. Si no lo supieses, si estuvieses mirando una foto, podrías querer tomar un baño. Sólo viéndolo no te darías cuenta de que el agua te quitaría la respiración, de que se te llevaría.

—Quería verte —confesó Alex—. Hoy había personas en la sala, personas que probablemente se despierten ahora cada día deseando haber hecho algo así, haberlo dejado todo de pronto para almorzar con sus hijas, en lugar de decirse a sí mismos que podrían hacerlo otro día. —Miró a Josie—. Esas personas no van a tener más días.

Josie tomó un hilo blanco que estaba suelto, y permaneció en silencio lo suficiente como para que Alex comenzara a torturarse mentalmente. Demasiado para su espontánea incursión en la maternidad básica. Alex se había dejado llevar por sus emociones durante la comparecencia. En lugar de decirse a sí misma que estaba haciendo el ridículo, se había apoyado en ellas. Pero ¿no es exactamente eso lo que sucede cuando empiezas a remover las arenas movedizas de los sentimientos en lugar de presentar los hechos con rapidez? Al diablo con hablar con el corazón en la mano. Lo más probable es que te lo rompan.

—Escape —dijo Josie con calma—. No almuerzo.

Alex se relajó, aliviada.

—Lo que sea —bromeó.

Se la quedó mirando hasta que Josie la miró a su vez.

—Quiero hablar del caso contigo.

—Pensaba que no podías.

—De eso quiero hablar. Incluso si ésta fuera la mayor oportunidad de mi carrera, la dejaría pasar si creyera que a ti te lo iba a hacer más difícil. Puedes acudir a mí para preguntarme lo que quieras y cuando quieras.

Ambas fingieron, por un momento, que Josie se confiaba a su madre con regularidad, cuando de hecho habían pasado años desde que había compartido alguna confidencia con ella.

Josie miró a su madre de reojo.

—¿Incluso acerca de la comparecencia?

—Incluso acerca de la comparecencia.

—¿Qué ha dicho Peter en la sala?

—Nada. Sólo ha hablado el abogado.

—¿Qué aspecto tenía?

Alex se quedó pensativa. Se había sorprendido de lo muy crecido que le había parecido Peter al verlo por primera vez con su traje de presidiario. Aunque lo conocía desde hacía años y últimamente lo había ido viendo al final de los eventos escolares; en la tienda de fotocopias, donde él y Josie habían trabajado juntos un tiempo; o incluso conduciendo por la avenida, había esperado encontrarse al mismo chico que había jugado en la guardería con Josie. Alex pensó en el atuendo naranja, en las zapatillas de goma, en los grilletes.

—Tenía el aspecto de un acusado —dijo.

—Si se lo declara culpable, nunca saldrá de prisión, ¿verdad? —preguntó Josie.

A Alex se le encogió el corazón. Josie intentaba disimularlo, pero ¿cómo no iba a estar asustada de que algo así pudiese suceder? Pero, como jueza, ¿cómo iba Alex a darle esperanzas sobre Peter antes de juzgarlo? Alex se vio balanceándose en la cuerda floja, entre la responsabilidad personal y la ética profesional, intentando con todas sus fuerzas no caer.

—No tienes por qué preocuparte de nada…

—Eso no es una respuesta —dijo Josie.

—Sí, lo más probable es que pase el resto de su vida allí.

—Si así es, ¿se le podrá visitar?

De pronto, Alex ya no podía seguir la lógica de Josie.

—¿Por qué? ¿Quieres hablar con él?

—No lo sé.

—No puedo imaginar por qué querrías algo así, después de…

—Era su amiga —la cortó Josie.

—Fueron amigos hace años —contestó Alex.

Entonces entendió por qué su hija, que aparentemente estaba aterrorizada por la posible salida de Peter de la cárcel, podía querer, aun así, comunicarse con él tras la condena: remordimiento. Quizá Josie pensara que algo que ella hubiese hecho —o dejado de hacer —podría haber llevado a Peter al punto de empezar a disparar a discreción en el Instituto Sterling.

Si Alex no entendía el concepto de una conciencia culpable, ¿quién lo haría?

—Cariño, hay gente que se ocupa de Peter, gente cuyo trabajo es ocuparse de él. No tienes que ser tú quien lo haga —dijo Alex con media sonrisa—. Tú tienes que ocuparte de ti, ¿de acuerdo?

Josie apartó la mirada.

—Tengo un examen en la próxima clase —dijo—. ¿Volvemos a la escuela?

Alex condujo en silencio, porque ya era demasiado tarde para alterar lo dicho, para decirle a su hija que también había alguien que se ocupaba de ella, que Josie no estaba sola en todo aquello.

A las dos de la madrugada, después de cinco horas acunando en sus brazos a su hijo enfermo que no paraba de llorar, Jordan se volvió hacia Selena.

—Recuérdamelo, ¿por qué hemos tenido un hijo?

Selena estaba sentada a la mesa de la cocina —bueno, no, en realidad estaba recostada sobre ella—, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.

—Porque querías una afinada copia genética de mi línea sanguínea.

—Francamente, creo que esto es alguna mierda viral.

De pronto, Selena se incorporó.

—Eh —susurró—. Se ha dormido.

—Gracias a Dios. Quítamelo de encima.

—Que piensas de eso. No ha estado así de tranquilo en todo el día.

Jordan la miró con el cejo fruncido y se hundió en la silla que había frente a ella, con su hijo todavía en los brazos.

—Y no es el único.

—¿Estamos hablando de tu caso otra vez? Porque, para serte franca, Jordan, estoy tan cansada que necesito pistas para orientarme…

—Es que no consigo imaginar por qué no se ha recusado a sí misma. Cuando la acusación mencionó a su hija, Cormier la descartó… y lo más importante es que Leven hizo lo mismo.

Selena bostezó y se puso en pie.

—A caballo regalado no le mires el dentado, cariño. Cormier va a ser para ti mejor juez que Wagner.

—Pero algo me está dando mala espina en todo esto.

Selena le dedicó una sonrisa indulgente.

—Te irrita el pañal, ¿eh?

—Que su hija no recuerde nada ahora no quiere decir que no vaya a hacerlo. ¿Y cómo va a permanecer imparcial Cormier, sabiendo que mi cliente disparó al novio de su hija mientras ésta estaba allí mirando?

—Bueno, podrías presentar una moción para sacarla del caso —dijo Selena—. O puedes esperar a que Diana lo haga en tu lugar.

Jordan se la quedó mirando.

—Yo en tu lugar mantendría la boca cerrada —le aconsejó ella.

Él extendió el brazo para agarrarle el cinturón de la bata y acercarla.

—¿Cuándo he mantenido la boca cerrada? —le preguntó.

Selena rió.

—Siempre hay una primera vez —le dijo.

Cada sección de máxima seguridad tenía cuatro celdas, de uno ochenta por dos cuarenta metros. En la celda había una litera y un lavatorio, Peter había tardado tres días en cagar, ya que los oficiales del correccional pasaban por delante, pero —y ésta era la señal de que se estaba acostumbrando a estar allí —ya era capaz de controlarlo e impedir que se le agarrotasen los intestinos.

En un extremo del pasillo de la sección había un televisor pequeño. Dado que frente a éste sólo había espacio para una silla, el interno que llevaba más tiempo allí era el que se sentaba. Los demás se quedaban detrás de él, como vagabundos en la cola para recibir sopa, mirando. No había muchos programas acerca de los cuales los presos se pusieran de acuerdo. Lo común era la MTV, aunque siempre terminaban con Jerry Springer. Peter se imaginaba que era porque, aunque la propia vida estuviese muy jodida, gustaba ver que había gente aún más estúpida.

Si alguno de ellos hacía algo mal, no exactamente Peter, sino por ejemplo un capullo como Satán Jones —cuyo nombre real no era Satán, sino Gaylord, aunque si lo mencionabas ni que fuera en susurros se te lanzaba a la yugular—, que había dibujado una caricatura de dos de los oficiales bailando la danza horizontal en la pared de su celda, todos perdían el privilegio de la televisión durante una semana. Lo que dejaba el otro extremo del pasillo para pasear, donde había una ducha con una cortina de plástico y el teléfono, desde el cual se podía llamar por un dólar el minuto, y cada pocos segundos se oía «Esta llamada es desde el Correccional del Condado de Grafton», por si se te había olvidado.

Peter estaba haciendo abdominales, cosa que odiaba. En realidad, odiaba cualquier forma de ejercicio, pero las alternativas eran abandonarse y reblandecerse tanto que cualquiera pensase que podía meterse contigo, o salir afuera durante la hora al aire libre. Fue un par de veces, no a jugar a baloncesto, ni a correr, ni a hacer intercambios clandestinos cerca de la valla para conseguir drogas o cigarros introducidos en el correccional, sino sólo para estar fuera y respirar aire que no hubiesen respirado los otros presos del lugar. Desafortunadamente, desde el patio se veía el río. Parecía una ventaja, pero de hecho era la peor tomadura de pelo. A veces, el viento soplaba de tal manera que Peter lo olía, la tierra de la orilla y el agua fría, y lo destrozaba saber que no podía ir allí, sacarse los zapatos y los calcetines, meterse en el agua, nadar y ahogarse si le daba la gana. Después, dejó de salir.

Peter terminó sus cien abdominales —lo irónico era que, después de un mes, estaba tan fuerte que probablemente podría patear al mismo tiempo los culos de Matt Royston y Drew Girard—, y se sentó en su litera con el formulario de peticiones. Una vez a la semana, podías comprar cosas como elixir bucal y papel, a precios absurdamente hinchados. Peter recordó haber ido a St. John un año con su familia. En el supermercado, los cereales costaban algo así como diez dólares, porque eran un lujo. Allí, el champú no era de lujo, pero en la cárcel estabas a merced de la administración, lo que quería decir que te podían pedir tres dólares con veinticinco centavos por una botella o dieciséis dólares por un ventilador. Tu otra alternativa era esperar que un preso que se fuese a la prisión estatal te dejase sus pertenencias, pero a Peter eso le parecía propio de un buitre.

—Houghton —dijo un oficial del correccional de botas pesadas que resonaban en el suelo de metal del pasillo—, tienes correo.

Dos sobres se deslizaron a toda velocidad bajo la litera de Peter. Los agarró, rascando con las uñas el suelo de cemento. La primera carta, que él casi daba por supuesta, era de su madre. Peter recibía correo de su madre al menos tres o cuatro veces por semana. Las cartas solían tratar de estupideces como editoriales en el periódico local o lo bien que estaban sus plantas. Por un momento había pensado que ella quizá le escribía en código algo que él necesitaba saber, algo trascendente e inspirador, pero luego comenzó a darse cuenta de que lo único que hacía era llenar espacio. Entonces dejó de abrir el correo de su madre. En realidad no se sentía mal por eso. Peter sabía que la razón por la cual su madre le escribía no era para que él leyera las cartas, sino para poder decirse a sí misma que le había escrito.

Él no culpaba a sus padres por ser torpes. En primer lugar, él tenía mucha práctica en eso y, en segundo, los únicos que en realidad podían entenderlo eran los que habían estado en el instituto ese día; y ésos no le estaban llenando el buzón con misivas precisamente.

Peter tiró la carta de su madre al suelo y se quedó mirando la dirección del segundo sobre. No la reconoció. No era de Sterling, ni siquiera de New Hampshire. Elena Battista, leyó. Elena de Ridgewood, New Jersey.

Abrió el sobre y leyó la carta.

Peter:

Siento que ya te conozco, porque he estado siguiendo lo que ha sucedido en el instituto. Estoy en la universidad, pero creo que sé por lo que has pasado… porque también yo lo pasé. De hecho, estoy escribiendo mi tesis acerca del acoso escolar. Sé que no puedo esperar que quieras hablar conmigo… pero creo que si hubiese conocido a alguien como tú cuando estaba en el instituto, mi vida habría sido diferente. Quizá no sea tarde…

Sinceramente,

ELENA BATTISTA

Peter golpeó el sobre contra su muslo. Jordan le había dicho específicamente que no podía hablar con nadie; es decir, a excepción de sus padres y del propio Jordan. Pero sus padres eran inútiles y Jordan no había mantenido su parte del trato, que implicaba estar físicamente presente el tiempo necesario para que Peter le contase lo que le pasara por la cabeza.

Además, ella era una universitaria. Era divertido pensar que una universitaria quisiera hablar con él. Por otra parte no iba a decirle nada que ella no supiera ya.

Peter volvió a tomar el formulario de peticiones y marcó la casilla de la tarjeta de saludo estándar.

Un juicio se puede dividir en dos partes distintas: qué ocurrió el día del suceso, que es el tesoro de la acusación; y todo lo que llevó a eso, que es lo que la defensa tiene que presentar. En ese sentido, Selena estaba intentando entrevistar a gente que hubiese estado en contacto con su cliente durante los últimos diecisiete años de su vida. Dos días después de la comparecencia de Peter en el Tribunal Superior, Selena se sentó con el director del Instituto Sterling en su oficina de la escuela de primaria. Arthur McAllister tenía la barba rojiza, la barriga rechoncha y dientes que no mostraba al sonreír. A Selena le recordaba a uno de aquellos horribles osos parlantes de cuando ella era pequeña —Teddy Ruxpin—, y eso empeoró cuando él comenzó a contestar sus preguntas acerca de políticas contra el acoso en el instituto.

—No lo toleramos —dijo McAllister; Selena ya había esperado tal declaración—. Lo controlamos absolutamente.

—De manera que si un chico se dirige a usted para quejarse de que lo molestan, ¿cuáles son las consecuencias para el acosador?

—Una de las cosas que hemos descubierto, Selena, ¿puedo llamarla Selena?, es que si la administración interviene, la situación del chico acosado empeora. —Hizo una pausa—. Sé lo que la gente está diciendo acerca del tiroteo. Que lo están comparando con los de Columbine y Paducah, y los que vinieron luego. Pero yo creo honestamente que no fue el acoso lo que llevó a Peter a hacer lo que hizo.

—Lo que supuestamente hizo —lo corrigió automáticamente Selena—. ¿Guarda usted registros de incidentes de acoso?

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